28.1.18

Uno mismo



Uno tiene de sí mismo menos conocimiento de lo que parece. Se maneja bien o no se maneja bien en absoluto, pero suele carecer de certezas de las que valerse para garantizar un proceder u otro. Cree saber qué hacer, exhibe cierta compostura y hasta, en ocasiones, se comporta con aplomo, hace que las cosas discurran a su entero beneficio y conoce la manera de apartarse de las que no le convienen. No sirve lo hecho hoy para lo que concurrirá mañana. De hecho lo único verdaderamente fiable es que tendrá que improvisar ante las novedades para tener propiedad sobre ellas y actuar eficazmente cuando acudan de nuevo. Pero los días se esmeran en ponernos a prueba, no hay ninguno en donde todo sea calco del anterior o de cualquiera vivido pretéritamente. Es el azar el autor de la trama de la novela que somos. Él maneja los paisajes y la música, pone y quita los personajes principales y secundarios eventual o duraderamente presentes en ese argumento. Se está tan en vilo, es tan frágil la trabazón de las cosas que merece poco o nada la pena creer que hemos llegado a algún sitio o que hemos alcanzado un punto idóneo de seguridad personal y de confianza en nosotros mismos. A veces se tiene la sensación, nunca refrendada, de que conocemos mejor a los demás. Tal vez sea cierto. Se ven con más perspectiva y hondura esas cosas si se coloca uno lejos de ellas, sin interferir en demasía. Por eso no es fácil ese conocimiento personal. Porque estamos dentro y se requiere una cierta distancia para poder observar sin estorbo emocional, sin que se malogre la visión por un excesivo interés en que sea enteramente satisfactoria. Por otra parte, no tener ni idea de cómo responderá uno a lo que buenamente ocurra es maravilloso. Es como ser otro siendo quien se es, sin renunciar a lo ya ganado, a toda la experiencia que tenemos, a la memoria amasada y al olvido sacrificado. Tiene su parte buena (excelente a veces) y su mala esa ignorancia. Falta quizá una pedagogía que nos ayude a trasegar con estas circunstancias. Falta un asidero fiable, no uno que nos asiente al suelo, sino uno que nos haga comprender (y aceptar) la invariable movilidad del suelo.

26.1.18

Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía...



En los Estados Unidos de Trump existe una antigua celebración libresca consistente en elegir qué libros deberían prohibirse. Lo que hacen es consensuar los que no son convenientes por las causas que fuesen. Listar esas causas, argumentar los motivos de la censura, no entra en ninguna de sus actividades: se limitan a censar el mal, en avisar, en poner un lazo rojo bien visible sobre las obras irreverentes o promiscuas o revolucionarias. En estos tiempos de neopuritanismo me extraña que no hayan empezado por aquí a prohibir libros. El modo en que están sucediendo las cosas induce a pensar que esa cruzada empezará pronto. Dirán que son dañinos de un modo u otro, que envilecen a la mujer o hablan desvergonzadamente de Dios (de cualquiera de los muchos disponibles). Hoy en día sería complicado que un libro como Lolita adquiriese renombre o que las instituciones se embarcaran en la empresa de festejar su existencia al modo en que lo hacen cuando otras novelas cumplen años y las escuelas se emperran (a veces abusivamente) en declarar lo importantes que son y lo que nos perdemos si no las abrimos. Lo que hizo Nabokov, en esencia, contarnos las venturas y desventuras de un pedófilo vertidas por él mismo con exquisita sutileza, en la que Humbert Humbert (el depravado en cuestión, por decirlo hirientemente) explica cómo se enamoró de una muchacha que todavía no poseía la edad del consentimiento sexual (nínfula las llamaba) y de cómo lo enloqueció y le hizo descender al más terrible de los desánimos. Los doce años de Dolores serían ahora un obstáculo enorme, insalvable tal vez. Nabokov, el pobre, sería visto mal, peor de lo que fue visto entonces, en 1955. Habría (imagino) grupos de opinión que la rechazarían sin ambages, considerando que no es lectura sana o que su difusión rebajaría la moralidad (la escasa que quede, a decir de ellos) de la ciudadanía, por la que se debe velar y cuidar de que libros como ese no caiga en sus manos. Lolita es una obra maestra de la literatura, una explosión de belleza y de sensualidad, un paseo por el lado oscuro, un descenso (otro) al infierno que cada uno lleva adentro. Porque todos tenemos uno. Los libros, los buenos, hacen bien en evidenciar que ese infierno existe y, agazapado, espera el momento de ofrecerse y perturbarnos. Qué delicia poder sentirnos zarandeados, desplazados de nuestro punto de confort, conducidos a otro, uno seguramente menos fiable, más cercano al vértigo, pero es el vértigo el que hace que el mundo gire, es el asombro puro, es (déjenme, me estoy emocionando) la literatura que sangra la que nos hace mejores, la que nos derriba y nos pone nuevamente en pie. La ambición puede ser también de índole sensual: uno puede desear ser sensible hasta que el alma se le agrieta de placer. Eso (algo parecido a eso) vivió H.H., el personaje inmortal de Nabokov, pero era literatura, era la ficción que se imponía a lo real. El problema, a mi entender, es no saber qué es ficción y qué no o cuando la realidad deja de existir y toma su lugar la ficción, dicho de otra manera. Se tardará en entender que una persona que escriba es una persona y un escritor y no siempre tendrán que ir ambos de la mano. La América puritana de los cincuenta no publicó Lolita. Cuatro editoriales le cerraron el paso o no se lo abrieron, no sé. Fue una pequeña editorial francesa la que se atrevió. Años después fue un libro de éxito discreto hasta que Kubrick la llevó al cine en 1962. Más el libro que la película, Lolita es un triunfo absoluto de la libertad. No porque se recree en lo turbio de la historia que se cuenta, sino porque el tema en sí, lo escabroso de su trama, se eleva por encima de la sociedad y cuestiona al lector (al atrevido lector de entones, al de ahora) la posibilidad de que el amor (ese amor enfermo que Humbert Humbert pide que entendamos a cada momento, en casi cada fragmento, como si estuviera exculpándose o mendigando un perdón que no sabe si merece) triunfe también. Esa ola de puritanismo es mala, es mala de verdad. Hará mal y costará borrar la costra de falsa rectitud con la que ensuciará las líneas de las novelas y las imágenes de las películas.

25.1.18

Todas esas piedras en los bolsillos


Hoy San Google saca a pasear a Virginia Woolf. Este jueves hubiese cumplido 136 años, fíjense qué edad más increíble. o qué festejo más absurdo. Juan M. me dijo una vez que Virginia Woolf era la escritora que se había metido en un río con piedras en los bolsillos y ya no había salido. No debiéramos saber nada de los escritores que leemos, ni de los actores y actrices que vemos en las pantallas. Puede suceder que algo de sus vidas nos incomode o incluso todas sus vidas enteras. Mi admirado Louis-Ferdinand Céline parece que fue tan mala persona como buen escritor. Borges, en ocasiones, con su habitual escasa fortuna en las declaraciones políticas, se dejó querer por ciertos extremismos (anhelaba un anarquismo inteligente, sostenía que la democracia era un abuso de la estadística). Ahora fustigan a Woody Allen. Unos dicen que humilló y violó y todas esas cosas terribles y otros que nada se sostiene, que todo lo urde Mia Farrow, por puro odio. Hasta el ayuntamiento de Oviedo se plantea (otra iniciativa precipitada y absurda) retirar la estatua del maestro que ocupa una de sus más concurridas calles. Deberíamos acercarnos al arte sin mirar a quien lo vuelca. No saber que Virginia Woolf se tiró al río para no volver a salir jamás o que Mishima se hizo el harakiri o que Poe fue un pobre hombre, comido por la absenta y por la indigencia. Nada de eso es importante. Deberíamos oír la música como el que escucha cantar a los pájaros al romper el día, sin deseo ni necesidad de conocer qué melodía ejecutan, si pertenece a un género o si el autor la hizo en su juventud o cuando ya coronaba la edad postrera. Se nos educa para que estemos al tanto de todas esas biografías. Forma parte del negocio, es un requisito indispensable de la cultura, qué sé yo. Se lee a Woolf con la idea de que acabó hundida en el río. No sabemos qué fue de las piedras. Yo me quedo con Mrs. Dalloway y lo que le pasó aquel largo y aprovechado día. Estaba un poco loca, pero era adorable.

24.1.18

Polvo en el viento


En una conversación casual, cuál no lo es, escucho (leo más bien) que se escribe mejor desde la serenidad. Lo dice alguien a quien leo habitualmente, alguien que escribe y lo hace admirablemente, a mi entender de lector. No he tenido yo la mesura de la que habla o la he tenido a trozos, sin que el aprecio que pueda tenerle la convenciera para que se me acercase con más frecuencia y se dejase querer o me iluminase (inspirase) para que escribir (lo que hago a diario, algo con lo que de verdad disfruto mucho o sufro mucho, según con qué o cuándo) fuese una actividad que dominara más, con la que me pudiera expresar mejor o agradara más a quien, también casualmente, viene por aquí o por mis libros y permite que le cuente algo y se deje contar. El hecho de escribir es una transgresión, un dejar constancia de algo que no debiera ser registrado. No sé qué falta hace que yo ahora, cerca de la cena, después de un día de verdad ajetreado por unas cosas y por otras, me siente, abra el editor del blog y haga esto y no otra cosa, no sé, ordenar los libros (algunos hay que no están donde debieran) o preparar en calma la cena, mientras mi mujer acaba de corregir unos cuadernos. Nunca supe explicar los porqués, por más que me haya esforzado en comprender qué me mueve a hilvanar y deshilvanar. Tengo un par de amigos (Antonio, José Antonio) con los que hablo de libros y de escrituras. Los dos me animan, cada uno a su manera: me dicen cosas que me fuerzan a continuar, puede ser cierto. Lo que me ha hecho pensar es eso de que se escribe mejor desde la serenidad. Tal vez es vivir de lo que estamos hablando. Que escribir es una circunstancia añadida a la vida, no una extensión de ella, sino un aditamento, un extra fácilmente reducible o aplazable o eliminable también. Lo de escribir (vuelvo a ese leivmotiv mío) no cansa, no produce fatiga: yo escribo como respiro, lo cual no expresa nada de la calidad del aire que se inspira o del que se evacúa cuando ha llegado a donde debe, sin dejar ningún resquicio del cuerpo atendido. Escribo porque llevo treinta años largos haciéndolo a diario. Está la costumbre, está la inercia, está la cabeza exigiendo su cuota diaria de texto. El día en que no escribo me siento como el que corre a diario o el que se administra su ración de alcohol o de nicotina o de telenovelas en la sobremesa. Cada uno gobierna su rutina. Ella parece que va a lo suyo, pero somos nosotros los que la guiamos hacia un lado o hacia otro. La mía es igual de exótica o de sencilla que la de los demás, no hay ningún motivo para que yo piense distinta cosa. No he tenido nada que otros no hayan tenido, no he hecho nada que otros no hayan hecho, no he sentido nada que otros no hayan hecho. En algún momento en que he sospechado que no soy igual que los demás me he conminado a retirar esa certeza de inmediato. A K. le fascina que ocupe mi cabeza en estas liviandades, puesto que son eso, cosas de una futilidad absoluta, polvo en el viento, como cantaban Kansas, qué buen grupo, aunque los recordemos por esa pieza, qué gran pieza, qué buenos recuerdos me trae.

El hilo invisible


                                                           Fotografía: Elliot Irwitt


Uno peca por desconocimiento, las más de las veces. La mayoría de las veces no se peca adrede, no interviene la voluntad de esa delincuencia del espíritu: son los otros los que nos explican la falta que cometimos, no quien la hace, no el que atenta contra los preceptos de la moral o las leyes de la iglesia. Es más fácil pecar en domingo, que es cuando el creyente va más obligadamente a misa y cuando se expone con mayor riesgo a que le reprendan o a que se le exhorte a que confiese sus distracciones espirituales o sus perversiones más íntimas. El acto de contarle a un perfecto desconocido lo que consideras que hiciste mal denota un entusiasta desprendimiento, una disciplinada creencia en la bondad de las personas. Creer que esa persona es el medio por el cual se vale Dios para perdonar tus excesos es una especie de licencia poética. Siempre pensé que podría arrimarse el mismo Dios y escuchar lo que le confío. Que un extraño sirva de intermediario sólo añade una posibilidad de difusión. Mi pecado lo conoce otro, mi pecado no es una cosa ya enteramente mía. Si he obrado de mala fe (suele decirse así) o he cometido alguna acción contraria a las leyes divinas o las de los hombres, uno podría sincerarse con un amigo o con un familiar, alguien a quien aprecie o de quien espere un buen consejo o un consuelo. El hilo invisible que une al sacerdote con la divinidad es sustancialmente otro al que me une a mí con ella, podría pensarse. Todo ello en el caso de que exista ese hilo u otro de más arduo procesamiento: el de si existe la divinidad. Un amigo mío, al que veo poco o casi nada, decía que no tenía conciencia alguna de que pecaba hasta que pisaba una iglesia. Era ahí en donde se le venía abajo la felicidad (ilusoria y frágil) que había creído tener de lunes a sábado. Éramos jóvenes entonces y ya empezábamos a contarnos las cosas del mundo a nuestra inocente manera. Se nos ocurría invitar a Dios a la charla, nos ocupábamos muy seriamente de su presencia, ya fuese para abrazarlo (era una opción) o de repudiarlo (era otra, tal vez más aplaudida o aceptada). Todos somos teólogos y no se precisa el concurso de la fe para ejercer dicho cargo.

A Borges le fascinaba esa voluntad mística. También a Chesterton, que recuerde ahora. La ciencia (decía el bueno de Chesterton) es como una suma: es exacta o es falsa, no existe un término medio que podamos usar, ni propósito al que pueda servir. La fe, bien al contrario, no trabaja con la verdad o con su reverso: se limita a persuadir o a convencer y luego hace el resto del trabajo hasta que toda el ser persuadido o convencido cree de un modo infatigable, ajeno al decaimiento, sólido como una viga de hierro que creciese voluntariosamente hasta el mismísimo cielo. Chesterton decía de si mismo lo que yo estaría más que dispuesto a decir de mí ahora mismo, si me lo pidieran: soy una persona falible, soy de una simpleza rayana en la estupidez. No hay otra manera de manejar estos asuntos si no con la humildad del que no sabe o con el respeto del que, por mucho que crea saber, reconoce que no sabe nada aún todavía. Admiro a quien se confiesa en la certeza de que hay un hilo invisible que se iza mágicamente a las alturas inmarcesibles y que Dios lo escucha a través de las orejas de un señor que, circunspecto y cariacontecido, imagino, se apresta a ser el depósito de todo ese mal recién vertido, como si fuese un desagüe emocional, una especie de sumidero del alma. Hay cosas que no entiendo, de las que tal vez debiera no hablar o no hacerlo sin dejar antes claro que se está al margen o que sólo se refiere uno a ellas de oídas, sin que exista un vínculo, sin que hayamos sido llamados a comparecer, ni a hacer comentario alguno. Pero sin embargo está uno decidido a no estarse quieto y basta ver al párroco atender a su feligresía para que vengan a la memoria las charlas de la juventud, cuando Dios era una autoridad y se hablaba con reparo de sus cosas. No hay palabra que haya peor usada que Dios, no ha tenido casi nadie prudencia a la hora de mencionarla, se ha tomado (con el dolor de los fieles) su nombre en vano. No son ésas las cosas en las que ahora deseo pensar. Sólo he pensado en Borges y en Chesterton y en ese amigo que decía que la misa era una cosa de domingos, siempre que te trajearas bien (no siempre es así, en eso no estoy de acuerdo enteramente con él) y que llevaras un buen manojo de pecados con los que participar en el festín del espíritu. Siempre hay alguno del que informar, siempre está el alma al borde de precipitarse en el caos, siempre hay un infierno que nos invita a que visitemos sus estancias.

22.1.18

Una historia de la belleza




‘Vista del canal de la Giudecca con las Zatere’ (1757-1758)
Francesco Guardi


El Arte produce una epifanía inmediata. No sé quién escribió que estamos hechos para admirar la belleza, aunque no esté uno versado en qué consiste, ni posea los instrumentos con que la cultura nos fortalece y hace que apreciamos con más hondura esa revelación. Se admira un cuadro en la creencia de que cada pincelada tiene un propósito. Incluso el hecho de que no lo tenga, en el hipotético caso de que el autor campe a su aire y desoiga el canon y pinte como si fuese cada cuadro el primer cuadro, existe un propósito. En la vista del canal de Guardi lo hay de un modo nítido. Lo de menos es que se catalogue dentro de la pintura veneciana dieciochesca, pensada para que ciertos clientes ingleses la adquiriesen. Este paisajismo está orientado a restituir la profundidad del canal, su aspiración a integrarse en el horizonte y a arrastrar en su dinámica los edificios colindantes y la población diseminada de barcas. Nada de lo que seamos sobre el vedutismo (ese modo de pintar tan de Venecia en el que Guardi es un maestro) hará que disfrutemos el cuadro con menos entusiasmo que el avisado, quien sabe algo o lo sabe todo sobre las maneras y las influencias. A veces, cuando paseo un museo, siento esa orfandad, la de no tener a mi alcance la literatura de la pintura. Uno de mis anhelos sacrificados es el de haber estudiado Arte, no por ganarme con él el sueldo, sino por pasear los museos y sentir las obras de otro modo. Algo parecido me sucede cuando piso una catedral o una de esas iglesias imponentes. Aspiro la fe, la noto, creo en ella de un modo precario y frágil, pero no tengo todos los instrumentos, no sé lo que un creyente siente cuando se arrodilla y reza en ese espacio maravilloso que visito como el turista inglés visitaba Venecia en el XVIII y se llevaba a casa un cuadro de Guardi o de Canaletto. Para ellos la "Vista del canal" es un souvenir, una postal, una especie de evidencia de que estuvieron allí con la que entablar más tarde animadas charlas en el té con pastas de sus recargados saloncitos victorianos. Podemos vivir sin cultura y trasegar con felicidad nuestro paso por la tierra, pero la cultura nos pertrecha de vida también, una vida paralela o supletoria o canjeable a capricho por la vida fehaciente, por la de verdad, por la que puede prescindir de pintura y de fe, pero ay, qué felicidad más completa sería si uno pudiese estar atravesado por la sensibilidad suficiente como para permitir que la belleza lo traspasara y ahondara y calara de manera que todo respirase luz y nos tocara la gracia del entendimiento. También se transitan esos caminos en la orfandad, vacíos de nombres y de corrientes y de historia, porosos, sí, pero apartados de la cálida exposición a ella. 

20.1.18

Amor propio



La de ayer fue una tarde que no se pareció a ninguna otra reciente, nada tuvo de ellas. La ocupé viendo cine en casa. No se hacen esas cosas, se dejan para la noche, cuando se clausura el vértigo del día y uno se concede ciertas licencias, la de dedicarse a uno mismo o la de no pensar en nada de lo que hizo durante la jornada y esmerarse (en lo que se pueda) en desconectar, en dejar que otros nos cuenten las cosas y no ser nosotros quienes lo hacemos o en no permitir que nada sea contado. En parte, se trata de eso: de contar o de que nos cuenten o que ninguna de esas situaciones suceda . Hay ocasiones en que se prefiere no hacer esfuerzo alguno o hacer los mínimos. Importaba escasamente con qué amenizar la tarde: era más la sensación (fiable y gozosa) de disponer despreocupadamente de ella. No tuvo desfallecimientos, caídas de tensión espiritual: discurrió con absoluta parsimonia, como si el artero a veces engranaje de las horas no me comprometiese a nada laborioso, como si el tiempo obrara a entero favor mío y yo lo guiara y tuviera propiedad de su antojadizo mecanismo de funciona miento. No siempre es así, ni las tengo conmigo para esperanzarme en que ese dispendio emocional me tomase en consideración y pudiera, en adelante, exigirle un futuro trato favorable y duradero. Vi It, la puesta de largo de la espléndida novela de Stephen King, novela por la que siento una debilidad antigua. Me satisfizo y me enfadó a partes iguales. Pagué una deuda que tenía conmigo mismo. Ahora estoy pagando alegremente otra. He paseado el centro de Córdoba, he ido solo, escoltado por jazz en mis cascos y en mi cabeza. Billie Holiday se me ha confesado en diez o doce canciones perfectas. Luego he comprado el libro de una amiga (Las madres negras, Patricia Esteban Erlés, Galaxia Gutenberg) y ahora escribo mientras bebo una cerveza y fumo en una terraza animada. Estoy siendo hospitalario conmigo mismo. Me estoy ocupando de mí. No porque los muy amados míos no lo hagan, sino por amor propio, por egoísmo puro, porque ahora no tengo a nadie más a mano o porque nadie tal vez comprenda de qué va la trama de las cosas. Ni yo pretendo aclararla.

18.1.18

Una sinfonía de pájaros en la cabeza


                                                        Ilustración: Roger Olmos

Se tiene, en general, una mala percepción de los pájaros. Tal vez su volandería los empareja con la fantasía y  suele decirse que se tiene la cabeza llena de ellos cuando alguien incurre en desatinos, se explaya en razonamientos de poco sustento con lo real o, más sencillamente, manifiesta el proceder clásico de los locos, que vienen a ser todos los que acabaron escapándose de la realidad y ocupando una enteramente suya. Donde los locos pueden concurrir también los atolondrados, los imprudentes, los aturdidos, los que, por acabar, exhiben maneras imprevisibles. Lo que funciona en este mundo es la previsibilidad. Importa saber qué va a hacer el otro, por dónde va a tirar. Todo lo demás es desconcierto, son pájaros. Pero todos los pájaros están en la cabeza. Igual que las casas o que las ideas o que los paisajes. Es ahí en donde se construye la trama, es en la cabeza en donde una voz nos conduce por uno o por otro camino. Que uno sea equivocado y otro no es aleatorio. En ocasiones tienen nombradía los pájaros. Gente que tienen muchos en su cabeza resultan encantadores o suscitan el unánime elogio ajeno. El arte es una extensión de esa proliferación excéntrica en la cabeza. Quienes la tienen bien asentada, libre de perturbaciones, por completo exenta de las peregrinas ocurrencias de la imaginación, no se envalentonan jamás, no se adentran en lo oscuro, no se cuentan el mundo a su manera, no escriben poemas, no esculpen el barro, no dibujan ni pintan, no se suben a un escenario, no componen boleros o valses o piezas de bebop, no hacen películas, no cogen una cámara y observan la realidad, por si la realidad se muestra diferente, por si deja de ser previsible y hace lo que no se espera, por si los pájaros (en bandada, locamente) la atraviesan y la llenan de batir furioso de alas. Hay un momento en la vida en que uno se plantea dejar que vuelen. Es ahí cuando nos convertimos en creadores. Todos lo somos de una manera u otra. No hay nadie que no tenga una sinfonía de pájaros en la cabeza. Sólo se trata de abrirla y permitir que salgan.

17.1.18

El elefante ha salido a pasear




                                                               Ilustración: Roger Olmos


A veces las casas no sirven, ninguna de sus virtudes valen, nada para lo que fueron hechas cubre o satisface a quien las habita, lo que se aprecia en ellas queda en un plano menor, irrelevante. Hay casas que engrandecen a sus moradores. Otras los hacen pequeños, los aturden. Todas, a su secreta manera, se incrustan en sus dueños. Unas, con más fortuna, se convierten en una extensión de ellos mismos de modo que las agasajan, las invisten de una majestuosidad privada, no siempre exhibible, pero plena para ellos. Son casas que invitan a mirarlas con esmero, advirtiendo la qué hay de único en ellas. Casas que se miman y cuidan con dulces atenciones o  canjeables por otras sin que se pierda nada en el trasvase. No son casas de gente con la posibilidad de llenarlas de objetos, sino casas con objetos exclusivos, de los que en ocasiones no compra el dinero. Casas en las que hay música cuando las visitas o en las que un libro de poesía romántica inglesa está antojadizamente dejado sobre un sillón o en las que se respira la vida que se desprende de todas las palabras que se han dicho bajo su amoroso techo. Lo otro, la previsible sección de casas huérfanas de estas sutilezas, son casas también, cómo no, pero sirven para lo que sirven todas: dan cobijo, permiten que tengamos en ellas nuestros enseres y nos ocultan cuando la realidad nos cansa o nos perturba. Quizá lo milagroso sea que la casa esté dentro de nuestra cabeza. Que sea la cabeza la que nos cobije y la que nos dé conforte espiritual cuando esa realidad se obstina en contrariarnos, en apartarnos de la senda que marcamos como la idílica. Es la cabeza la que debe ser cuidada y mimada y tratada con todo el protocolo y el tacto y el amor del que dispongamos. En cierto modo, ninguna casa es nada del otro mundo, ni siquiera la idónea, la que más convincentemente ha respondido a todas las expectativas que pusimos en ellas cuando la adquirimos o a la que más tiempo y esfuerzo le hemos dedicado mientras vivimos en ella. En cualquier momento podemos mudarnos a otra, abandonar sin dolor todos esos objetos con los que la vestimos y que, de alguna manera, pensamos que la harían más cálida o más nuestra. Nada hay nuestro. La única propiedad fiable es el cuerpo, él es el punto de partida y el de destino. De ahí que el elefante de Roger Olmos haya optado por salir de la residencia que le inventaron. Él era más grande que su cárcel. Hay quien es un elefante y no lo sabe. Ignora que su casa le coarta y le aísla. No ha comprendido que la vida de afuera es también un lugar en el que vivir, una casa en la que festejar la propiedad del tiempo. Al final somos únicamente eso, tiempo. 

(He descubierto a Roger Olmos gracias a Francisco Espinar. Agradecido)

14.1.18

Útero


Hay noches de una oscuridad que acoge. Cuanto más negras son, más abrazan, mayor es el vértigo con el que nos seducen.

(No es la mejor foto la que hice, pero es oscura y todo lo improvisado e imperfecto que tiene hace que parezca más mía y más se alía con las palabras)


13.1.18

La música de las estrellas





En tiempos de aflicción, la física no me consolará de mi ignorancia moral. Pero la moral me consolará siempre de no saber física.

Blaise Pascal 




Pascal dejó escrito que es sacerdote quien quiera serlo. Nada hay más sencillo ni de más sencilla satisfacción. Uno habla de Dios y juega en cierto modo a serlo. Se confiere a sí mismo la capacidad de la elocuencia y se arropa con la oratoria del que se sabe a salvo de que le pillen en un desliz. Los deslices, en materia teológica, únicamente sirven para prorrogar la conversación, pero nunca para derribarla. Por otro lado está Jacob Barnett, que es un niño de doce años al que el azar o la conjunción de muchos azares le premió con una inteligencia sobrenatural. El tal Barnett trabaja en esa tierna edad en un laboratorio de Astrofísica. Lo que buscan en los laboratorios de Astrofísica es lo mismo que buscaba Pascal: indagar en lo etéreo, hurgar en las tripas del universo por si en una de esas incursiones olisquean el perfume de Dios o descubrir la naturaleza de su existencia. 

En cuanto a mí, analfabeto cuántico, me sigue pareciendo más coherente la invitación de Pascal. Prefiero el verbo del sacerdote antes que los números del físico. En las palabras, en ese juego de contrarios que se enlazan, es en donde está Dios. Es también en las palabras en donde Dios no está. Somos religiosos o dejamos de serlo por la posibilidad de fantasear con lo que no conocemos. Uno fantasea con el Big Bang o con el milagro de los panes y los peces, cree estar lo suficientemente abastecido de razones como para explayarse horas en metafísicas de andar por casa, pero mira siempre con esceptismo al que trata de encontrar fórmulas para explicarlo todo. Recelo del analista de datos, del que echa mano de los logaritmos y resume el vuelo de un vencejo en una ecuación, pero por otra parte recuerdo haber leído esta semana a Lobo Antunes algo sobre la importancia de amar la ciencia y escribir desde esa perspectiva, que él escribe por provenir de ella, por haberla tenido cerca y apreciarla. 

No siendo yo creyente ni habiendo asomo de que lo sea, albergo la esperanza de que los que creen y los que no lo hacemos nunca entremos a gresca por lo que sentimos, pero veo a diario escarceos, amagos de bronca, lances en los que unos pretenden convencer a otros de que no merece la pena la ignorancia en la que viven. Y si fuera sólo eso, es decir, los escarceos, los amagos de algo, las pequeñas discusiones de bar alrededor de los santos y de los pecadores, pero los pueblos se aniquilan por la fe que profesan, se exterminan, reducen a escombros los altos edificios de la civilización que han construido durante siglos. Y las guerras de este mundo, las que nos proveen los telediarios, las guerras de los demás, digo, son guerras de gente abonada a una creencia, dispuestos a matar y a morir por ella. No hace falta consignar aquí el inventario infame de trifulcas de las que hablo. Están en primera plana, en todos los informativos de televisión y en todo gobierno con vergüenza que se precie, pero ay, no siempre se frenan, y en ocasiones (las más) dejan que estas guerras concluyan solas (si concluyen, claro), salvo que haya petróleo debajo de los cadáveres. Entonces sí que sacan los misiles y los ejércitos y sitian al enemigo y lo aplastan.

Por eso da miedo que un niñato (niño iba a escribir) de doce años (listo el muchacho, qué quieren que les diga, pero mocoso todavía) tenga los arrestos científicos de dar con el secreto, de revelar los arcanos, de decir al mundo que han encontrado al fin a Dios y que el Altísimo, el Dios de los libros y de las homilías, el Dios plenipotenciario y benigno o el Dios Terrible de los Terremotos y del Apocalipsis, no es lo que creíamos o, caso peor, es eso que pensábamos de un modo asombrosamente cierto. Da miedo la verdad, da miedo la ciencia, por eso me rodeo de metáforas: ése es el motivo por el que busco en los textos sobre religión historias que me ilustren en lo mío y me hagan comprender a Pascal y a Barnett, al Bob Dylan convertido en un soldado de Cristo y al ateo de turno, que los hay por todas partes y dejan de pronto de contribuir a las estadísticas de la Iglesia y se exhiben sin pudor y cuentan su falta de fe como hasta ahora han escuchado en cientos de ocasiones la abundancia de fe en los demás. En eso, nada que recriminarles, por supuesto. Uno dice lo que viene en gana sobre lo que es en realidad. De hecho, alrededor, en tropel, hay quienes se enseñan y enarbolan, no dudo que orgullosamente, la bandera de su causa. De eso, de causas, estamos abastecidos. La de la ciencia y la fe es un litigio antiguo, no creo que nada nuevo haga que se concilien las dos posturas. En realidad, bien mirado, no creo que sean dos, será una, seguro que es una. El Big Bang es el poema en crecimiento. Que sea anónimo o tenga autor clasificable no es la cuestión principal. 

10.1.18

Los viejos


Sin el bigote pintado y el gran puro, borrada la sonrisa burlona, Groucho Marx no es Groucho Marx o no, al menos, el que recordamos por las películas. No es el galán zarrapastroso ni el ocurrente. En realidad no he conocido otro que haya ametrallado más frases memorables, salvo (tal vez) Woody Allen. Da igual que se desajusten y no exista contexto al que arrimarlas. Valen sin considerar a quién se las decimos e incluso valen al margen de la conversación en la que las colemos. Del bueno de Groucho guardamos siempre escenas antológicas en blanco y negro. Atesoramos diálogos que no precisan que se memoricen. Ni siquiera hace falta que impostemos la voz e imitemos la del doblista al que le encomendaron borrar la voz de Marx y darle la suya. Escuché la original en su día, viendo de nuevo Un día en las carreras y tardé en hacerme con las inflexiones nuevas, no importa, un vicio adquirido, un mal hábito: mi cabeza negaba la fonética intrusa y pedía la de mentira, la que nos vendieron. Nada grave, creo. A lo que mi cabeza se ha negado es a mirar al Groucho Marx fotografiado por Richard Avedon a pocos años de su muerte.

El estrago de los años se fija en su mirada, en cómo los ojos no miran, en la forma en que no interrogan nada sino que dejan correr las preguntas. Al mirar, uno establece siempre un diálogo con lo mirado, salvo que no haya intención y el espectáculo que se abre ante nosotros no nos emocione ni nos turbe. Imagino que la memoria salva ese apatía óptica. Seguro que el bueno de Groucho es capaz de perderse en los laberintos de su memoria y extraer aquello en lo que fue un genio, uno de esos individuos sublimes que hacen cosas sublimes y procuran a los demás vidas más felices. La mía le debe a este anciano más de lo que ahora soy capaz de registrar en este texto.

A los ancianos se les debe siempre mucho, ese viene a ser el depósito sentimental último de esta entrada. Vi a Groucho y pensé en todos los ancianos del mundo, no en ninguno en particular, no en mi padre, que lo es de un modo extremo ahora, sino en todos, en la idea de ancianidad. Les debemos la existencia del infinito pasado. Nuestro es el infinito futuro. Quienes estamos a medio camino de la ruta, obrada ya una buena parte y ofrecida otra, habiéndole dado la vuelta al jamón, como dice mi amigo Calixto, contemplamos la vejez como un asunto que exige el mayor de los respetos. Quizá sería una buena obra conseguir que los más jóvenes entendieran el valor de la vejez, la deuda adquirida con quienes edificaron el mundo tal como lo vemos. Y si la mirada se pierde y se desmorona a poco de salir de los ojos hay que guiarla y entender (en todo caso) que la vida vivida adentro ha sido asombrosa, enorme, conducida a golpe de júbilos y de miserias, de amor y de tristeza. Pienso en mi padre de nuevo, en Pepe, que trabajó a tiempo completo toda su vida, estajanovista y heroicamente, como mi suegro, como tantos entonces. Pienso en Gabriel, en casi todo igual a mi padre, salvo en no poder disfrutar de quien ya no está y a quien tanto echamos en falta. Perdonen que el tramo final de esta historia haya incurrido en estos asuntos domésticos. Esta noche, si me animo (ha sido un miércoles atareado) me pondré una de los hermanos Marx. Duran hora y media escasa. No hay forma de ir a la cama que ahora rivalice con esa. Buenas noches.


Las frases que dijo, que no siempre las que escribió

* El matrimonio es una gran institución. Por supuesto, si te gusta vivir en una institución.
* La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un  diagnostico falso y aplicar después los remedios equivocados.
* Es mejor estar callado y parecer tonto que hablar y despejar las dudas definitivamente.
* Bebo para hacer interesantes a las demás personas.
* Solo hay una forma de saber si un hombre es honesto: preguntárselo. Si entonces responde "Sí", ten la certeza de que es un corrupto.
* Estaba con esa mujer porque me recuerda a tí ... sus ojos, su cara, su risa...De hecho, me recuerda a tí más que tú.
* ¿Servicio de habitaciones? Mándenme una habitación mas grande.
* La política no hace extraños compañeros de cama. El matrimonio sí.
* El secreto del éxito es la honestidad. Si puedes evitarla, está hecho.
* Soy tan viejo que recuerdo a Doris Day antes de que fuera virgen.
* Fuera del perro, un libro es probablemente el mejor amigo del hombre, y dentro del perro probablemente esta demasiado oscuro para leer.
* No puedo decir que no estoy en desacuerdo contigo.
* Detrás de cada gran hombre hay una gran mujer. Y detrás de aquella, esta su esposa.
* El matrimonio es la principal causa de divorcio.
* Lo malo del amor es que muchos lo confunden con la gastritis y, cuando se han curado de la indisposición, se encuentran con que se han casado.
* Disculpen si les llamo caballeros, pero es que no los conozco muy bien.
* ¿Pagar la cuenta?... ¡Qué costumbre tan absurda!
* Debo confesar que nací a una edad muy temprana.
* Nunca entraría a formar parte de un club en el que admitieran como socios a tipos como yo
* No puedo decir que no estoy en desacuerdo contigo. 
* Nunca olvido una cara, pero en su caso haré una excepción.
* Nunca voy a ver películas donde el pecho del héroe es mayor que el de la heroína. 
* Me casé por el juzgado. Siempre pensé después que debería haber pedido un jurado. 
* Partiendo de la nada he llegado a alcanzar las más altas cimas de la miseria.
* Es usted la mujer más bella que he visto en mi vida... lo cual no dice mucho en mi favor. 
* Hasta luego cariño... ¡Caramba!, la cuenta de la cena es carísima... ¡Es un escándalo!... ¡Yo que tú no la pagaría! 
* Señorita... envíe un ramo de rosas rojas y escriba "Te quiero" al dorso de la cuenta. 
* El verdadero amor sólo se presenta una vez en la vida... y luego ya no hay quien se lo quite de encima. 
* No piense mal de mí, señorita. Mi interés por usted es puramente sexual. 
* Está loca por mí. ¡Qué mujer no lo está! Yo sé que va usted a preguntarme cuál es mi secreto... ¡Voto al diablo que sois osado! El  secreto es no darles a entender que se las quiere. No ir nunca tras ellas. Que ellas vayan detrás de ti. Hay que avivar el cariño del amor con el abanico de la indiferencia...
* Oh! Nunca podré olvidar el día que me casé con aquella mujer... Me tiraron pildoras vitamínicas en vez de arroz. 
* ¿Quiere usted casarse conmigo? ¿Es usted rica? Conteste primero a la segunda pregunta. 
* -¿Por qué y cómo ha llegado usted a tener veinte hijos en su matrimonio? - Amo a mi marido. - A mí también me gusta mucho mi puro, pero de vez en cuando me lo saco de la boca. 
* M. Dumont: Dime Wolfie, cariño, ¿tendremos una casa maravillosa? Groucho: Por supuesto, ¿no estarás pensando en mudarte, verdad? M. Dumont: No, pero temo que cuando llevemos un tiempo casados, una hermosa joven aparezca en tu vida y te olvides de mí. Groucho: No seas tonta, te escribiré dos veces por semana. 
* ¿Me lavaría un par de calcetines? (...) Es mi forma de decirle que la amo, nada más. 
* ¡Hasta un niño de cinco años sería capaz de entender esto!... Rápido, busque a un niño de cinco años. 
* Él puede parecer un idiota y actuar como un idiota, pero no se deje usted engañar, es realmente un idiota. 
* No permitiré injusticias ni juego sucio, pero, si se pilla a alguien practicando la corrupción sin que yo reciba una comisión, lo pondremos contra la pared... ¡Y daremos la orden de disparar! 
* ¡Cavar trincheras! ¡Con nuestros hombres cayendo como moscas! No tenemos tiempo para cavar trincheras. Las tendremos que comprar prefabricadas. 
* Chico: Un coche y un chófer cuestan demasiado. He vendido mi coche. Groucho: ¡Qué tontería! En su lugar, yo hubiera vendido el chófer y me hubiera quedado con el coche. Chico: No puede ser. Necesito el chófer para que me lleve al trabajo por la mañana. Groucho: Pero, ¿cómo va a llevarle si no tiene coche?. Chico: No necesita llevarme. No tengo trabajo. 
* Recordad que estamos luchando por el honor de esa mujer, lo que probablemente es más de lo que ella hizo nunca por sí misma.
*¿A quién va usted a creer, a mí o a sus propios ojos?" 
* Conozco a centenares de maridos que serían felices de volver al hogar si no hubiese una esposa esperándoles. 
* Creo que la televisión es muy educativa. Cuando alguien la enciende siempre acabo leyendo un libro.
* Durante mis años formativos en el colchón, me entregué a profundas  cavilaciones sobre el problema del insomnio. Al comprender que pronto no quedarían ovejas que contar para todos, intento el experimento de contar porciones de oveja en lugar del animal entero." 
* En las fiestas no te sientes jamás; puede sentarse a tu lado alguien que no te guste. 
* Es una tontería mirar debajo de la cama. Si tu mujer tiene una visita, lo más probable es que la esconda en el armario. Conozco a un hombre que se encontró con tanta gente en el armario que tuvo que divorciarse únicamente para conseguir donde colgar la ropa." 
* Estos son mis principios. Si no te gustan tengo otros.
* Hace tiempo conviví casi dos años con una mujer hasta descubrir que sus gustos eran exactamente como los míos: los dos estábamos locos por las chicas.
* Hay muchas cosas en la vida más importantes que el dinero. ¡Pero cuestan tanto! 
* He disfrutado mucho con esta obra de teatro, especialmente en el descanso.
* He pasado la mejor noche de mi vida, pero no ha sido esta.
* Hijo mío, la felicidad está hecha de pequeñas cosas: un pequeño yate, una pequeña mansión, una pequeña fortuna… 
* Camarero, hoy no tengo tiempo para almorzar. Traiga directamente la cuenta. 
* La próxima vez que lo vea, recuérdeme no saludarlo.
* Mi madre adoraba a los niños. De hecho hubiera dado cualquier cosa porque yo lo fuera. 
* No estoy seguro de cómo me convertí en comediante o actor cómico. Tal vez no lo sea. En cualquier caso me he ganado la vida muy bien durante una serie de años haciéndome pasar por uno de ellos. 
* O este hombre ha muerto o se ha parado mi reloj. 
* Paren el mundo que me bajo. 
* Pienso que todo el mundo debería creer en algo. Yo creo que voy a seguir bebiendo. 
* ¿Por qué dicen amor cuando quieren decir sexo?. 
* Que le den el 10% de mis cenizas a mi promotor artístico. 
* ¿Qué haría si pudiera volver a vivir toda su vida? Probar más posiciones. 
* Soldado: "General, ¿no se da cuenta de que estamos disparando a nuestros hombres?",General Groucho: "Tome un Dolar y guarde el secreto".





5.1.18

El oro, el incienso, la mirra...


Carezco de fe por lo que no puedo considerar la navidad como una festividad espiritual. Manejo con comodidad la efusión ajena, me emociona y aprecio la liturgia de los creyentes y disfruto con moderación la ornamentación bíblica, el portal, el árbol, los villancicos y la generosidad con la que abrazamos y besamos a los cercanos, justo a los que no abrazamos ni besamos en otras ocasiones, por cierto. pero no son (hace que dejaron de serlo, si es que alguna vez calaron en mí y fueron algo relevante) nada que eche de menos, ningún festejo mío. Sé que me pierdo lo que otros tienen para ellos, sé también que mi incredulidad hace que flaquee cualquier pequeño atisbo de acercamiento a Dios. Todo eso es porque carezco de fe. Hay quien la tiene y no alardea de ella. Yo tampoco alardeo de esa carencia mía, no es algo ni bueno ni malo, sucede y constato que es así, sin más. No soy el único, no soy el apartado singular, hay una más que visible escisión entre lo divino y lo pagano, de modo que el personal descreído coloniza la fiesta del que cree y más parece que celebremos la sublimación absoluta de los apetitos que el nacimiento de Jesús, sustancia narrativa primordial, por otro lado. Debe sentir consternación el que crea seria y apasionadamente y observe esta colonización bastarda, esta ocupación ilegítima. Consternación que no mengua, sino que prospera, se afianza en las casas, en las calles, en la propaganda de la sociedad del bienestar, que no es más ni menos navideña, que se apropia de lo que le conviene por el bien mayor, por la preservación del sistema de compra y venta, no es otra cosa, es el negocio, son las finanzas, es el dinero presidiendo todos los desfiles. Queda un resquicio de esperanza, supongo; siempre hay una puerta por la que entrar y un refugio en el que guarecerse. El que acabo de ver, en mi pueblo, en Lucena, es el infantil, el de todos los niños y toda su bendita inocencia admirando a sus Reyes Magos por las calles, en la creencia de que esta noche entrarán en sus casas y les concederán todos los deseos que anhelaron. En el otro lado, no habiendo felicidad completa, lamenta uno que no haya deseos concedidos para todos los niños, no tendremos la satisfacción de que este mundo esté bien hecho y, al menos esta noche, sea un mundo de luz y de magia. Mañana finalizarán los festejos, los religiosos y los paganos, los que alumbra la fe y los que maquina el dinero. Al final todo es extensión suya, es el dinero el que escribe casi todos los guiones. Quizá por eso interese preservar una pizca de esa fe y sentir todo lo bueno que tenga y hacer que los demás compartan esa bondad y la extiendan, cada cual como pueda o como mejor le cuadre. Lo de ser cristiano se podrá practicar durante todo el año, estajanovistamente si se desea, sin que un calendario marque que se haga con mayor empeño, sin que se sospeche que todo volverá a su anodina normalidad cuando la navidad expire (lo hará en breve) y tengamos que esperar un año (largo a veces su decurso) para que incendie de amor y de armonía nuevamente nuestras almas. Una pena que ese fuego sólo prenda a veces cuando El Corte Inglés nos recuerda que podemos sacar nuestras tarjetas y darles uso en sus establecimientos. Consuela que las tradiciones subsistan, aunque uno no las siga. No hace falta creer en algo para que nos llegue adentro. No se precisa la fe para desear que la navidad (lo que la navidad invita a hacer) no acabe cuando guardamos en el trastero el portal de Belén y el frondoso y hoy agasajado árbol.

Pintar las ideas, soñar el humo

  Soñé anoche con la cabeza calva de Foucault elevándose entre las otras cabezas en una muchedumbre a las puertas de una especie de estadio ...