15.12.16

Polvo, tiempo, sueño, agonía


                                Fotografía: Semana Santa (Cuenca, 1950) Nicolás Müller

En algunas fotografías importa más lo que no se ve. El ojo se afana más en imaginar lo que el fotógrafo oculta. En algunas novelas muy extensas que he leído todo conduce a que descubramos una realidad que no aparece en ninguna página. Hay días de los que recordamos algo que estuvo a punto de pasar o que sucedió y no lo percibimos o no le dimos entonces la importancia que luego cobró. De la vida, en ocasiones, se tiene la impresión de que nos guarda un acontecimiento extraordinario, uno que le dará un sentido o que la justificará ante nosotros mismos o ante los otros. Nos fascina lo invisible, nos conmueven las cosas que no vemos, todo lo que nos aguarda en la sombra o en el sueño o en la parte que no enfoca la cámara o a la que no pueden acceder nuestra mirada. La creencia en que no se muere uno cuando le abandona la vida se sustancia en esta voluntad de no conformarnos con lo tangible, con todo lo que la luz ilumina. Nos enredamos en la ficción que ofrece la literatura porque rinde la parte de la realidad que no es posible vislumbrar sin que otro nos guíe. Creemos en Dios porque es una especie de escritor absoluto. La suya es una novela infinita. Estas líneas que ahora escribo están en alguna parte de la trama. Yo, sin que lo advierta, soy un personaje. No importa que consienta participar en la historia, ni que me moleste que se me reclute sin mi aprobación. Lo que a mí me atrae de Dios es precisamente esa parte metalingüística, la semiótica, la posibilidad de que podamos fantasear y ejercer también de escritores absolutos. Como si, al inventarlo, le atribuyésemos una autoridad y, al tiempo, pudiésemos arrebatársela en cuanto se nos antojase. Toda la ficción literaria proviene de ese deseo íntimo de tener una oreja que nos escuche. Dios no es el Ojo: es la Oreja. No pedimos que nos vea: lo que anhelamos es que nos preste atención y escuche lo que le decimos. No hace falta pedir: basta contar. Ese diálogo doméstico puede ser precioso. Es la parte invisible de la parte invisible, el lado oculto del lado que no se ve. En esa privacidad ocurren los sueños, imagino. Siempre es fácil volver al poema del ajedrez de Borges, el del Dios que detrás de Dios la trama escucha o empieza de polvo y tiempo y sueño y agonía. 



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