25.6.17

Pájaros y dioses II

A Marina Perezagua, que cree en los milagros y los busca a conciencia y sin ella a diario.


A los milagros se les tiene la consideración que a veces no merecen. Suceden sin que podamos entrar en razones al modo en que lo hace la fe o el enamoramiento y tienen más tarde una existencia longeva. A los que yo me refiero no les asigno una causa divina, aunque no me importaría que fuesen una injerencia  espiritual la que los alumbrase. Es milagroso lo que asombra, lo que produce perplejidad, todo lo que tiene más de prodigio que de asunto cosido a la rutina, hecho a que se le vea y no levanta ni admiración ni atención a veces. En ese sentido, creo en los milagros, creo mucho además, creo con convicción, creo con la firme voluntad de que serán los milagros los que salvarán mi existencia de la mediocridad o del aburrimiento o del vacío. Amo lo sobrenatural, lo etéreo, lo que se adhiere a la metáfora más que al logaritmo, pero aún así me cuesta aceptar que haya cosas que no puedan ser entendidas bajo una lupa cartesiana. Por otra parte, ha sido la fe la que ha hecho que el mundo esté donde está ahora. Nos diferenciamos de los animales en la posibilidad de hablar sobre lo que no existe. Incluso organizamos parte de nuestras conversaciones alrededor de lo que no está. Decimos que nos protege un espíritu o que los astros han sido generosos con nosotros o que tal o cual Dios ha tenido la consideración de escuchar las plegarias y atenderlas a nuestro entero favor. La religión, que es la hacedora principal de milagros, se ha valido de estas efusiones sentimentales para mantener su preeminencia en los pueblos. Nos dieron el cielo para que no nos pareciera escasa la tierra. En el fondo, si se piensa con calma, es un ardid espléndido. Se vive mejor en la ilusión, más poblada de colores, que en el gris invariable de la realidad. Otro asunto es la manera en que las ilusiones forjan la cohesión de las sociedades. Ilusionados, pertrechados de esperanzas y de sentimientos forjados en la comunidad, se avanza mejor. No hay sociedad que no haya depositado en esas ilusiones, en esos milagros, su progreso entero. La ciencia contribuye a nuestro bienestar, hace nuestra vida más fácil y nos permite vivir más o vivir más placenteramente, pero son los milagros los que nos conceden la bendita bondad de los sueños. Lo que no existe tiene más literatura que todas las criaturas y todos los objetos que han poblado el cosmos. Los primeros registros literarios (por llamarlos de una manera que conviene a esta reflexión) son inventarios de anhelos, deseos plasmados en frases sencillas. El lector hipotético de esas manifestaciones emocionales es el Dios local, que luego, al paso de los años, se globalizó y mutó en Dios Universal. Cuando los pueblos creían en la existencia de diferentes dioses, la vida era más pacífica. Nadie hacía esfuerzo alguno en hacer valer la importancia del suyo sobre el resto. Si hay cien dioses disponibles, hay cien milagros razonables. Cuando se estrechó el parnaso de las divinidades, se empezó a fracturar esa cohesión limpia y todo se vino un poco abajo. Debería haber más milagros de los que hay. Sería la constatación de que volvemos a tener una legión de dioses. Los humanos tenemos esa voluntad creadora: la de construir ficciones, la de buscar continuamente el cielo lleno de promesas que nos ofrecieron de pequeños y del que no hemos podido substraernos. Claro que hay que creer en los milagros. Da lo mismo que uno sea creyente o que no lo sea. El milagro es la poesía, la evidencia de que adoramos la belleza de las cosas, no su valor, no su peso mercantil, ni su influencia. La única forma de que la vida sea un regalo es concediéndole la posibilidad de que nos sorprenda, de que pueda alentar prodigios, de que sepa cómo producirnos perplejidad, zozobra, asombro. El milagro es el asombro hecho luz. Ahora, mientras escribo, sucede el milagro del día. Afuera se oyen unos pájaros. La oscuridad se ha desvanecido. Todavía no se ha adueñado de la calle el ruido que luego no desaparecerá. Al final volvemos a hablar de pájaros y de dioses.


24.6.17

Casa

Se me ocurre que empieza a su manera el verano que cada uno inventa o el que le permiten inventar. Vendrá el descanso cuando venga. Vendrán las noches en las terrazas de los bares y las tardes, quien pueda, en las playas o bajo la playa importada del split del salón. Está ahora negro el cielo y no corre aire. Acaban en la escuela las lecciones y pronto acabará el registro frío de las cosas que buenamente se han hecho. El deseo que se me ocurre ahora es sencillo y tiene mucho de anhelo, que es la forma más noble y elevada del deseo. Es el descanso, la evasión, el cierre de algunas rutinas y la apertura gozosa de otras. Luego vendrá otra vez el stress, las prisas, las incertidumbres y la sensación de que uno hace lo que de verdad le gusta, pero no es posible no mirar con sincero afecto el finiquito, las firmas en los documentos y los adioses a los compañeros. Será un buen verano. Da igual que luego sea como todos. He salido a fumar a la puerta del bar y escribo a la fresca, solo y extrañamente feliz. Corre una brizna de aire. Ahora toca volver a casa. Esa es la meta, la casa.

17.6.17

Pequeña borgiana / Once more

El tigre, ebrio de rayas y de hondura,
el laberinto de los efectos y de las causas,
el azogue en el infinito espejo,
el alba en una quinta porteña,
el fuego que purifica,
la conversación entre jazmínes,
los nombres de los libros no leídos,
Whitman en un bosque, pensando en Dios al mirar un árbol,
los arduos alumnos de Pitágoras,
el tiempo feliz de las espadas,
la delicadeza del ocaso en un desierto,
el Ganges, donde todos los seres humanos nos hemos bañado,
el Golem, la arcilla primordial, el poeta vacío,
la trivial creencia de que moriremos enteramente,
el jardín de senderos que nos bifurcan,
la rosa de Milton, su tacto al despertar,
todas las permutaciones invisibles de la ficción,
los poetas menores de una perdida casta de poetas,
los reyes antiguos en sus tronos de odio,
la espléndida bondad de los adjetivos,
el hoy fugaz y el ayer ya eterno,
el olor acre de la sangre en la noche,
Homero y todos los griegos cabales,
la alquimia secreta que inventa un dios en el oro más puro,
los arquetipos y los esplendores, 
el destino de ser siempre uno mismo y saberlo,
los ángeles hablando con Swedenborg por las calles de Londres,
la ilusión de que existió un principio para todas las cosas,
la muerte de un hombre en el campo de batalla,
el épico sueño de soñarse,
la gloria inversa del traidor en su postrer patíbulo,
un libro entre los libros,
un río inconcebible ahondando su cauce en la memoria,
los días persiguiéndose,
la fiera en el negro crepúscula, acechando,
el otro en un banco a la vera de un río, fabulando,
la Inglaterra tejida en pesadillas y en torres gloriosas que miran al mar,
la custodia preciosa de las palabras,
el eco de Virgilio en el Ulises,
la luz encendida que nadie ve salvo Dios
la ardua escritura de un evangelio apócrifo,
el elogio de la sombra,
el secreto centro del cosmos, que es una sílaba de la divinidad,
el álgebra hermosa y la cábala dramática,
el consabido y no apreciable manejo de unas destrezas al coronar la vejez,
el plano del universo bosquejado por Schopenhauer,
la triste lluvia en el frío mármol,
la luna ajena y la que te persigue,
los haikus del amado Japón,
Abel o Caín dictando un cuento infinito,
Shakespeare descendiendo al corazón del hombre,
el alma cautiva en el frágil cuerpo,
el hidalgo hechizado por caballerías y por amores,
el ciego indice de cosas que no alcanzó,
el amor, del que se ocultó o del que huyó,
la sangre gaucha, su fe en el mate, la patria más íntima,
la métrica metálica de las sagas normandas,
la fantasía de Coleridege con una flor como prueba,
el eco marcial del apellido paterno,
la cierva que cruzó un segundo el sueño y no volvió jamás,
los prólogos y los epíligos monumentales de los libros,
el goce interminable de la memoria, que trae batallas antiguas y trae oro en un cuenco,
el puñal impaciente de Marco Junio Bruto en la pluma del bardo inglés Shakespeare,
un escritorio de caoba que guarda unas cartas de amor que nunca se mandaron,
las comunes frivolidades del vivir y la certera brasa de la muerte,
el convergente, divergente y poliédrico aleph en un sótano en la calle Garay,
el emperador chino que mandó quemar todos los libros anteriores a él,
la línea de Verlaine en la memoria de un bibliófilo,
el mar registrado en una runa,
el imposible fervor del sexo,
la historia íntima de la infamia,
la felicidad que precede al caos,
la diversa enumeración de prodigios del mar,
la clepsidra en un cuento antiguo,
la memoria y el olvido de los muchos días,
el sur para velar a un muerto,
la sórdida noticia de una venganza leída en un periódico,
el eclesiastés recitado en la oscuridad,
el hierro de los clavos del judío,
la errancia y el refugio de un poeta,
la patria en su pompa de mármol,
el Islam, siglos de espadas, disciplina y agua,
el hábito de un aljibe,
los ayeres como si fueran uno solo,
el goce de los laberintos,
las trompetas del día final escuchadas por un teólogo,
la música, en donde es posible que estén las demás artes,
las vastas enciclopedias de los hombres,
el panteísmo, ah el inevitable panteísmo,
la ballena blanca en la oscuridad de su dueño,
los pulcros hexámetros latinos que tutelan el ingreso en un sueño,
la suma de todas las cosas que hacen al hombre ser un hombre,
el peso de la moneda en la boca del muerto,
el cofre de joyas en el patio del soñado,
las sílabas en las que se esconde el nombre de Dios,
todas esas sutiles cosas, y otras que no sé y otras que no nombro,
son las que le hicieron ser Borges.


Escribí esta borgiana en un patio encalado, emboscado de pinos, y a la vera del mar, hambriento de libros, gozoso en todo lo demás, perdido en mi memoria y en un deseo absoluto (no más adjetivos, ninguno es bueno) de volver a leer todo Borges. Empecé hace hoy un año. Como tributo cuelgo este poema. Pido (como Kavafis) que el camino vuelva a ser largo. No me importa no llegar a la última línea. No se acaba nunca el libro. Es de arena. Eso es. Es de arena.

Marbella, 20 de Agosto de 2.011

9.6.17

En memoria de Ignacio Echeverría



No sé si héroe u otra cosa, pero seguro que Ignacio Echevarría luchó por todos nosotros, por todos los que no éramos íntimos suyos ni le tratábamos siquiera. Hizo lo que probablemente muy poca gente haría, hizo que el mal no pudiese envalentonarse, lo afrontó, le plantó cara, aunque le salió mal. En realidad fue a nosotros a quienes nos salió mal, somos nosotros los que perdimos, aunque en las noticias hablen del chico que practicaba skate, iba a misa y se abría futuro en la City de Londres. No hay ya futuro que abrirse: se lo cercenaron, lo censuraron, alguien pensó que no podría ir más allá de ese día, alguien tuvo la idea de adquirir la propiedad de su vida y de deshacerse más tarde de ella al modo en que nos deshacemos de los objetos que ya no nos sirven o incluso de los que, sin haberlos usado, no nos interesan, no tienen atractivo alguno para nosotros. El modo en que estos bárbaros piensan en la vida ajena es impensable. La manera en que actúan. Esa voluntad que exhiben en la que el daño ha de ser máximo y todos los demás son enemigos.

Hace mucho que no me pongo a pensar en serio en estas cosas. Deja uno de hacerlo porque no va a ningún sitio, no avanza, no encuentra soluciones que exponer y que puedan ser útiles para los otros. Soy quien se lamenta, no soy otra cosa. Soy el tipo de persona que no coge su skate y se abalanza contra los que de pronto se han convertido en enemigo, en invasores, en el mal absoluto puesto enfrente nuestra para que nuestra civilización se derrumbe. Supongo que eso es lo que andan buscando: una especie de demolición lenta de nuestro modo de vida. Es el suyo el que importa. Valen los discursos que esgrimen, no los nuestros. Lo malo (tal vez) es que sólo usamos discursos de este lado. No enarbolamos otro instrumento de disuasión que el discurso y las flores y las canciones que evidencian el dolor que nos han causado. Ellos se vienen arriba con todo eso de los discursos, de las flores y de las canciones. Cuánto más cantemos, más sentido hallarán a su desatino, con más ahínco acometerán el próximo atentado. El hecho mismo de cantar, de calzar la lírica dentro del caos, nos eleva en dignidad, nos hace más humanos, pero no contribuye a que el mal se desvanezca o a que el enemigo se arredre.

En cierto sentido la guerra que tenemos no tiene visos de que acabe. De ella duele que, aparte de duradera. sea invisible, no se la pueda hacer frente al modo en que se han acometido otras guerras en las que hemos entrado y de las que, ganando o perdiendo, hemos salido. La de ahora es una broma pesada que no tiene gracia ninguna y mina la moral y nos hace sentirnos frágiles y también desamparados. Lo que buscan es eso, el desamparo, la sensación de que estamos a su merced. No importa dónde estés ni la implicación que tengas en el conflicto. Eres un objetivo, puedes ser atropellado por una furgoneta, reventado por una bomba o destripado con un puñal largo. No se me ocurre nada más que decir. No tener nada que decir es una de las cosas con las que cuentan los terroristas. Ponen la televisión y ven que nuestra defensa contra sus actos es una manifestación o un concierto. No sirve la letra del Imagine. No es ése el inglés que practican, ni el que entienden. Les anima una vocación que no podemos llegar a comprender nunca y me temo que a nosotros nos anima otra que ellos tampoco están en disposición de entender.

El hecho que más subleva a cualquiera que tenga una brizna de sensibilidad o de humanidad o de justicia o de todo juntamente es la posibilidad de que alguien decida cobrarse la vida de otro, arrebatarle todo ese futuro, no permitirle que sus penurias o sus venturas avancen o mengüen, impedir que vuelva a pasear sus calles favoritas, bese a sus seres amados o cambie de coche cada cierto tiempo, todas esas cosas que hacemos todos, da igual que profesemos el cristianismo, el islamismo, el budismo o no tengamos filiación religiosa alguna. El escenario es global y no hay ejército. Escribo esto porque no sé qué escribir para honrar a Ignacio Echevarría, no tengo otro homenaje que ofrecerle. Tampoco éste valdrá para nada. Es un discurso, son flores, es una canción, cosas que nacen del corazón. Ellos no lo tienen, lo han demostrado ya hasta la saciedad. Estamos a su merced, pero la victoria está de nuestra parte. Parece el final de una de esas arengas que se pronuncian antes de que los soldados pisen el campo de batalla. Lo que no tienen los soldados de nuestro lado es el desafecto a la vida que tienen los otros. Esa es la parte en la que perdemos: ellos están dispuestos a darlo todo, pero de alguna manera Ignacio Echevarría lo dio todo, se sacrificó por un bien mayor, por una victoria, aunque sea moral y dure unos días hasta que su memoria se pierda y hablemos de otras cosas y cantemos más canciones. Y me sigue doliendo que alguien arrebate una vida, que decida que le pertenece, que la aparte del futuro y la arrumbe al pasado. Mi canto inocente y puro de hoy viernes es ése: el de desear que nadie mate a otro. No está mal levantarse de vez en cuando con esa inocencia, con esa pureza. Es posible que la sintiera Ignacio cuando arremetió con el skate en ristre y fue apuñalado. Somos inocentes, somos puros, somos épicos. Afortunadamente no todo está perdido.

7.6.17

Los árboles íntimos

Lo peor es que tu vida sea igual que la de muchos. Tal vez aspire uno a no tener a nadie que se nos parezca. Tener vicios de una extravagancia absoluta. Cometer pecados de una singularidad extrema. Cuanto más se esmera nuestra educación en no desentonar, más infelices somos. La vida está en la periferia. Se van trayendo las ideas, se exponen conforme acuden, cree uno que ahonda, pero solo rasgamos la superficie, la violentamos un poco. Todo lo que verdaderamente importa no se puede expresar con coherencia. Se acaba en los márgenes, en la generosidad del extrarradio. Yo siempre fui un enamorado de la diferencia, pero la edad te hace ser como los otros. Haces lo que los otros. Dices lo que ellos. Por eso tal vez escribir siempre sea reparador. La escritura es un acto de independencia. Da igual que lo escrito no trascienda. Importa muy poco que lo lean los amigos y los eventuales, los acostumbrados y los accidentales. A K. le fascina que yo tenga voluntad de escribir. K. sostiene que escribe quien no tiene pudor, quien desea ser observado. Anoche pensé en qué decirle para convencerle de lo contrario. Quizá, en el fondo, anhele eso: el exponerme, ese ofrecerse a veces un poco obsceno que ocurre cuando uno escribe y registra lo que antes no estaba. De unos papeles hacer un árbol, dejó escrito Sexton. Pues a los árboles.

6.6.17

El ruido y el silencio









A veces anhela uno sentir más afuera el espíritu, invitarlo a que se arrime a la superficie y conversar con él, por ver qué se saca en claro, si podemos intimar, si hay algo suyo que me esté perdiendo, si al final no existe nada más allá de lo que vemos y lo que tocamos y no hay espíritu y todo resulta ser un invento, un plan para que sea soportable la vida en la creencia de que otra más deleitable nos aguarda. En la ignorancia no se vive siempre mejor. Hay ocasiones en que uno debe pringarse, tomar partido, presumir de que se tiene fe o de que no se tiene ninguna. En cierta ocasión, creí que pude acercarme a ella y que me impregnase al modo en que todo se dejan impregnar. No me importaría, no le tengo ninguna aversión, no existe en mí la voluntad de que todo lo concerniente a la religión me sea ajeno. De momento, hasta el día de hoy, martes en que me he convidado al descanso y en donde he encontrado una especie de pequeña paz en el trasegar de las cosas, no hay indicios fiables de que un servidor hinque la cerviz y acate con humildad la llamada de las alturas, si es que alguien llama y si es que abajo alguien tiene la sensibilidad de escuchar. No he visto nada de eso, no hasta ahora. He comprendido que una música lo envuelve todo. Se percibe a poco que se presta atención. Ayudan las catedrales, de verdad que lo hacen. Falsos los deleites, como dijo el poeta, pero aun falsos, no poseemos la propiedad moral de que no tengamos otros, así que nos abrazamos a ellos, los festejamos, olvidamos tal vez que el verdadero festín está adentro o, en todo caso, estaría bien que hubiese uno y que lo sintiéramos pujando, pidiendo paso, como un hijo que de pronto cobrara brío y pugnase por ser alumbrado. La fe es ese alumbramiento que no siempre llega. Como los enamoramientos. Lo bueno de vivir al margen de la fe es que en cualquier momento puedes sentir que brota, lo cual viene a decir que la tienes dentro y nunca lo supiste, o que te penetra, lo cual quiere decir que es una influencia externa y no se cruzaron en ningún momento vuestros caminos. Lo que más me fascina de no tener esa fe de la que ahora hablo es el hecho de que casi continuamente me interrogue sobre ella, piense si estoy perdiendo un tiempo precioso y no la disfruto o si hago bien y en el fondo todo es una historia que se cuenta y que unos creen y otros no. Con lo que yo adoro las historias, debería ser un buen creyente. Mi educación espiritual ha sido laxa, no ha tenido el suficiente acopio de inquietudes o incluso estoy por decir que no tuvo ninguna. Soy un descarriado feliz, si se me permite la expresión, uno del tipo que se cuestiona su condición de apartado y que no tendría problema en dejarse convencer o en aceptar que un buen día (debe ser bueno) sienta la herida, la sienta fuerte, comprenda que ya no es posible ir atrás y viva los años que me resten en la esperanza de que hay otra vida después y todo eso que ahora, contemplado en mi lealtad actual a mí mismo, me parece una invención. Pienso a veces en eso que escribía Borges sobre la religión cuando la ubicaba en la literatura fantástica. Pienso en algunas representaciones de la fe por quienes la profesan y afianzo mi reticencia. Pienso en la fe ciega, en esa fe que no ve o que ve tumultuosamente, enfebrecida, convertida en un espasmo, en un delirio. Pienso en la quietud del espíritu cuando conversa con su divinidad y en el vértigo y en la fiebre del pueblo cuando extrae de su interior otra faceta del espíritu, no la mansa, no la que conversa, sino la que se convierte en masa, en vorágine, en estrépito, en locura. No tengo ninguna opinión que deba servir a nadie. Habla quien no ha entrado en esa conversación y al que, por tanto, le está vedado expresarse sobre su contenido. Mientras llega o no llega la fe, prosigo en mi descreimiento, convencido de que esa búsqueda es provechosa, haya o no hallazgo, entre o no el deslumbramiento.

4.6.17

Las graduaciones escolares y otras festividades de la modernidad

A este paso vamos a terminar celebrando el aire que respiramos y el suelo que pisamos. Dejaremos de respirar y dejaremos de andar y festejaremos esos dones sencillos de la existencia. Lo que está pasando es que hemos perdido el sentido de las cosas. No sabemos lo que son, no tenemos ni idea de lo que representan. Una de las primeras cosas que hemos dejado por el camino ha sido el valor del esfuerzo, esa consideración antigua (transmitida de padres a hijos, contada con ahínco en la escuela) que consiste en trabajar sin que luego el trabajo devenga un premio. Los premios nos están volviendo locos, dicho de una manera seca, sin adorno. Hacemos lo que se nos encomienda para festejar el éxito cuando la tarea ha concluido. No porque sea nuestra obligación, ni porque el futuro, esa frágil idea con la que se nos tatúa desde pequeñitos, lo exija,  el futuro bueno o el malo. depende de cómo nos preparamos, de cuánto llenemos las alforjas de la inteligencia o las de la responsabilidad. Abruma, abochorna, entristece que todo sean, en estos días, fiestas y más fiestas. Tiramos cohetes porque un equipo de fútbol gana un campeonato, brincamos en las calles porque otro no ha descendido de categoría, descorchamos botellas porque un partido político no ha sido barrido completamente por otro y no ha muerto como preveíamos en los comicios de turnos.

Lo que es extraordinariamente grave es ese hábito reciente de las graduaciones escolares. Empezamos celebrando que pasamos de un curso a otro y terminamos creyendo que la vida es una fiesta continua y que nos lo merecemos todo. Festejamos que pasamos de infantil a primaria sin que el festejado, el inocente e ignorante párvulo, entienda ni una palabra del jolgorio. Esa es la primera de muchas. Luego vienen las demás, vienen sin que importe mucho si hemos brillado en su acometida, si hemos sacado notas buenísimas o tan sólo nos dieron un aprobado raspado. El caso es que no nos perdamos la suelta de los petardos, la música festiva y los discursos de rigor. Debe quedar claro que la graduación en sí no es mala: pervierte su sentido la repetición, su uso indiscriminado. Cuenta a favor de ellas la mesura; las distorsiona su rutina. Si a un niño le premiamos con una fiesta cada vez que acaba un grado y empieza otro, acabará exigiendo que se le premie llegar a casa a las dos sin que se le haya puesto un parte de disciplina o sin que el profesor haya anotado en su agenda la evidencia de un altercado en la convivencia o la constatación de que no hizo la tarea de Matemáticas o se le olvidó traer el libro de Inglés. Estamos destrozando una idea antigua y maravillosa: la de la obligación. Llegará un día, a este paso, en que nada será obligatorio. O que lo obligatorio será secundario en el mejor de los casos.

Otro asunto a considerar es el que se extrae de la implantación de ese hábito nefasto en las familias, en la casa, en la conciencia de los padres o de algunos de ellos. El lector avezado puede ampliar la influencia tóxica, la de hacer una celebración sin que un motivo razonable la auspicie, a las comuniones, ahora tan numerosas. Las hay íntimas, prudentes, en todo familiares, que no se salen mucho (todas se salen algo, es el signo de los tiempos) del sentido común o de la mesura. Otras, bien al contrario, rivalizan en pompa y en ornato con algunas bodas de mucho postín. Si todo va a más en esta vida y uno espera que el acontecimiento posterior sea siempre más sofisticado y excelso que el previo, no me entra en la cabeza qué sucederá con esos críos cuando el futuro no les permita abordar una boda que se parezca a la comunión que les regalaron sus padres. Y aquí el lector cristiano pondrá otras objeciones, otros reparos, todos remarcando (supongo) la falta de actitud religiosa, pero no es ése el asunto de este escrito.

No sé quién pondrá el cascabel a este gato. Una de las responsabilidades es de la escuela o de los institutos, no de todas o de todos ellos. Hay centros con dos dedos largos de frente que no aspiran a convertirse en un parque temático de felicidad académica, y se limitan a festejar lo razonablemente festejable. También son las familias las que jalean estas celebraciones. Su injerencia en la vida escolar no sólo aprueba estas cosas, sino que en algunas casos las bendice. Quienes saldrán perdiendo son las graduaciones normales, las legítimas, las que se montan con esmero y tacto a partes iguales. En cualquier caso, el cuidado se debe poner en quien se sube al estrado y recibe la banda o el birrete de rigor. Habría que explicarle dónde acaba ese teatro, cuándo vuelve la realidad. No es entendible que cuando un alumno salga de bachillerato haya tenido cuatro graduaciones. Algunos, más.  Quizá el problema estribe en cierta pérdida de valores. Serán los tiempos modernos, será el ir y el venir de las modas, será esa rebaja creciente en la cuota de cultura que se le asigna a la ciudadanía. Porque importa brindar, aunque no sepamos bien el motivo que hacen que los vasos choquen en el aire y vuelen las risas y los abrazos. Todo sea por beber, por reír, por abrazarnos. Ya vendrán tiempos peores y nos morderán con más saña.




Pintar las ideas, soñar el humo

  Soñé anoche con la cabeza calva de Foucault elevándose entre las otras cabezas en una muchedumbre a las puertas de una especie de estadio ...