Del patio viene el declamatorio lamento de una gallina que sanciona con titubeante cloqueo la opulencia de las nubes. Nadie está contento con nada. le dice otra. No somos nadie, responde. Cree uno entender qué dicen. También albergamos la certeza de que podemos entender la lluvia o el mar. El azul del cielo sume a las gallinas en una tristeza enorme. Se estarán diciendo las cosas que nosotros decimos cuando algo ha salido inesperadamente mal y creemos que hablar podrá concedernos algún tipo de consuelo. Las gallinas conversan a su manera y creerán, al escucharnos, que nosotros oscuramente a la nuestra. Nadie está contento con nada, no somos nadie, todas esos preliminares del nihilismo, esas conjeturas de lo inefable. No poder contar con herramienta alguna que nos haga comprender el lenguaje de las demás criaturas: se desgracia una transcripción fiable de todas esas conversaciones que tienen mientras yo abro una lata de cerveza en el patio o apuro un café. Desde donde escribo, no las veo. Tampoco ellas a mí. Un muro blanco nos separa. Tengo la rendición acústica. Debo auparme un poco para ver el corral del vecino. Las veces en que lo he hecho (auparme) he advertido una jerigonza de poco o ningún volcado a mis entendederas, no versadas en cacareos, manumitidas de cualquier necesidad de adquirir un vocabulario básico que extienda mi poliglotismo, pero trasciendo algo que se me impregna, una especie de disciplina semántica, un decir fácilmente adquirible.
Probatoriamente, sin verdadero afán, cojo unos poemas de César Vallejo y me dispongo a leerlos ante mi gallináceo auditorio. No recito con entusiasmo, pero se advierte cierta seriedad lectora. No trastabillo, tampoco marro en la aireación de las vocales, en la concisión metódica al pronunciar los versos más refractarios a veleidades fonéticas. Considerando, pues, en frío, imparcialmente, diríamos que el hombre es triste y tose y, sin embargo, se complace en su pecho, que podrá ser colorado o beige o carnaval de las tinieblas mismamente o famélica fórmula de masa. Pero ninguna gallina se conmueve, ninguna (me estoy aupando) eleva la cola, ninguna da vueltas en círculo o da brincos levísimos como si su sangre estuviese ocupada por sustancias estupefacientes. Yo persevero en Vallejo; ellas en el azul roto que malogra la posibilidad de que icen el tumultuoso vuelo. En diez entusiastas minutos, cuando creo haber despachado los mejores versos del peruano, les leo la receta de los callos a la madrileña o el prospecto de un mucolítico que mi mujer dejó en la cocina ayer noche. Después, confiado a que otro animal encontraría estimulantes los poemas, las recetas o los prospectos, reparo en la continuidad de unas moscas en la mesa del mismo patio. Llevan ahí desde esta mañana. Tal vez sean otras. Quién podría rendir una estadística. Las contemplo con absoluta fascinación. Mueven sus patitas, se las frotan con desparpajo, hasta parece que están ronroneando un monólogo interior, una tentativa de biografía.
Me digo: primero está el convencimiento de que te pueda entender una gallina o una mosca o incluso que la gallina o la mosca, cuando hables, saquen algo en claro y se pueda entablar un diálogo más o menos fluido con ellas. Y entonces: ¿de qué hablaríamos? ¿cuál sería el asunto que rompería el silencio antiguo y formal?. Si logras acceder a ese nivel, todo lo demás vendrá por natural añadidura. Como si tuvieses en tus manos el mismísimo plan cósmico o el don de la más sublime elocuencia y te dieses a entender sin pérdida ni balbuceo, pero no se nos adiestra en la comprensión de las especies inferiores, ni en la fonética de las criaturas menores, como tampoco hay que tener una idea muy fiable de que podamos entender a la nuestra propia. Yo mismo he visto prodigios que todavía no alcanzo a comprender. Perros que obedecen a sus amos sin que intermedie lengua alguna. He visto gestos, miradas, indicios corporales que han animado al animal a que alce una pata, ladre tres veces o se ponga mirando al cielo para que se le acaricie la panza. También he asistido a conversaciones de fuste entre seres humanos que no han llegado a ninguna conclusión útil. Lo veo a diario. En su fundamento, hablar concilia al que lo hace consigo mismo. Como escribir o como leer. Necesitamos expresarnos, hay una voluntad ancestral en contar y en que nos cuenten, en sentir que la realidad puede novelarse, adquirir ese rango metalingüístico. No albergo duda que las gallinas o las moscas, entre ellas, cuando las vemos y cuando no, se dicen que se quieren o que se odian o platican sobre asuntos suyos en los que no podremos entrar nunca. Los topos, los grillos, los linces o los buitres leonados tendrán también su código y su canal y hasta su tangible academia para introducir signos nuevos y retirar los que ha expoliado de su uso primigenio el tiempo, que hará su oficio en los animales como lo hace a su antojo con nosotros.
De ponerme yo a dar palique a un animal escogería al búho. Es un animal de mirada limpia, de las que no esconden nada avieso, ni turbio. Se ve venir al búho, se sabe si nos tiene afecto o si de pronto algo que hemos hecho ha contrariado su paz espiritual, si es que tal cosa es posible dentro del alma de un búho. Volvemos a la incertidumbre de si los animales poseen alma y sienten y padecen y merecen después el cielo o el infierno, por los actos que han cometido o por los que no, Si el buen Dios en su altura inmarcesible hizo el mundo y dio inteligencia al hombre por encima de la de las bestias o si no nos informó con detalle de sus planes y, en apariencia, somos los hombres (y las mujeres, no lo pongan en duda) los que reinamos sobre la tierra o lo son, en zoológica paridad, ellos, las criaturas animales y hasta ahora no se ha encontrado instrumento que elucide esta duda antigua. Caso de que no haya búho a mano, me inclino a elegir al perro. Sé de perros que procuran más afecto que seres humanos. No he tenido nunca ninguno y tengo la idea (nunca se sabe) de que no tendré. Requieren cuidados que no sabría darles y entreveo que no haré mi trabajo de dueño de un perro como debiera. De los que tienen mis amigos o de cuantos veo a la vera de quienes los cuidan, admiro su lealtad, su obediencia, su sacrificio también.
Debe ser duro ser perro o ser búho. No digo ya gallina o, más adocenadamente, mosca, que es especie a la que no se le tiene un afecto que dure mucho en la cabeza, si es que se produce el milagro de que la penetre.
En otro orden de cosas (o es el mismo), no es cosa de locos hablar con quien no se tiene la certeza de que nos escuche. Hay quienes, movidos por su fe o por su amor o por ambas cosas juntamente, hablan con Dios y no esperan que exista un feedback en el proceso. Como carezco de fe, aunque me sobre amor, no podré jamás entrar en consideraciones teológicas y me conformo con manejarme conmigo mismo, con mi incredulidad en materia divina o con mi absoluta convicción de que, haya o no haya Dios en los cielos, yo seguiré cargado de incertidumbres. He pensado que son ellas las que me visten cuando principia el día. Esta mañana de viernes me he levantado con la música de las gallinas del corral vecino y de mi nula intendencia en ese bastardo léxico. Es más lo que nos perdemos que lo que ganamos, seguro. No sabemos si hay gallinas (o moscas) de un humor fantástico con las que no departimos nunca o búhos que filosofan sobre la perdurabilidad del alma o grillos que conocen como nadie los secretos más íntimos de la noche. No sé el porqué, pero recuerdo ahora una línea de un libro de Cela. Debo consultar si mi desmemoria la ha modificado. Noto ahora un vientecillo dulce oreándome el alma, como decía Mrs. Cadwell, la madre doliente de Eliacim en la pluma de Camilo José Cela.
Ya he dejado el patio. He entrado en la casa. Qué espaciosa es, qué bien estamos en ella. Corre abril (no es cruel el mes, pese a todo) y la ventana está cerrada. Me vienen a lo lejos conversaciones que escuché ayer. Es temprano todavía para que la calle se llene de voces. Queda la satisfacción de que en ocasiones el mejor diálogo lo hacemos en soledad. No hay festejo mayor que pensar para uno mismo y no descabalgarse de lo pensado, no entrar en trifulca, ni objetar, ni meterse en matices que a veces incomodan. Pasa poco, pero a veces felizmente sucede eso que digo, que el día te reconcilia contigo mismo, te hace entender lo que muchas veces no alcanzas por más que lo razones con los otros y busques en los otros lo que tú no tienes. La gallina está pensando, la mosca está pensando, también el niño que fuma. No sabemos qué piensan los dos. Al niño, sensible, a qué dudarlo, le dolerá en el fondo de su alma que no se le haya acoplado a su materia gris un sistema lingüístico que le permita interactuar con otras especies
. ¿Qué pensará la gallina sobre mi vicio del tabaco?. El mundo sería más hermoso si pudiésemos contarle al jilguero o la salamanquesa que ahora estará trepando el muro del patio que no nos gustan los lunes o que anoche no bebí mucho y no me he levantado hoy resacoso. Que me duele Trump en el fondo de los huesos, que no aguanto su autoridad circense, su vanidad tenebrosa. No sé entender lo que dice, aunque todas las palabras se entreguen con claridad y la argamasa de la sintaxis sea coherente. Su discurso es de corral y estiércol. Podría manejarme con más desenvoltura si se me encomendara trabar charla con el águila calva (con su rama de olivo en sus garras) o con el severo bisonte. Habría algo en ellos que me resultaría familiar, como si ese hallazgo inverosímil adquiera de pronto una rara condición de humanidad. Hay hombres cuya humanidad no existe. Hablan con certera facundia, engolan la frases, se esmeran en que hasta exhiban un estilo robusto, pero expresan mensajes cazurros, groseros, vulgares, broncos, burdos, zafios. Ningún vientecillo dulce me orea el alma. Al estar frente al hombre sin alma (ayer escuché que alguien había matado a una niña de cinco años para causar daño a su madre) el viento es de una dureza bíblica. Y entonces miro al pájaro en la rama o a la hormiga en su caminito hacia la pipa de girasol, dejadme que me enternezca, debo. Es verlos (a la hormiga, al pájaro, a la gallina y a la mosca) y recuperar la fe en el género humano. No podemos haber salido tan malos. De verdad que no se me ocurre cómo entender la razón por la que todo esto acabó desgraciándose, cuándo invitamos a la tiniebla a que ocupase la entera extensión de la luz. Creo que ya me desahogado algo. Doy las gracias al cloqueo sublime de las gallinas y al zumbar vertiginoso de las alas de las moscas. Ellas entablan conmigo el diálogo que no encuentro con mis iguales. Las prefiero a ver al señor de marras en el jardín de su ministerio impartiendo la disciplina del miedo. El agrimensor arancelario tiene émulos en cualquier plaza. Se emboban al comprobar su duro perfil de gárgola.