El entusiasmo
Tiene el lenguaje terrenos boscosos en los que anda uno a tientas, sin saber en qué hondura meterá el pie y si, una vez metido, recobrará el paso y sabrá cómo retomar el camino. Quien escucha, avisado o no, al tanto de las trampas de la lengua, tiene dos posibilidades: o las refuta, corrigiéndolas, o no se da por enterado y deja que el infractor prosiga su parlamento. Hay veces en que lo normal es refutar y otras en que lo normal es no darse por enterado. Quizá importe más la educación, no pecar de listo, en fin, ustedes me entienden, que exponer el error y ofrecer una corrección inmediata. No tiene nadie certezas absolutas, no hay hablantes que jamás incurran en esos accidentes semánticos o sintácticos, todos (tarde o temprano) caemos en esa desgracia lingüística. Lejos de preocuparnos tal cosa, debería sentir alegría por el dislate. Amar la propia lengua requiere también respeto y, llegado el caso, la suficiente humildad como para reconocer que hay veces en que esa lengua, por más que creamos dominarla, nos viene grande, se nos atraganta. A mi entender, al menos a lo que hoy entiendo, no cuidamos nuestro idioma, lo zaherimos, lo apartamos, le damos importancia a veces, pero otras lo repudiamos, como si fuese un lastre, no un instrumento de uso, como si pudiésemos desatender sus consignas (las debe tener, no hay manera de que nos entendamos si no las tiene) y creer que ese valentía no cobrará más tarde su peaje. Suele pasar: las palabras nos fortalecen o nos debilitan, hacen grandes planes para nosotros o se confabulan y nos enferman. La lengua es un cuerpo vivo que reclama cuidados y afectos. Hay días en que percibimos su ascendencia y días en que nada de lo que decimos o escuchamos o leemos o escribimos posee relevancia alguna. Es esa oquedad la que se abre camino. Se afianza, se expande, toma conciencia de su existencia y ocupa la realidad y la corroe o la desangela. Es bonita la idea de que lo desangelado tuvo antes ángel. No son juegos verbales, divertimentos de la mente ociosa: la realidad está mal, no tiene quien la cante, no hay nadie que tenga el cometido de abrazarla y hacer que no flaquee, ni se deteriore, ni se envilezca. Hoy el mundo está barbarizado, embrutecido: necesita metáforas, anda huérfano de épica, pide a gritos poetas. Traer poesía adonde no la hay es un acto humanitario: la poesía no mitiga el hambre, no reduce las pandemias, no evita las guerras, pero a su secreto modo hace mejores personas y somos las personas las que permitimos que otros sufran el hambre y se encarnicen en guerras. No hay arma mejor que la palabra: una vez esgrimida, izada bien alto, exhibido su extraordinario poder, todo se conduce mejor, el mundo gira más armónicamente. Fin del entusiasmo.
Lenguaje y educación
El español es un tesoro de valor incalculable. Se ha pulido a través de los siglos y ha ido, sin que se aprecie esfuerzo, corriendo con los tiempos, dejándose tocar aquí y allá con el noble fin de no quedarse atrás y de contentar, algunas veces con más fortuna, otras con menos o con ninguna, a cualquier hablante que lo esgrima para expresarse. El español es una joya de la que no presumimos lo suficiente. Duele, sin embargo, que se le ningunee en los medios de comunicación; duele que quienes lo manejan públicamente (otro asunto es el ámbito privado, ahí hagan de su capa un buen sayo) no se esmeren, no caigan en la cuenta (o no les hagan caer) de que son modelos para mucha gente, que aceptan de buen grado (sin chistar, sin dudar) lo que escuchan. Hablamos mal porque no tenemos a qué aferrarnos para poder hablar mejor. De ahí que los que nos dedicamos a enseñar estemos obligados a redoblar los esfuerzos o triplicarlos o multiplicarlos las veces necesarias para que nuestros alumnos tengan un referente fiable, un patrón limpio que usar. El lenguaje es el fundamento incuestionable de la educación: todo es lenguaje, todo se impregna de lenguaje, es el lenguaje el que conduce el resto de las áreas. Se comprenden esas áreas porque comprendemos las palabras con las que nos las explican. Entendemos el mundo, si es que es posible entenderlo, porque comprendemos las palabras con las que nos lo cuentan. Incluso nosotros mismos, caso de que nos entendamos, manejamos palabras, nos las decimos continuamente, las desplegamos, las volcamos a los demás, vivimos de las que nos dicen. Se valoran últimamente las emociones: se privilegia la educación emocional, pero el punto de partida, el sostén de esa cofre de emociones, no está forjado únicamente con gestos, con abrazos, con los sentimientos (los buenos, los nobles) con los que enseñamos, sino también con la emoción de las palabras. Son ellas las que guían, de ellas extraemos lo que nos hace mejores personas y lo que hace de nuestra sociedad un lugar más justo y también, por qué no, más hermoso.
19.4.18
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