30.4.18

Soy un sentimental léxico, soy un lexicómano tóxico


Secundípara:
adj. Aplícase a la mujer que pare por segunda vez.
Moriré sin haber pronunciado secundípara. Importa escasamente que sepa qué significa porque no tendré ocasión de usarla. Ni mendaz. Entra en lo posible que la escuche y la busque o me la expliquen, pero es improbable. Tampoco ajear: el ajeo es el chillido que da la perdiz cuando se ve acosada. Ajea uno también cual perdiz si se le embosca, cuando lo cercan. Tiene el boscoso idioma español palabras asombrosas a las que jamás acudimos, pero que están ahí, a la espera de que las pronunciemos. Luego viene el juego de la traducción, el limpio y dulce y sanador festín de las palabras.
Mi amigo K. se prendó de la palabra pusilánime, que no es retorcida ni se escapa al común de los hablantes, pero que poseía a su entender una sonancia formidable, un influjo hipnótico, un veneno maravilloso. Estuvo un día entero usándola a tutiplén. He escrito a tutiplén y he vuelto a pensar en las palabras. Parece que nos caemos al decirla. Está bien caerse en lo fonético y levantarse en lo semántico. Hay días en los que uno no piensa en lo que las palabras esconden sino en cómo se enseñan, qué traje usan para airear lo que pensamos. De hecho la palabra tutiplén no existe salvo que hagamos que la vocal “a” la anteceda.
Si nos paramos a pensar en estos matrimonios léxicos descubrimos historias fascinantes dentro del lenguaje, que es una forma de decir historias fascinantes dentro de uno mismo. Somos las palabras que decimos y también las que no decimos. No haber dicho jamás secundípara y decirla y reconocer que mi mujer lo es. Evito decir secundípara a pesar de saber qué expresa porque no es en modo alguno una palabra razonable. Lo es pájaro o incluso genocidio, pero secundípara es una marca rocambolesca del lenguaje, una de esas construcciones semánticas que ocupan un huequecito pequeño en el diccionario y que, salvo en días como hoy, no forma parte del acervo léxico de un individuo normal. Bien al contrario (es la segunda que hoy escribo bien al contrario) uno acepta secundípara en una conferencia sobre genética o en un simpósium de matronas.
Pasa lo mismo con el ajeo. Seguro que en el medio rural los asuntos de las perdices son pieza frecuente en chácharas de taberna, pero yo me voy a morir sin usarla. Quizá esa reflexión trágica sea irrelevante. Me asomo al interior de las palabras y es como si me asomase a mi propio interior. Como si estuviese hecho de palabras y el descubrimiento de alguna (ajizal, repinaldo, mozcorra, pábulo) te hiciese comprender que estás más cerca de entender la maquinaria sutilísima del cosmos, el plan celeste, la trama metafísica. Yo, al menos, cuando escucho una palabra nueva y la entiendo (es importante que no entre por un oído y salga por otro sin dejar dentro un poso) me siento más cerca de Dios.
Incluso la palabra Dios, escuchada sin anclaje cultural, desguarnecida de toda la morralla arcangélica, me parece preciosa. El amable lector habrá advertido el uso de la palabra morralla junto al adjetivo arcangèlica. Es que uno se delata a poco que se deja engolosinar por lo que escribo. Soy un sentimental léxico. En casa, hay diccionarios que ocupan baldas enteras. Se cogen con respeto. Parecen biblias paganas. Sin ellos, ni biblias habría. En clase, cuando hablo, traigo a lo que digo su reverso oscuro. Cuelo palabras que no entienden, las calzo entre las otras y espero que los peces piquen. Lo hacen invariablemente, andan siempre alerta. Están avisados, me conocen, saben en qué juegos disfruto y a cuáles los fuerzo.
Publicado (y ahora reformado) en Barra Libre, bendita ella.

22.4.18

El espejo de los sueños

No sabe uno nunca bien por qué se despierta a mitad de la noche y decide no conciliar el sueño de nuevo, levantarse y escribir. En principio, tampoco sabe sobre qué escribir, pero media hora más tarde ha hecho un poema de manera que el poema se integra en el sueño posterior y lo puebla. La realidad impregna la ficción. Lo inventado impregna lo inventado. La ficción se fagocita y se agranda y se adensa.

Leído el poema esta mañana, después de una buena ducha y un desayuno completo, no lo considero de mi autoría, no lo recuerdo incluso, está entre brumas. Es el eco del insomnio, su registro. La literatura es el volcado de ese relato onírico. Sabemos razonar todo lo que nos ocurre, le hemos puesto nombre a todas las cosas, somos los dueños de la realidad, pero no hay propiedad de los sueños, no se puede manejar la voluntad cuando los cruzamos. Es secreta su fortaleza y su reinado.

El poema, largo como pocos que yo haya escrito, acaba en el sueño, no podrá ser leído nunca, ni acabado. Tal vez regrese, quién sabe cuándo.

21.4.18

La bendita fiesta de los sentidos


De las cosas evangélicas me atrae la fastuosa inverosimilitud con la que se forjan. Sostengo, como el buen Borges, que los textos sagrados son en realidad una rama (la más distinguida tal vez) de la literatura fantástica. Deseo lo que algunos de mis alumnos más aventajados: historias. Es en la historia, en el su relato moroso o acelerado, en su cuerpo engañoso y frágil y voluble en donde está el interés. Fuera de las historias, más allá de su periferia, no hay nada. No se conforman con aprender los verbos irregulares. Prefieren que aliñes la instrucción con narraciones extraordinarias. Somos lo que escuchamos. Incluso somos lo que no escuchamos, y sabemos que nos aguarda. De todo lo visible y lo invisible, me quedo con todo lo que me haga ser feliz, acuda de donde acuda, sea lo que sea. No soy particularmente delicado en la forma en que me alimento. Aprecio las viandas exquisitas, paladeo los sabores más delicados, me deshago en alegrías cuando advierto que tengo a mano el placer y que no hay forma de que se desvanezca. Nada que no sienta otro con idéntica o mayor enjundia que la mía. Nada a lo que no sepa renunciar cuando las cosas vengan en contra. Vendrán. Hay quien se obstina en arruinarte toda esta bendita fiesta de los sentidos. Quien, al menor descuido que ofrezcamos, nos convida al miedo.


19.4.18

El don de las lenguas

El entusiasmo 
Tiene el lenguaje terrenos boscosos en los que anda uno a tientas, sin saber en qué hondura meterá el pie y si, una vez metido, recobrará el paso y sabrá cómo retomar el camino. Quien escucha, avisado o no, al tanto de las trampas de la lengua, tiene dos posibilidades: o las refuta, corrigiéndolas, o no se da por enterado y deja que el infractor prosiga su parlamento. Hay veces en que lo normal es refutar y otras en que lo normal es no darse por enterado. Quizá importe más la educación, no pecar de listo, en fin, ustedes me entienden, que exponer el error y ofrecer una corrección inmediata. No tiene nadie certezas absolutas, no hay hablantes que jamás incurran en esos accidentes semánticos o sintácticos, todos (tarde o temprano) caemos en esa desgracia lingüística. Lejos de preocuparnos tal cosa, debería sentir alegría por el dislate. Amar la propia lengua requiere también respeto y, llegado el caso, la suficiente humildad como para reconocer que hay veces en que esa lengua, por más que creamos dominarla, nos viene grande, se nos atraganta. A mi entender, al menos a lo que hoy entiendo, no cuidamos nuestro idioma, lo zaherimos, lo apartamos, le damos importancia a veces, pero otras lo repudiamos, como si fuese un lastre, no un instrumento de uso, como si pudiésemos desatender sus consignas (las debe tener, no hay manera de que nos entendamos si no las tiene) y creer que ese valentía no cobrará más tarde su peaje. Suele pasar: las palabras nos fortalecen o nos debilitan, hacen grandes planes para nosotros o se confabulan y nos enferman. La lengua es un cuerpo vivo que reclama cuidados y afectos. Hay días en que percibimos su ascendencia y días en que nada de lo que decimos o escuchamos o leemos o escribimos posee relevancia alguna. Es esa oquedad la que se abre camino. Se afianza, se expande, toma conciencia de su existencia y ocupa la realidad y la corroe o la desangela. Es bonita la idea de que lo desangelado tuvo antes ángel. No son juegos verbales, divertimentos de la mente ociosa: la realidad está mal, no tiene quien la cante, no hay nadie que tenga el cometido de abrazarla y hacer que no flaquee, ni se deteriore, ni se envilezca. Hoy el mundo está barbarizado, embrutecido: necesita metáforas, anda huérfano de épica, pide a gritos poetas. Traer poesía adonde no la hay es un acto humanitario: la poesía no mitiga el hambre, no reduce las pandemias, no evita las guerras, pero a su secreto modo hace mejores personas y somos las personas las que permitimos que otros sufran el hambre y se encarnicen en guerras. No hay arma mejor que la palabra: una vez esgrimida, izada bien alto, exhibido su extraordinario poder, todo se conduce mejor, el mundo gira más armónicamente. Fin del entusiasmo.


Lenguaje y educación
El español es un tesoro de valor incalculable. Se ha pulido a través de los siglos y ha ido, sin que se aprecie esfuerzo, corriendo con los tiempos, dejándose tocar aquí y allá con el noble fin de no quedarse atrás y de contentar, algunas veces con más fortuna, otras con menos o con ninguna, a cualquier hablante que lo esgrima para expresarse. El español es una joya de la que no presumimos lo suficiente. Duele, sin embargo, que se le ningunee en los medios de comunicación; duele que quienes lo manejan públicamente (otro asunto es el ámbito privado, ahí hagan de su capa un buen sayo) no se esmeren, no caigan en la cuenta (o no les hagan caer) de que son modelos para mucha gente, que aceptan de buen grado (sin chistar, sin dudar) lo que escuchan. Hablamos mal porque no tenemos a qué aferrarnos para poder hablar mejor. De ahí que los que nos dedicamos a enseñar estemos obligados a redoblar los esfuerzos o triplicarlos o multiplicarlos las veces necesarias para que nuestros alumnos tengan un referente fiable, un patrón limpio que usar. El lenguaje es el fundamento incuestionable de la educación: todo es lenguaje, todo se impregna de lenguaje, es el lenguaje el que conduce el resto de las áreas. Se comprenden esas áreas porque comprendemos las palabras con las que nos las explican. Entendemos el mundo, si es que es posible entenderlo, porque comprendemos las palabras con las que nos lo cuentan. Incluso nosotros mismos, caso de que nos entendamos, manejamos palabras, nos las decimos continuamente, las desplegamos, las volcamos a los demás, vivimos de las que nos dicen. Se valoran últimamente las emociones: se privilegia la educación emocional, pero el punto de partida, el sostén de esa cofre de emociones, no está forjado únicamente con gestos, con abrazos, con los sentimientos (los buenos, los nobles) con los que enseñamos, sino también con la emoción de las palabras. Son ellas las que guían, de ellas extraemos lo que nos hace mejores personas y lo que hace de nuestra sociedad un lugar más justo y también, por qué no, más hermoso.




18.4.18

Ser o no ser







Hay sitios de los que uno no puede salir, por más que lo desee. Incluso cabe la posibilidad de que no haya obstáculo que lo impida o que nadie se percate. Lo que hace irrealizable ese deseo es la propia voluntad. La cosa funciona más o menos así: el hombre que se está poniendo de pie en el público no ha ido a escuchar la obra. Le da lo mismo que el actor sea eminente o que la pifie garrafalmente. No tiene necesidad de saber qué obra se representa y, por supuesto, no entra en su consideración conocer cómo acaba.. La única certeza que de verdad maneja es la del actor, en el escenario, ocupado en la restitución de un monólogo y él, el espectador, libre para ir al camerino en donde la esposa del intérprete se prepara para salir a escena también, poco más tarde.  Lo hermoso del amor no es en ocasiones el ardor que produce. El enamorado no se plantea bajarse los pantalones y hacer un rápido juego de riñones mientras el marido declama "ah cielos, ah altas torres del infortunio, las afrentas al alma, que sufre los golpes y las flechas y la adversidad le oprime el corazón y lo zarandea como un junco al que el septentrión se aplicara implacable y sin piedad lo volteas". Quiere ver a su amor, representar un papel en otro escenario, descubrir si su noble y osado acto compensa. 


Yo a quien compadezco es al marido, entregado a su oficio, animado a que las palabras golpeen las conciencias, hagan que los ojos se entenebrezcan y aflore la criatura delicada que el hombre tutela adentro. Al actor se le encomienda que extraiga estas delicadas y maravillosas manifestaciones de la ternura. No importa que el texto sea débil o que, solo siendo leído, no arranque todas esas ocurrencias del espíritu. Solo hace falta que alguien se las crea, se las crea sin fisuras. Que las haga suyas y las airee con el más absoluto de los afectos. Entonces se produce uno de los mejores marcadores de lo que es ser un hombre o una mujer: el aturdimiento ante la belleza, la debilidad en presencia del arte. Pero ah pícaros del corazón, ah grandes amantes de la Historia: basta que alguien aprenda estos sencillos protocolos y los use a beneficio suyo. Y lo asombroso, lo que perdura al pasar de los tiempos, es que el escenario sea un territorio sagrado al modo en que lo sería el altar de una iglesia y que el actor que representa su papel no esté representando papel alguno sino que en ese momento la realidad es lo que declama y la ficción es el público, lo que delante se extiende y sale a la calle y bordea la extensión misma del teatro y ocupa todas las calles, los campos que rodean la ciudad y los campos mismos, en su entera extensión, inacabable y dura. Solo es verdad lo que yo digo. Lo otro, incluso que alguien esté cortejando a mi esposa, que está en el camerino, acicalándose para desempeñar su papel en la obra, convencida de que la conciencia nos hace cobardes a todos o que, vistas con distancia, las historias, sí son de amor, son eternas. Lubitsch conocía el amor bien y las puertas por las que entra y por las que sale. 


15.4.18

Cuando no tenga presente / Conrado Castilla Rubio / La poesía de la verdad





Uno tiene la ridícula idea de que la poesía puede explicarse, hacer que se entienda, tener la pretensión de que hablar sobre ella anime a leerla. Lo poético es lo inefable. En todo caso, la poesía es la verdad de otro. La de Conrado Castilla es una verdad privada, no canjeable por ninguna ajena y, sin embargo, leyéndola, se tiene la impresión de que cuanto se nos va contando lo hemos vivido, ha sido propiedad nuestra. Una de las virtudes de la poesía de este libro es precisamente ésa: la de ofrecernos una invitación a pasear con su autor (hay calles en abundancia, hay paseos en verano o en otoño, hay gente que va y viene y saluda) e incurrir en el vicio antiguo de mirar de verdad las cosas que nos circundan. Se hace poco eso de mirar adrede, no tenemos la paciencia, ni quizá la sensibilidad, estamos perdiendo muchas cosas: nos estamos acostumbrando a ver en lugar de mirar. La poesía de Conrado, de un modo sencillo y mágico, escudriña la realidad, la amarra con firmeza y luego, una vez que la ha retenido, la deja ir, no se inmiscuye en lo que haga después, no posee interés en encontrar la narrativa de su porvenir, no la recluye, ni la fuerza. Es una poesía limpia, despreocupada, cercana y fácil, pero hay hondura en esa facilidad que se desprende de su vocabulario asequible. Haber leído mucho hace que a veces escribamos con un estilo desnudo en apariencia, seco en ocasiones. Hay ecos de Baudelaire (La puerta del sueño) y de Machado (Si no salen bien los sueños). 

Cuando no tenga presente, el tercer libro de poesía de Conrado Castilla, tras Tres esquinas y una más (Ayuntamiento de Lucena) y Del tiempo que va y viene (Ediciones Moreno Mejías, Sevilla), es a mi parecer el más íntimo. La elección de las palabras no es fortuita ni precipitada: se adecuan cartesianamente al propósito que las eligió de entre tantas. La maraña de sombras, las que vienen en el pack primerizo, en el de serie, las aparta la luz de esa semántica preclara. De hecho es un libro feliz el de Conrado. La oscuridad fluye siempre adentro, no descansa, prosigue su trabajo ancestral, pero la indumentaria con la que la presenta es numinosa. Gana la luz a poco que uno entra en la trama de los poemas. Los hilvana la bendita duda de no saber a qué vinimos a este mundo, los impregna la bendita certeza de que el mundo se ofrece siempre a beneficio nuestro. El relato ofrecido es una especie de paseo vivencial del que no se sale ileso: no hay buen libro de poesía al que uno acceda que no te perturbe, del que no extraigas un modo supletorio al tuyo en lo concerniente a la vida. 

Hay muchas vidas en estos poemas. Está la vida urbana, ocupada de calles y de rostros, en permanente fuga o en permanente cercanía. Está la experiencia de la naturaleza, la del mar siempre invitado al festín de las palabras, la del campo en el que el poeta creció y al que vuelve como quien regresa a la casa de la infancia. Está el tiempo, su vértigo, su fiebre, la percepción íntima de que va y viene, como la luz cuando circunvala las sombras. Está, en sólida evidencia, el hombre, el que se declara poeta y se inviste de los dones de la poesía y la venera y la roza con delicadeza y con temor a que su afecto la hiera o la vulnere. Tienen estos poemas esa pulcritud de lo amoroso. Se diría, en ocasiones, que podría haber ido más lejos, no hacerse quedado en cierta periferia de las cosas, pero todo es adrede, él se cuida de no enredarse inútil o huecamente en las palabras, de ahí que no se precipite y no espese la trama de lo contado. Lo ofrece con sencillez, brilla esa sencillez, se hace cálida conforme uno se adentra en los poemas y cree, a medida que los cruza, que están siendo contados para nosotros, que nos los están recitando en voz baja, como si no hubiese más lectores y fuésemos sus únicos y privilegiados destinatarios. 

Tener a Conrado como amigo hace que uno lea de otra manera, llegue más lejos, vea entre líneas, descubra matices que no se exhiben a las claras y que hay que arañar para extraer del fondo. A veces, al leer, creo escuchar su voz recitando los versos. Se entiende bien que Conrado haya escrito este libro y no otro. Tal vez no podía escribir otro. Todos los poetas tienen su vocabulario favorito. Acuden a él, se abastecen de las palabras y de las imágenes que las palabras esconden. Aquí hay calles, abundancia lírica de calles. Hay tardes enormes que huelen a iglesia y a hogar (Acordes de la calle). Hay lluvia vista desde un retrovisor (Tras la lluvia) o desde la misma memoria de los días, uno de mis poemas favoritos. Está, además, la poesía que habla de sí misma: hay poemas que hablan de poemas, versos que se buscan y se entrelazan, imágenes limpias y poderosas que nos incumben a todos. Lo que Conrado Castilla cuenta (aunque sean poemas, hay una voluntad narrativa) es la fragilidad de lo vivido, el presente tomado con la intensidad de quien lo sabe fugaz y huidizo (El hoy) o amorosamente inclinado a sublimar la belleza de las antiguas tardes de domingo, las de las películas en blanco y negro de la niñez que todavía es fábula de fuentes, como dijo Lorca (Retazos de otoño). En Proemio, el poema que abre el libro, dice ir el poeta a las palabras. Hay un deseo de viaje hacia la literatura. Las palabras van y vienen, como el tiempo, se llevan los recuerdos y los traen de vuelta. En realidad el tiempo, su latido, su medida, lo ocupa todo. 

El material sensible que registra Cuando no tenga presente es cálido y es cercano: son paisajes de la memoria, semblanzas despojadas de imposturas o de arabescos en donde discurre la luz; el valor de la amistad (Andando por la calle) o de la vida (A mi padre, otro de los que me han gustado mucho); el fulgor del secreto de los días (Cuando salga el sol...); el mar real o el mar representado, el vivido en el presente o el recobrado (Marina); el otoño, que es un leivmotiv, al igual que la lluvia o las tardes, que si son de domingo tienen mayor nombradía y se aprestan más al juego poético; la siesta juntamente con la soledad (Mi calle en verano); las ventanas desde donde mirar y registrar lo mirado, para lo que vale un cuaderno azul o una brizna de memoria de la que después se puedan extraer las palabras, las palabras como una foto-fija, como un sueño.

Ojalá vengan más libros, siempre son una fiesta los libros. Los de poesía se desean más. Se lee poca poesía, se escribe poca poesía, aunque haya quien se obstine en decir que se lee cada vez más y se escribe muchísima. Seguimos siendo unos raros los que escribimos poesía. Conrado es un raro a su manera, uno de esos raros que hablan con conocimiento y que escriben con el placer  de quien respeta mucho ese trabajo. 

adenda:
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Su blog, donde vuelca su trabajo diario es La luna del hereje. Recuerdo con mucho agrado la tarde en su casa (hará diez años, tal vez más)  en  la que se animó a montarlo y la dificultad de encontrarle el título que más le agradaba. 








Pintar las ideas, soñar el humo

  Soñé anoche con la cabeza calva de Foucault elevándose entre las otras cabezas en una muchedumbre a las puertas de una especie de estadio ...