7.4.25

Unas gallinas a Trump



Del patio viene el declamatorio lamento de una gallina que sanciona con titubeante cloqueo la opulencia de las nubes. Nadie está contento con nada. le dice otra. No somos nadie, responde. Cree uno entender qué dicen. También albergamos la certeza de que podemos entender la lluvia o el mar. El azul del cielo sume a las gallinas en una tristeza enorme. Se estarán diciendo las cosas que nosotros decimos cuando algo ha salido inesperadamente mal y creemos que hablar podrá concedernos algún tipo de consuelo. Las gallinas conversan a su manera y creerán, al escucharnos, que nosotros oscuramente a la nuestra. Nadie está contento con nada, no somos nadie, todas esos preliminares del nihilismo, esas conjeturas de lo inefable. No poder contar con herramienta alguna que nos haga comprender el lenguaje de las demás criaturas: se desgracia una transcripción fiable de todas esas conversaciones que tienen mientras yo abro una lata de cerveza en el patio o apuro un café. Desde donde escribo, no las veo. Tampoco ellas a mí. Un muro blanco nos separa. Tengo la rendición acústica. Debo auparme un poco para ver el corral del vecino. Las veces en que lo he hecho (auparme) he advertido una jerigonza de poco o ningún volcado a mis entendederas, no versadas en cacareos, manumitidas de cualquier necesidad de adquirir un vocabulario básico que extienda mi poliglotismo, pero trasciendo algo que se me impregna, una especie de disciplina semántica, un decir fácilmente adquirible. 


Probatoriamente, sin verdadero afán, cojo unos poemas de César Vallejo y me dispongo a leerlos ante mi gallináceo auditorio. No recito con entusiasmo, pero se advierte cierta seriedad lectora. No trastabillo, tampoco marro en la aireación de las vocales, en la concisión metódica al pronunciar los versos más refractarios a veleidades fonéticas. Considerando, pues, en frío, imparcialmente, diríamos que el hombre es triste y tose y, sin embargo, se complace en su pecho, que podrá ser colorado o beige o carnaval de las tinieblas mismamente o famélica fórmula de masa. Pero ninguna gallina se conmueve, ninguna (me estoy aupando) eleva la cola, ninguna da vueltas en círculo o da brincos levísimos como si su sangre estuviese ocupada por sustancias estupefacientes. Yo persevero en Vallejo; ellas en el azul roto que malogra la posibilidad de que icen el tumultuoso vuelo. En diez entusiastas minutos, cuando creo haber despachado los mejores versos del peruano, les leo la receta de los callos a la madrileña o el prospecto de un mucolítico que mi mujer dejó en la cocina ayer noche. Después, confiado a que otro animal encontraría estimulantes los poemas, las recetas o los prospectos, reparo en la continuidad de unas moscas en la mesa del mismo patio. Llevan ahí desde esta mañana. Tal vez sean otras. Quién podría rendir una estadística. Las contemplo con absoluta fascinación. Mueven sus patitas, se las frotan con desparpajo, hasta parece que están ronroneando un monólogo interior, una tentativa de biografía. 


Me digo: primero está el convencimiento de que te pueda entender una gallina o una mosca o incluso que la gallina o la mosca, cuando hables, saquen algo en claro y se pueda entablar un diálogo más o menos fluido con ellas. Y entonces: ¿de qué hablaríamos? ¿cuál sería el asunto que rompería el silencio antiguo y formal?. Si logras acceder a ese nivel, todo lo demás vendrá por natural añadidura. Como si tuvieses en tus manos el mismísimo plan cósmico o el don de la más sublime elocuencia y te dieses a entender sin pérdida ni balbuceo, pero no se nos adiestra en la comprensión de las especies inferiores, ni en la fonética de las criaturas menores, como tampoco hay que tener una idea muy fiable de que podamos entender a la nuestra propia. Yo mismo he visto prodigios que todavía no alcanzo a comprender. Perros que obedecen a sus amos sin que intermedie lengua alguna. He visto gestos, miradas, indicios corporales que han animado al animal a que alce una pata, ladre tres veces o se ponga mirando al cielo para que se le acaricie la panza. También he asistido a conversaciones de fuste entre seres humanos que no han llegado a ninguna conclusión útil. Lo veo a diario. En su fundamento, hablar concilia al que lo hace consigo mismo. Como escribir o como leer. Necesitamos expresarnos, hay una voluntad ancestral en contar y en que nos cuenten, en sentir que la realidad puede novelarse, adquirir ese rango metalingüístico. No albergo duda que las gallinas o las moscas, entre ellas, cuando las vemos y cuando no, se dicen que se quieren o que se odian o platican sobre asuntos suyos en los que no podremos entrar nunca. Los topos, los grillos, los linces o los buitres leonados tendrán también su código y su canal y hasta su tangible academia para introducir signos nuevos y retirar los que ha expoliado de su uso primigenio el tiempo, que hará su oficio en los animales como lo hace a su antojo con nosotros.


De ponerme yo a dar palique a un animal escogería al búho. Es un animal de mirada limpia, de las que no esconden nada avieso, ni turbio. Se ve venir al búho, se sabe si nos tiene afecto o si de pronto algo que hemos hecho ha contrariado su paz espiritual, si es que tal cosa es posible dentro del alma de un búho. Volvemos a la incertidumbre de si los animales poseen alma y sienten y padecen y merecen después el cielo o el infierno, por los actos que han cometido o por los que no, Si el buen Dios en su altura inmarcesible hizo el mundo y dio inteligencia al hombre por encima de la de las bestias o si no nos informó con detalle de sus planes y, en apariencia, somos los hombres (y las mujeres, no lo pongan en duda) los que reinamos sobre la tierra o lo son, en zoológica paridad, ellos, las criaturas animales y hasta ahora no se ha encontrado instrumento que elucide esta duda antigua. Caso de que no haya búho a mano, me inclino a elegir al perro. Sé de perros que procuran más afecto que seres humanos. No he tenido nunca ninguno y tengo la idea (nunca se sabe) de que no tendré. Requieren cuidados que no sabría darles y entreveo que no haré mi trabajo de dueño de un perro como debiera. De los que tienen mis amigos o de cuantos veo a la vera de quienes los cuidan, admiro su lealtad, su obediencia, su sacrificio también. 


Debe ser duro ser perro o ser búho. No digo ya gallina o, más adocenadamente, mosca, que es especie a la que no se le tiene un afecto que dure mucho en la cabeza, si es que se produce el milagro de que la penetre. 


En otro orden de cosas (o es el mismo), no es cosa de locos hablar con quien no se tiene la certeza de que nos escuche. Hay quienes, movidos por su fe o por su amor o por ambas cosas juntamente, hablan con Dios y no esperan que exista un feedback en el proceso. Como carezco de fe, aunque me sobre amor, no podré jamás entrar en consideraciones teológicas y me conformo con manejarme conmigo mismo, con mi incredulidad en materia divina o con mi absoluta convicción de que, haya o no haya Dios en los cielos, yo seguiré cargado de incertidumbres. He pensado que son ellas las que me visten cuando principia el día. Esta mañana de viernes me he levantado con la música de las gallinas del corral vecino y de mi nula intendencia en ese bastardo léxico. Es más lo que nos perdemos que lo que ganamos, seguro. No sabemos si hay gallinas (o moscas) de un humor fantástico con las que no departimos nunca o búhos que filosofan sobre la perdurabilidad del alma o grillos que conocen como nadie los secretos más íntimos de la noche. No sé el porqué, pero recuerdo ahora una línea de un libro de Cela. Debo consultar si mi desmemoria la ha modificado. Noto ahora un vientecillo dulce oreándome el alma, como decía Mrs. Cadwell, la madre doliente de Eliacim en la pluma de Camilo José Cela. 


 Ya he dejado el patio. He entrado en la casa. Qué espaciosa es, qué bien estamos en ella. Corre abril (no es cruel el mes, pese a todo) y la ventana está cerrada. Me vienen a lo lejos conversaciones que escuché ayer. Es temprano todavía para que la calle se llene de voces. Queda la satisfacción de que en ocasiones el mejor diálogo lo hacemos en soledad. No hay festejo mayor que pensar para uno mismo y no descabalgarse de lo pensado, no entrar en trifulca, ni objetar, ni meterse en matices que a veces incomodan. Pasa poco, pero a veces felizmente sucede eso que digo, que el día te reconcilia contigo mismo, te hace entender lo que muchas veces no alcanzas por más que lo razones con los otros y busques en los otros lo que tú no tienes. La gallina está pensando, la mosca está pensando, también el niño que fuma. No sabemos qué piensan los dos. Al niño, sensible, a qué dudarlo, le dolerá en el fondo de su alma que no se le haya acoplado a su materia gris un sistema lingüístico que le permita interactuar con otras especies


¿Qué pensará la gallina sobre mi vicio del tabaco?. El mundo sería más hermoso si pudiésemos contarle al jilguero o la salamanquesa que ahora estará trepando el muro del patio que no nos gustan los lunes o que anoche no bebí mucho y no me he levantado hoy resacoso. Que me duele Trump en el fondo de los huesos, que no aguanto su autoridad circense, su vanidad tenebrosa. No sé entender lo que dice, aunque todas las palabras se entreguen con claridad y la argamasa de la sintaxis sea coherente. Su discurso es de corral y estiércol. Podría manejarme con más desenvoltura si se me encomendara trabar charla con el águila calva (con su rama de olivo en sus garras) o con el severo bisonte. Habría algo en ellos que me resultaría familiar, como si ese hallazgo inverosímil adquiera de pronto una rara condición de humanidad. Hay hombres cuya humanidad no existe. Hablan con certera facundia, engolan la frases, se esmeran en que hasta exhiban un estilo robusto, pero expresan mensajes cazurros, groseros, vulgares, broncos, burdos, zafios. Ningún vientecillo dulce me orea el alma. Al estar frente al hombre sin alma (ayer escuché que alguien había matado a una niña de cinco años para causar daño a su madre) el viento es de una dureza bíblica. Y entonces miro al pájaro en la rama o a la hormiga en su caminito hacia la pipa de girasol, dejadme que me enternezca, debo. Es verlos (a la hormiga, al pájaro, a la gallina y a la mosca) y recuperar la fe en el género humano. No podemos haber salido tan malos. De verdad que no se me ocurre cómo entender la razón por la que todo esto acabó desgraciándose, cuándo invitamos a la tiniebla a que ocupase la entera extensión de la luz. Creo que ya me desahogado algo. Doy las gracias al cloqueo sublime de las gallinas y al zumbar vertiginoso de las alas de las moscas. Ellas entablan conmigo el diálogo que no encuentro con mis iguales. Las prefiero a ver al señor de marras en el jardín de su ministerio impartiendo la disciplina del miedo.  El agrimensor arancelario tiene émulos en cualquier plaza. Se emboban al comprobar su duro perfil de gárgola. 

6.4.25

Borges / Mala fe

 No podría haber “Mala fe” de no haber Borges. Me he permitido una licencia. Hasta una cita suya sirve de hilo espiritual de toda la trama.





5.4.25

Razón del canto


Para Miguel Cobo

Uno querría no importunar a la naturaleza. Ni atreverse a hacer algo que ella pueda sancionar. Cualquier tentativa que pretenda registrar su fulgor y su belleza no alcanza la locuacidad que ella misma ofrece. El que hombre le dice al pájaro que si le importa que escriba. Cualquier tentativa que anhele transcribir su ofrenda no alcanzaría la elocuencia con la que la naturaleza concurre. Ningún verso, por sublime que sea, por conmovedora o hermosa o profunda sea su restitución, rivaliza con el verso del aire cuando cimbra la fragilidad de un árbol. El árbol es el poema, su transcripción a palabras es inefable. Pero el poeta persevera en dar con la clave que imponga a la realidad la idea del árbol, la del aire combándolo, la de la tierra cortejándolo, y, sin embargo, uno no querría morir sin haber sido cántico de luz en la hondura de un bosque o pájaro ocupado en trazar un mapa de fe bajo la bóveda perfecta del alba, pero el paisaje es de la nieve y del barro y la tiniebla crece en mi boca como un ángel obsequiado de niebla. Uno querría  no saber. Hacer que cunda la ignorancia, permitir que algo de la lluvia cuando cae cale y diga por nosotros lo que no entendemos. El botín de la realidad es la conciencia de que siempre acaba y la cuerda sobre el suelo cede para que el funámbulo se precipite. Y no entendemos los motivos de la caída cuando era tan gozoso el reto al aire.  


4.4.25

Del mirar turbio

 Al mal a veces se lo jalea. Tiene más predicamento que su reverso, el bien. Lo bueno no tiene la misma consideración que lo malo, nunca la tuvo, estoy por decir que nunca la tendrá, pero quién sabe. Damos más oído al rumor que a la certeza. La verdad no cuenta, no da juego, se queda en un pequeña escaramuza, pero no entraña una aventura de verdad, una intriga, un no saber qué pasa, esa pesquisa dulce. Mientras que no escuchemos el fragor de la batalla, no hay batalla. Es solo una banda sonora. Incluso se parece a la de las películas. Dolby cinco punto uno. Pero no hace falta dramatizar al acudir a guerras y desmanes similares. Basta el trajín diario. Hay guerras pequeñitas que se libran en la calle y en la que no intervienen tanques ni gente uniformada con odio en los ojos. Por no haber, no hay ni soldados, pero que nadie dude de que caen las bombas y los muertos ocupan las zanjas. Son bombas que no hacen ruido y son muertos que no se descomponen. Todo muy arancelario, todo muy pecuniario. Es una guerra larvada, elíptica, inadvertida si no se aguza la atención, pero una vez que se está uno avisado y adiestrado, todo son bombas, todo son muertos. Leí que alguien se dedicó a grabar las imágenes de un accidente en lugar de socorrer a los accidentados. Leí que un descerebrado (qué podría ser, si no) abalanzaba su coche sobre una muchedumbre  Leí que había gente que moría en el mar sin ver ni la línea de costa. Pero leeremos que la gente no llega a fin de mes o que ni siquiera puede alcanzar la cima de una semana  


Ya nadie se turba, ni se azora, está incluso mal vista esa contención en los gestos, apenas cuenta, ni se precia. Antes era un signo de educación. Se tenía más cuanto mayor era el grado de solidaridad o de empatía, atributos de la dignidad del ser humano que no cuentan ahora como antaño, no sabe uno bien el porqué, en dónde torcimos la senda correcta, cómo permitimos esta anestesia moral que padecemos. Era un tipo de educación que se  adhería a cierta cívica manera de estar en el mundo a la que no se da ese prestigio hoy. Estamos muy hechos a contemplar el desquicio en derredor, es algo con lo que tratamos a diario y todo lo que está muy visto no asombra. Es esa condición de inmunidad la que más abunda. No nos afecta nada, no nos concierne nada. Lo peor es que nada nos conmueve. Da igual qué circunstancia se produzca y lo dramática que pueda ser: en cuanto se percibe obra la , se la convierte en material narrativo, en ficción, se le extrae su verosimilitud. Lo que hacemos es convertirnos en espectadores, casi agradecemos que no se nos cobre por asistir a esa representación. Se carece de pudor por inercia, también por cierta sobredosis icónica. La ficción, incluso la ficción más brutal, nos ha hecho considerar la realidad como una extensión suya. No vemos guerras cuando las relatan en los medios televisivos, sino escenas de película de guerra. Tenemos el ojo pervertido por la cantidad de imágenes violentas que le hemos obligado a procesar. Está corrompido el ojo, se lo come un cáncer, se atrofia, llegará un momento en que no vea, aunque reconozca los colores y el movimiento. Habrá que pensar cómo recuperar que mire limpio, sin que lo pierda la costumbre de que todo ande turbio y la mirada acabe borrosa. 

3.4.25

El camino largo

 




Creo que los poetas eluden entender la realidad. Manifiestan incógnitas, abren zanjas a las que caer, ofrecen extravíos. Como Cavafis en su célebre poema, ocultan los atajos, exhiben los caminos más largos. La travesía del poeta tiene una vocación de pérdida. El lector de poesía es un aventurero: sale al campo abierto sin brújula y sin arnés: es un valiente al que le interesa más perderse y no buscar afanosamente una salida que ir siempre bien guiado y divisar salidas al enigma, aunque prevalezca su misterio, la consistencia de su fragilidad. Probablemente la poesía nos aproxima más que ningún otro género literario a la vida. Hay una educación sentimental a la que la poesía, la alta, la limpia, la que más tozudamente nos hurga adentro, contribuye con más certero ahínco que la novela. " Un cuento no es una novela fracasada, no es la ficción que quedó sin completar". Esa apreciación la vertió Borges y la recoge la nota previa de "La lengua es fascista" (Huerga y Fierro editores, 2017) escrito por Juan Calabuig y Justo Serna, y que Juan ha querido que tenga. Las tramas novelescas emulan a la realidad, de alguna forma la duplican, la escudriñan, la abren a la busca de un significado válido que merme o cancele las incertidumbres de vivir, pero a la poesía no le interesa recrear la vida: lo que el hace es acometer el juego de intrigarla, sacrificando el cálido cobijo de la razón en beneficio del caos, de la pérdida, de la herida abierta por la que el lector muere y renace en un mismo verso. Y es verdad que los poetas renuncian a entender la vida: se pierden en la boscosa impostura del verbo, se alistan en el ejército de esa oscuridad de la que nacen después todas las luces posibles. Yo me contento al decirme a veces que no entiendo la realidad. Cómo podría. Por fortuna, se me escapa, se aleja conforme más creo arrimarme a ella. Acabo recomendando el libro al que aludo. En su lectura ando. Feliz, arremolinado de ficciones y de jardines de senderos que incansablemente se bifurcan y se bifurcan y se bifurcan... 

2.4.25

Como un abrazo de las nubes



Tomada como una contrariedad, la edad es siempre cosa de otros, no nuestra. La mía no se resiente si me la echan en cara. No es que la lleve bien, sino que ni se me ocurre llevarla mal. Lo que no tengo es conciencia de que todos esos años sean de mi propiedad. Algunos, los más antiguos, se me van descabalgando, adquieren la sustancia de la sombra, se afantasman, pero la memoria obra sus prodigios y extrae de ellos su parte hermosa, la que todavía cuenta. En realidad, no sé cuáles fueron de verdad míos. Andan algunos muy a la deriva. Como si otro los hubiese llevado encima, no yo. La felicidad es una propiedad prestada. Se tiene, se suelta, se aleja, regresa. Todo es bucle. Feliz bucle. Hasta en un solo día es posible comprobar esa montaña rusa formidable de estados de ánimo. Uno cumple años sin que intervenga la voluntad de hacerlo. Los años se persiguen, los días se acumulan. Qué jolgorio, qué precipitación de cosas, qué de alegrías y de penurias, qué bien, qué mal. No hay nada que nos distinga  de quien ayer era un día más joven. Al tiempo se le encomiendan las cosas que nosotros mismos no nos aventuramos a hacer, pero soy feliz hoy. El de ayer, festejado, fue un día bonito. Uno cumple años a veces sin percatarse de que los está cumpliendo, no sé si me explico. En esa comisión del tiempo, se congracia el espíritu con la incertidumbre, que es una forma de la felicidad. Y no saber y no querer que nos expliquen. Como una metafísica doméstica, sin pulir. Como un abrazo de las nubes. 

31.3.25

La virgen blanca

 No sé si es respeto lo que le tengo a a la página en blanco. Lo único que temo es no dar con qué ocuparla. Las muchas veces en que he franqueado ese temor (no es temor en sí, es inquietud, también sobrecogimiento y gratitud) he adquirido uno de los más placeres mayores que conozco: el de vaciarme en la escritura o el de, paradójicamente, llenarme mientras me voy desvaneciendo en ella. Al final del texto, cuando la palabra ha sido alojada en el lugar que se le ha asignado, me encuentro felizmente armónico: el aire (loco) danza en mis pulmones, la sangre brinca (loca) en mi corazón, advierto el sentido de mi existencia. 

Suelo escribir atropelladamente, no consiento que la idea a la que debo hacer salir se demore en demasía, preciso que surja. Más que nada, lo que anhelo es deshacerme de ella. 

La orfandad del que escribe se parece a la de ese mismo aire o a la de esa misma sangre. Los pulmones ejercen su trabajo estajanovista: los músculos intercostales y el diafragma se contraen, el aire entra en ellos. Escribir vendría a ser expirar, relajar esos músculos, permitir que el aire salga. El corazón es también un órgano perseverante, demos gracias a Dios por esa costumbre: cada flujo de sangre que ocupa las válvulas maniobra con ciega obediencia hasta que la arteria aorta la precipita al resto del cuerpo. Escribir vendría a ser bombear, cada palabra podría ser un latido.

 Nunca me ha intimidado una página en blanco. Bien al contrario, me ha conmovido su ofrecimiento. Quien no la ha cortejado, no tiene ni idea de lo promiscua que puede llegar a ser. Es insaciable, puede extenuarte, colmarte, hacerte sentir vivo como pocas disciplinas de los sentidos, tiene la virtud de no tener virtud alguna o, si se prefiere, se deja hacer lo que te plazca, es la lascivia pura, no sabe contentarse, querría que únicamente existieses para que te volcases sobre ella y la agasajaras sin interrupción. No es ella de adular a quien se arroga el papel de amante y la cubre con la entera extensión de su alma. Aquí el cuerpo es irrelevante, es un estorbo, no cuenta nunca. Entre tener algo que decir y decir algo está la clave para que el amante esté siempre atento a sus requerimientos. Yo creo que soy de tener algo que decir, pero a veces me he visto diciendo algo, no pensando más de la cuenta en el propósito de lo dicho. De hecho, más que decir, prefiero recurrir al verbo contar

Si el amable lector se para a pensar un momento, advertirá que esto que lee tiene un sentido, avanza hacia un lugar, deja atrás otros, hace que parezca que al autor (hola, aquí estoy) le sobrevino algo que lo urgió a escribir. Ya saben: el aire bendito en el fuelle del pecho, la sangre gloriosa yendo y viniendo por su aprendida casa. Puedo asegurar que no es así en absoluto. No hay nada a lo que aferrarme para que la escritura fluya, yo me vacíe y usted se llene. Puedo asegurar también que nada de lo que yo aquí consigne debe ser apreciado, tenido en cuenta, considerado con seriedad, admitido a compartir una estancia con otros asuntos que en alguna ocasión hayan sido relevantes y dignos de recordarse y apreciarse, tenerse en cuenta, considerarse seriamente, en fin, ustedes ya saben. A veces sucede esto que estoy contando (o diciendo, no lo tengo claro del todo): es la escritura la que impone su criterio, no algo mío que la haga comparecer y sugerirme la posibilidad de que es completa propiedad mía. Qué va a ser. En el momento en que el texto concluye, dejo de pensar en él. Si me da por concederle una lectura, es de otro de quien pienso que procede. Mi responsabilidad es casi nula. Mi labor es una intermediación entre la nada y lo que quiera que haya cuando la nada se desdice y fluye. Creo que es la segunda vez que uso el verbo fluir. De no haber flujo, no habría escritura. De no haber ciega obediencia (como la del corazón, como la del pulmón) escribir sería un acto parecido a cualquier otro, pero es un acto único, no hay otro que se le parezca. 

La primera vez que alguien escribe algo (a Borges le gustaba decir: lo impone a la realidad), quiero decir algo con intención literaria, siente una epifanía singularísima. De ser yo alguien creyente, diría que es Dios quien ha confiado su elocuencia en nosotros y ha hecho que los dedos se muevan sobre el teclado o la mano sobre la hoja. 

Ahora iba a escribir algo sobre la benefactora costumbre de manuscribir, pero temo que abriría un melón nuevo, cuando todavía estoy calando este. No creyendo, albergo la esperanza de creer algún día y recibir la noticia de los porqués de la escritura de primera mano, nunca mejor dicho (o contado o escrito, las palabras pugnan, algunas acaban logrando cierta preeminencia). Vendría Dios y me susurraría al oído: "Hola, escritor, he venido a aclararte algunas cosas, déjame que empiece por el principio". Y el principio no es la página en blanco, me diría. Ni siquiera la necesidad de expresar algo (he omitido contar, decir, escribir adrede, no sé por qué de pronto esa preferencia léxica) o de vaciarte o de llenarte. Sería un misterio el principio, un destello, una reverberación, un clic. 

No podemos saber nada de los motivos. Cualquier conclusión fiable se desvanece cuando otra más ardorosamente la reemplaza. Porque es el fuego el que dirá cuándo apremiarnos a escribir a los que escribimos. Yo mismo he sentido esta tarde su calor. Como un dios, como en un sueño, el fuego me ha hablado: "Hola, escritor, haz lo que debes, no salgas a pasear, no hables con tu mujer, no veas más televisión, abre el ordenador, busca el procesador de textos, mira la página en blanco, escribe". Antes de que nos invadieran las máquinas, el fuego pediría que se escribiese en la pared de la cueva o en la arena de la playa o en la piel. 

En el glorioso momento en que un cortesano chino llamado Ts'ai Lun pensó en abandonar el bambú y la seda y encontrar un soporte más duradero para escribir (gloria al papel, gloria eterna) el hombre intimó con los dioses, los tuteó, vio que podía crear, convidarse de lo real para transcribir lo real, empaparse de verdad para mentir con desempeño. Yo llevo años escribiendo a diario y sigo sintiendo una punzada novicia cada vez que afronto la página en blanco. No me creo un dios, pero lo soy, en cierto sentido. Cualquiera que imponga a la realidad lo que no estaba en ella lo es. Cualquiera que se arrogue esa empresa, la de escribir, es alguien que se ha desentendido de sí mismo para entenderse mejor. 

Se va del dolor a su alivio, escribí una vez. El pecho henchido, la voz tremolando en el aire o en la sangre, el corazón y los pulmones en el compromiso de cubrir su cuota de asombro. Locos. Escribir salvará de algo, supongo. Patricia Esteban Arles (estupenda escritora, léanla) imaginó que escribir es nadar a solas. Que el agua y la hoja en blanco te llevan en brazos. En volandas, añado yo, o ya lo hice, no recuerdo. 

Escribir es también una forma de hablar sin que te interrumpan. Alguien lo habrá dicho (o contado o escrito, permitidme el rizo semántico), pero cuadra ahora. Vila-Matas constata que los escritores "acaban solos y acaban mal". quién no. Bolaño decidió ser escritor "en un instante de locura total. Escribir no es normal, no creo demasiado en la escritura. 

La literatura es un ejercicio aburrido y antinatural. Los escritores no sirven para nada. La literatura no sirve para nada. La literatura se instala en el territorio de las colisiones y los desastres, en aquello que Pascal llamaba, si mal no recuerdo, el paréntesis, que es la existencia de cada individuo, rodeado antes de nada antes del principio, rodeado de nada después del final". El texto (sacado de Bolaño por sí mismo) añade que "en la literatura es casi imposible mantenerse a salvo. Todo mancha". Y lleva razón. Claro que mancha, claro que escribir no es normal, claro que sí a casi todo, pero discrepo en lo de que la literatura no tiene utilidad alguna. A mí me sirve. 

Con fortuna o sin ella, apreciando únicamente la estadística, esto es, el número de palabras que escribo al cabo del día y que me hacen declararme escritor, yo escribo para ser feliz. Me salva, me hace mejor persona, me ayuda a elevar la cumbre penosa (a veces) de los días. Todo lo que hay alrededor mío y más aprecio (mi mujer, mis hijos, mi biblioteca, mis amigos, mis discos, mis películas, mi colegio, mi cerveza) cobra sentido cuando me lo cuento en un texto. No sabría vivir si no escribiera. En el fondo, es penoso eso. Creo que se vive mejor sin que esa voluntad exista. Bastaría leer. Ni leer, si me apuran, garantiza una vida mejor, pero yo amo una página en blanco. La he amado siempre. 

Una mosca en un patio

Al ver ayer a mediodía la primera mosca en el patio, pensé en su desocupación, en el trabajo de ser mosca. Daría igual rana (vi este sábado en la desembocadura marbellí del arroyo Guadalpín unas cuantas que me fascinaron) o un volandero pájaro. Nosotros no somos de ser moscas o ranas o pájaros. Tenemos remordimientos, tenemos ese invento de la culpa alojado en las mismas meninges. Se hace uno a aplazar las cosas, y luego, al acometerlas, se tiene la impresión de que debieron hacerse en su tiempo, no después, cuando acuden las prisas y no hay apetencia ni empeño en que salgan bien, sino prisa y desgana. Cunde la apatía, también el miedo a afanarse en algo y, sobre todo, la certeza de que dará igual hacer o no hacer, empezar algo y no acabarlo o ni empezarlo siquiera, que la vida va a continuar y ese encargo no cambiará su trayectoria, ni habrá beneficio o perjuicio nuestro. Mucho de lo que nos duele proviene del hecho incontestable de que no sabemos bien lo que queremos o que, una vez querido, alojado el anhelo cierto de que será bueno lo que deseamos, su apropiación es irrelevante. Si he estado bien sin tenerlo, podría pensarse, a qué urgirme a conseguirlo. He aquí la verdadera enfermedad de estos tiempos. No hay medicamento a mano que palie sus efectos ni prevención fiable que los aleje y evite que nos contagie. Tal vez estemos hechos de esa despreocupada pasta, la de que hagan otros y yo tenga mi esparcimiento y mi disfrute sin que nadie me reclame ni apure a que corra, que es malo moverse o involucrarse y sólo trae quebranto ir y venir, cuando es mejor estarse quieto, no darse por aludido, concederse un abandono, quedarse en casa o salir a propio antojo, sin recado en que ocuparse, como una mosca en un patio. Esa apatía hace que se irrite quien está en movimiento, es cosa vista muchas veces. Quien anda trajinando, en ese vértigo, más percibe la indolencia ajena. Al gandul le parece escandalosa la brega. En todo caso, el vago se inclina a cancanear, que es en estas tierras ir de un lado a otro sin propósito, sin oficio ni beneficio, decía mi abuela. Como la mosca en el patio. En el cancaneo hay matices aristocráticos y es asunto propio de individuos a los que se les ha retirado el imperativo (la perentoriedad, la urgencia, el vamos mismo) y todo lo realizan con dulce demora, retardados y felices, suspendidos en la comisión del cumplimiento de algo, pero sin llegar a abordarlo, no sea que los violente o cause alguna afección de la que no puedan librarse y caigan en desgracia o malogren cometidos de más noble hondura a los que están (ellos no lo sabrán con certeza) impelidos, secretamente conjurados. Es época de apáticos, que es término menos lesivo que holgazán o haragán. Hay que cuidar el lenguaje, no vaya a sentirse alguien nombrado, zaherido. Quién no ha deseado el ejercicio de la zanganería. Ayer domingo, en ratos, la ejercí yo, falta hacía. Vuelvo a traer a esta consideración semántica de hoy lunes a mi querida abuela, que tenía una palabra para cada cosa y bien hermosas que esas palabras eran. La zanganería era preciosista vocablo suyo traído siempre que, estando ella en faena, descubría a quien despachaba el tráfago de las horas en despreocupada figura, confiado al albur de la nada. Pienso en ella de vez en cuando. La de cosas que se le ocurrirían si estuviera por aquí y tuviese oportunidad de ver en qué desidia de tiempos andamos. Tengo que traer más a mi abuela a este rincón cibernético. Da juego.

30.3.25

La realidad de la ficción

 A mí me gusta mucho Vila-Matas. Hasta cuando no me gusta, en esos valles de mansa medianía, me parece un escritor admirable, un urdidor de ficciones portentoso, alguien dotado de un músculo narrativo único. F.C. me dijo: es un escritor de escritores, más que de lectores.  Publica en estos días "Canon de cámara oscura". En una entrevista sostiene que anhela crear una novela sin trama, en la que se mezclen todos los géneros. Qué bien propósito. Escribir a ciegas, sin conciencia del lugar al que nos dirigimos. Porque somos dos, al menos en mi caso: el yo que no tiene necesidad alguna de leer o de escribir y el yo determinado a esas dos actividades con absoluto arrojo. Ha sucedido ya que ambas entidades (parezco un alien o un fantasma) son indistinguibles. Hace Vila-Matas artefactos metaliterarios, es decir, escribe sobre la escritura. Creo que no se precisa esa voluntad: ella irrumpe, arrima su decir ontológico. Me agrada pensar que la novela es una extensión de la vida. No creo haber sido original. Muchas de las que he leído han creado en mí la perdurable sensación de que la realidad es indistinguible de la ficción. Que ambas se anudan o se ensamblan o una se guarece en la otra y se confunden. Que sea el mismo el cuerpo inventado que el real. Los dos vez lo sean, qué sabremos de eso. Leer timonea esa pesquisa dilucidatoria. Hay días en que, si leo poco, creo que vivo menos. Y la realidad, aun vasta, queda corta, y la ficción, infinita, me asiste en gozo, me da cobijo. 



29.3.25

El día de la armonía

 Hay personas a las que nada más conocer se les concede la más alta estima. Se festeja esa concesión festiva, hasta se alardea de ella a terceros, por el placer de expresarla, sin que se busque confirmación ajena ni aplauso. Por expresar un estado del corazón. También sucede a la inversa y es el impresentable el que conoces, y callas para que no prospere el malestar que te causó. Se prefiere no caer en ese regalo, el de duplicar lo molesto, no difundiendo nada de cuanto supimos, ni dando vuelo a quien te perturbó. Es más sano hablar de la bondad, hacer alarde de los que nos agradaron, evitar en lo posible dedicar tiempo a difundir el lado dañino. Así el mal no tiene recorrido, no hacemos de transmisor de su discurso enfermo. Hasta sienta bien hablar únicamente de lo bueno. Nota uno que respira mejor. Aprecia el aire dulce. Se sonríe a lo bobo, no teniendo noticia fiable de la causa de nuestra repentina alegría, pero convencido de que le ha sido confiado una noticia preciosa, una especie de confidencia que nos enriquece.La bondad debe incluso hacernos más longevos. Damos los buenos días a los demás con agrado porque una parte de ese saludo la guardamos nosotros y nos conforta. Nos damos los buenos días a nosotros mismos.  Cedemos el paso o damos las gracias en la absoluta convicción de que somos nosotros los agasajados, los invitados al festín de las buenas maneras. De las otras nada queremos saber, no nos conciernen, se las deberían desoír, no darles ni crédito ni asiento. Cuanto más se repiten, más verdad poseen; si se omiten, cuando se silencian, se les cancela la posibilidad de que se explaye su mensaje (se viralice, dicen ahora). 

No siempre puede uno cumplir esta condición. Hay veces que nos sobrepasa la mala educación ajena, la que en ocasiones también es nuestra. Caemos en lo que criticamos, se da con infortunada frecuencia esa circunstancia no buscada, ni alentada. Cuenta la concurrencia favorable, de la que nos abastecemos, con la que se avitualla el alma. En estos tiempos de zozobra espiritual (no es religiosa mi observación) deberían prestigiarse las buenas formas. Ellas nos salvarán de la barbarie y de todas sus malas franquicias cotidianas. Ellas harán que no proliferen los odios. En ellas depositamos la esperanza, que es un trasunto de la felicidad. El día de hoy es festivo, es el día de las buenas maneras, el día de la confianza en la esperanza, que también es una extensión de la armonía. Así he querido que sea. Se emplea poco la palabra armonía. Hoy es el día de la armonía. No voy a nombrar a Trump o a Musk o a Putin o a todos los adalides de la mala educación. Si fuera únicamente eso. Hace tiempo que me he encomendado la tarea de escribir sobre lo que me gusta. Por eso ayer por la mañana, yendo al colegio, le dije buenos días a una señora mayor que se me cruzó. Ella se paró, me miró como el que mira a un hijo y sonrío como si le hubiese alegrado el día. Fue a mí a quien se lo alegró. 

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Del patio viene el declamatorio lamento de una gallina que sanciona con titubeante cloqueo la opulencia de las nubes. Nadie está contento co...