22.1.17

Bibliotecas /11



Siempre es bueno tener a mano unas letras que echarse al ojo. Si la biblioteca queda lejos o no se anda bien de tiempo, nada mejor que la posibilidad de que el libro vaya en tu busca, dé contigo y te deje cogerlo. No imagino mejor método para devolverlo que el usado para llevártelo. Una vez que lo has leído, lo metes en el bolsillo grande del abrigo de pana de invierno o en el bolso o en la mano, para que los demás sepan qué lees y lo que te gusta airearlo. Hay que presumir de estos vicios librescos. Salir a la calle con un tomo de Stevenson o de Proust, pasearlo un par de horas y luego retornarlo a casa y devolverlo a la balda de donde lo cogiste. Se pueden ir punteando los volúmenes elegidos con idea de no repetir y poder exhibir una selección variada que entusiasmará al público atento o avisado. En el colmo de la generosidad, se puede uno colocar el mueble a la espalda y apostarse en la plaza del pueblo para que los transeúntes, después de salir de la conmoción óptica, escojan su preferido y se comprometan a traerlo de vuelta con la reiteración o el plazo que estipulen dueño y usuario. La irrupción de los libros electrónicos invalida estas escaramuzas románticas. Carga uno el aparato y lo guarda en cualquier sitio, de pequeño que resulta, pero no es lo mismo que se nos vea con un libro en las manos, uno de verdad, tangible, con su pasta dura o su arrugada de bolsillo, con su peso, manejable o no, que portando en las manos una máquina sin encanto alguno, de la que no se sabe bien qué uso se le está dando y que no difiere, ni en tamaño ni en prestaciones a veces, de un smartphone. Una vulgaridad. De ahí la épica de las bibliotecas ambulantes, su insobornable vocación de servicio social. Los libros, si se mueven, van más lejos. Luego, cuando se leen, hacen que sea el lector el que se traslada. Es doble el viaje. Los libros no pesan. Benditas alas. 

Fotografía vía María Fernanda Ferré

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