3.7.17

La vida de las novelas

No se deberían contar las cosas a los que nos cuentan las cosas de los demás o las suyas íntimas. Hay una sospecha, incluso mientras van desgranando lo que te preocupa o lo que te alegra, de que todo va a ser difundido, de que nada quedará en la intimidad de la confidencia. O se puede airear una trama secundaria o una falsa, vestida de verdad sin embargo, que en apariencia, sin que se hurgue en demasía, evidencia solidez, da un aire compacto, de vida sobrevenida y aceptada. 

Quizá escribir dé un plus de eficacia a la hora de imponer esa falsedad al relato de la cosas: hacer ver que uno hizo cosas que no estuvieron jamás a nuestro alcance, prender en el otro la sensación de que está asistiendo a una representación fidedigna de una existencia completa, tal vez más completa que la suya propia, de más empaque, de mayor peso o envergadura. 

En literatura se ofrece toda esta materia impuesta. El escritor, el que hace las ficciones, produce mentiras útiles; a él se le permite que se extravíe, que escore la nave de la razón al puerto que considere más idóneo para que la narración no decaiga. Lo difícil es que el buen narrador luego no se deje llevar y conduzca su vida, la diaria, la del trato con los otros, con ese desparpajo literario, contando las cosas a los que nos cuentan las de los demás a sabiendas de que ese texto acabará también fragmentado, roto a conveniencia del que escuche, saqueado por su voluntad de narrarlo a su manera, con su voz. 

Vale entonces novelar, considerar ese formato el óptimo, el que mejor responda al humano capricho de fantasear, de dejarse llevar y pasear por todos los lugares en donde no hemos estado y se espere no estar. Ser otro, salir de uno, empezar de nuevo. 

Ser otro en cada novela que se lee, en cada historia que se nos cuenta, en cada brizna de ficción que se impregna a nosotros.

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