3.8.17

Una pequeña historia del teatro Apollo de Harlem



                                                               Fotografía: Franck Bohbot


En la noche del 21 de noviembre de 1934 una joven de dieciséis años llegó al Apollo con la esperanza de que la contrataran como bailarina. Hasta pocos años antes, el Apollo había sido el club nocturno de blancos, pero los arrendatarios, una pareja de judíos, vieron la pujanza de la música negra y decidieron meter aquellos ritmos endemoniados en el escenario. Entusiasmada por abrirse camino en el mundo del espectáculo, pero no muy convencida de su nivel,  entró en pánico, reculó y decidió no salir al escenario, a pesar de que el gerente ya la había anunciado. Obligada, se envalentonó y afrontó el marrón. Lo que hizo no fue bailar, sino cantar. Se embolsó 25 dólares y la atención de Benny Carter, un coloso del jazz de entonces. Primero fue esa joven que no quiso bailar, luego vinieron cientos. Fueron las Amateur Night Shows. El locutor, con fanfarria fonética, repetía cada noche que el Apollo era el lugar donde nacen las estrellas y se crean las leyendas. Ella Fitzgerald fue la primera. Agradecemos que se lanzase a cantar en lugar de contornearse y mover los brazos y las piernas. Las Edwards Sisters, que tenían el favor del público, bailaban justo antes que ella y debió sentirse derrotada. La orquesta de Chick Webb, el mejor swing de la época, la fichó poco después  y comenzaron a hacer bolos por la costa este. Lo demás es historia de la música popular del siglo XX. El jazz, el blues, el rhythm and blues o el soul contaron con este templo para no decaer y disponer de nuevas estrellas con las que afianzar el género. Aparte de Ella, aquí empezaron Stevie Wonder, Billie Holiday, Diana Ross, Aretha Franklin, Jimi Hendrix, Marvin Gaye o Michael Jackson y tocaron James Brown, Miles Davis, Charlie Parker, B.B. King, Sarah Vaughan, Louis Armstrong, Thelonius Monk o John Coltrane. Hay decenas de discos grabados en directo bajo su techo. En casa tengo el de James Brown y el de B.B. King.




                                                             Fotografías: Herman Leonard

Esta es una de las fotos del jazz que más me gusta, habiendo otras en las que se escenifiqué mucho mejor todo lo que el jazz significa. Duke Ellington está absolutamente embelesado y Ella hace lo que sabía: cantar como si sólo hiciera eso en el mundo. Al fondo creo que anda Benny Goodman. En la cara de ambos hay admiración pura, esa rendición ante el talento. No cambia esa expresión de arrobo intenso cuando la actuación acaba y la estrella (lo era de un modo rutilante en esos últimos años de los cuarenta) se sienta con el maestro y come algo. Fue la más grande. Es posible que Billie Holiday, de no haber sido más cabeza loca, le hubiese puesto en peligro el trono, pero eso nunca podremos saberlo. Las dos son las reinas del jazz. Nadie sedujo así, nadie llegó tan lejos.


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 Leve tumulto el de la sangre, aunque dure una vida entera su tráfago invisible.