24.1.18

El hilo invisible


                                                           Fotografía: Elliot Irwitt


Uno peca por desconocimiento, las más de las veces. La mayoría de las veces no se peca adrede, no interviene la voluntad de esa delincuencia del espíritu: son los otros los que nos explican la falta que cometimos, no quien la hace, no el que atenta contra los preceptos de la moral o las leyes de la iglesia. Es más fácil pecar en domingo, que es cuando el creyente va más obligadamente a misa y cuando se expone con mayor riesgo a que le reprendan o a que se le exhorte a que confiese sus distracciones espirituales o sus perversiones más íntimas. El acto de contarle a un perfecto desconocido lo que consideras que hiciste mal denota un entusiasta desprendimiento, una disciplinada creencia en la bondad de las personas. Creer que esa persona es el medio por el cual se vale Dios para perdonar tus excesos es una especie de licencia poética. Siempre pensé que podría arrimarse el mismo Dios y escuchar lo que le confío. Que un extraño sirva de intermediario sólo añade una posibilidad de difusión. Mi pecado lo conoce otro, mi pecado no es una cosa ya enteramente mía. Si he obrado de mala fe (suele decirse así) o he cometido alguna acción contraria a las leyes divinas o las de los hombres, uno podría sincerarse con un amigo o con un familiar, alguien a quien aprecie o de quien espere un buen consejo o un consuelo. El hilo invisible que une al sacerdote con la divinidad es sustancialmente otro al que me une a mí con ella, podría pensarse. Todo ello en el caso de que exista ese hilo u otro de más arduo procesamiento: el de si existe la divinidad. Un amigo mío, al que veo poco o casi nada, decía que no tenía conciencia alguna de que pecaba hasta que pisaba una iglesia. Era ahí en donde se le venía abajo la felicidad (ilusoria y frágil) que había creído tener de lunes a sábado. Éramos jóvenes entonces y ya empezábamos a contarnos las cosas del mundo a nuestra inocente manera. Se nos ocurría invitar a Dios a la charla, nos ocupábamos muy seriamente de su presencia, ya fuese para abrazarlo (era una opción) o de repudiarlo (era otra, tal vez más aplaudida o aceptada). Todos somos teólogos y no se precisa el concurso de la fe para ejercer dicho cargo.

A Borges le fascinaba esa voluntad mística. También a Chesterton, que recuerde ahora. La ciencia (decía el bueno de Chesterton) es como una suma: es exacta o es falsa, no existe un término medio que podamos usar, ni propósito al que pueda servir. La fe, bien al contrario, no trabaja con la verdad o con su reverso: se limita a persuadir o a convencer y luego hace el resto del trabajo hasta que toda el ser persuadido o convencido cree de un modo infatigable, ajeno al decaimiento, sólido como una viga de hierro que creciese voluntariosamente hasta el mismísimo cielo. Chesterton decía de si mismo lo que yo estaría más que dispuesto a decir de mí ahora mismo, si me lo pidieran: soy una persona falible, soy de una simpleza rayana en la estupidez. No hay otra manera de manejar estos asuntos si no con la humildad del que no sabe o con el respeto del que, por mucho que crea saber, reconoce que no sabe nada aún todavía. Admiro a quien se confiesa en la certeza de que hay un hilo invisible que se iza mágicamente a las alturas inmarcesibles y que Dios lo escucha a través de las orejas de un señor que, circunspecto y cariacontecido, imagino, se apresta a ser el depósito de todo ese mal recién vertido, como si fuese un desagüe emocional, una especie de sumidero del alma. Hay cosas que no entiendo, de las que tal vez debiera no hablar o no hacerlo sin dejar antes claro que se está al margen o que sólo se refiere uno a ellas de oídas, sin que exista un vínculo, sin que hayamos sido llamados a comparecer, ni a hacer comentario alguno. Pero sin embargo está uno decidido a no estarse quieto y basta ver al párroco atender a su feligresía para que vengan a la memoria las charlas de la juventud, cuando Dios era una autoridad y se hablaba con reparo de sus cosas. No hay palabra que haya peor usada que Dios, no ha tenido casi nadie prudencia a la hora de mencionarla, se ha tomado (con el dolor de los fieles) su nombre en vano. No son ésas las cosas en las que ahora deseo pensar. Sólo he pensado en Borges y en Chesterton y en ese amigo que decía que la misa era una cosa de domingos, siempre que te trajearas bien (no siempre es así, en eso no estoy de acuerdo enteramente con él) y que llevaras un buen manojo de pecados con los que participar en el festín del espíritu. Siempre hay alguno del que informar, siempre está el alma al borde de precipitarse en el caos, siempre hay un infierno que nos invita a que visitemos sus estancias.

No hay comentarios:

Del desorden y la herida / Una novela de nuestro tiempo

  1 A la literatura hay que ponerle obstáculos, zancadillas sintácticas y morales , traiciones semánticas y anímicas. La literatura merece e...