24.7.16

Cosas que no es posible ver



La vida siempre se abre paso. Siempre se mueren los otros. Lo que cuenta es todo lo que no ha pasado todavía. Se pueden añadir más frases cortas, sin mucha complejidad sintáctica. Una idea. Una forma de contarla. La vida. La muerte. Al final lo explica mejor Cartier-Bresson. Tomó la fotografía en 1971, en Palermo, en Sicilia. Ayer por la tarde fui al cajero y vi pasar por la avenida un coche de caballos que traía a unos novios de una iglesia. Había quienes miraban con admiración, con estupor o con incredulidad. Quien no miraba a los caballos, al cochero (uniformado para la ocasión) o a la feliz pareja era un pobre de solemnidad (quedan muchos todavía) que deambula mi pueblo , buscando (imagino) un lugar en donde cobijarse de la canícula. No le hizo aprecio alguno. Era un carruaje fantasma. Tampoco los niños de Cartier-Bresson advierten que la muerte viaja en la otra acera. No saben lo que es, no tienen referencias fiables. No les hacen falta. Al pobre de ayer tampoco le hacía falta ver la felicidad ajena. Le bastaba con procurar que un poco de la suya se abriese paso. Como la vida. Son otros los que se mueren, al fin y al cabo.

No estar

Se cree uno a salvo de muchas cosas, pero en realidad está expuesto, sobrevenido, sin posibilidad de que una salida (la que sea) libere, haga que cese lo que nos duele o rebaja o enmudece. Al verano se llega con la idea de que no habrá ninguna de las rutinas que visten las otras estaciones, pero este verano no calza esa horma, no es uno como los otros, no va a permitir que sólo haya tour en las siestas y el runrún clásico de quién ficha a quién y cuánto cuesta el arrimo. A salvo, sí, pero sin estar del todo afuera. No es sólo que los políticos continúen metiendo la mano en esa cesta de manzanas podridas que tienen, por ver si alguno coge la buena y la muerde. No es sólo que las noticias nos tengan el corazón encogido por la barbarie de algunos. No son únicamente esas cosas (dos que ahora me vienen y ocupan más de la mitad de todos los partes informativos) sino todas juntamente. Quisiera uno (ya avanzo que es un voluntad muy caprichosa la mía) poder desconectar del todo, salirse unas semanas de la carrera, no estar al día, no saber si están unos medran y otros menguan, si la verdad triunfa (ojalá) o sigue la mentira escribiendo sus páginas como suele. Lo que le pido siempre al verano es que me deje perderme incluso de mí mismo. Descansar de mí unos días, probar a dejar este traje y ponerme otro o ninguno. No porque no me guste, sino por dejarlo en la silla, a la vista, con idea de embutírselo más tarde. Porque no hay otro, claro

De viajar lo que más me sigue fascinando es la posibilidad de que pasees sin que conozcas a nadie. Esa sensación de anonimato absoluto es impagable. Te hace sentir que asistes a una especie de representación extraordinaria, en la que la trama es novedosa. También el atrezzo (todo lo que te circunda, cada pequeña cosa que existe y puedes percibir) subscribe ese deseo. Como no puede uno salirse de lo que es, ni quizá convenga, no sé, se refugia en la ficción, en la aventura de entrar en lo que no nos pertenece, en todo lo que no es propiedad de nuestros sentidos. Sirve el verano para que la realidad se limpie y nos limpie también a nosotros. La idea de tomar vacaciones procede precisamente de esa disposición anímica. Lo de cerrar los ojos del todo no funciona, eso sí lo sé. Se cierran un rato, se tiene la certidumbre de que están cerrados, pero no es un acto natural. Luego se abren a bocajarro. Una vez abiertos, la realidad prorrumpe en tropel, como si deseara ponerte al día de todo cuanto has decidido pausar. Te atiborras de información, te saturas. En todo caso, la vida sigue siempre y el asombro (el bendito asombro) la lleva de la mano. Ahora vamos al domingo, a ver qué dice.

10, Cloverfield Lane / La dimensión desconocida



Hay veces en que uno no desea que se le confine, aunque haya razones y se le explique con autoridad que afuera no hay vida o que la que pueda encontrarse no es recomendable. Luego están las certidumbres, la generosidad que le dispensamos a la verdad. Si sabemos que algo es cierto, si logramos esa convicción, lo aceptamos, hacemos que nuestra cabeza negocie consigo mismo la manera de seguir, como si hubiese otra vida y se estuviese organizando el modo de vivirla. Algo de todo esto le pasa a Michelle, la protagonista de 10, Cloverfield Lane. Se despierta tras un accidente de coche (que huele mucho al inicio mítico de Psicosis) en un zulo y su secuestrador le explica que la ha salvado, que no hay nada más allá del zulo, que sólo hay zulo. En esta premisa, embutida en un formato absolutamente teatral, discurre una trama en nada morosa, que se acrecienta en tensión conforme se descubre si en realidad el búnker es un lugar necesario (parece que los alienígenas han atacado la Tierra) o es un juego carcelario de alguien lo suficientemente traumatizado como haberlo construido y creer después que el aire es irrespirable afuera y caerás nada más salir del agujero.

La idea de que nuestros captores sean en realidad nuestros benefactores no es nueva. Lo que fascina de 10, Cloverfield Lane es la reticencia del guión a ofrecernos todas las cartas desde el principio. Se juega a confundir, se privilegia cierto sentido de la intriga, la intriga pura que no permite poseer un dominio completo de lo que se ofrece. Por eso estamos como Michelle, la protagonista, recluidos, obligados a despejar las incógnitas, incluso las más duras. Y son dos, sin más: la que todo lo fundamenta en una invasión alienígena (con su aparato viral incrustado en el aire) y la otra, más humana, focalizada en un personaje bestial (Howard) que interpreta con el carisma habitual un incomensurable John Goodman. Todo lo que sucede en el búnker es una consecuencia lógica de ambas premisas; da igual cuál nos satisfaga, no importa que de verdad los extraterrestres hayan sometido a la población o que sea un psicópata, uno particularmente inclinado a creer en conspiraciones y en tramas apocalípticas. 

Sugiere más de lo que ofrece, abre puertas que luego no van a ningún lugar: en ese estado de las cosas, 10, Cloverfield Lane, es una exquisita pieza dramática, sustentada en muy pocos pilares, pero sólidos, asfixiantes también. Los residuos del 11-S (con toda la extensión violenta posterior, con el terrorismo que hoy en día nos desvasta y nos cuestiona nuestro modelo de civilización y de legalidad) planean poderosamente sobre la historia. Se cree que la seguridad está por encima de la felicidad. se instaura un modo de vida que descree de la convivencia (por fuerza) y sólo se preocupa de sobrevivir, aunque sea con el peaje más alto, el de la bunkerización absoluta, el de vivir bajo tierra en condiciones (nunca mejor dicho) infrahumanas. Da igual que el escenario subterráneo tenga un jukebox y hasta un reproductor en donde ver viejas películas, una especie de reproducción en miniatura del american way of life. De hecho, una parte de la cinta se preocupa de explicar precisamente eso: el modo en que las libertades (cualquiera de ellas) está amenazada por injerencias externas no siempre gobernables, sea un tarado o un ejército de criaturas del espacio exterior. Tachtenberg, en su primera película, borda el producto redondo, lo hace con absoluto oficio en el manejo de las maquinarias propias de los varios géneros que aborda, bien el dramático, el del suspense puro o incluso (en momentos) el del terror. Su capacidad de fascinación no se rebaja con ninguno de ellos. Hasta ese final (del que no se dará aquí avance alguno, por supuesto) deja abiertos muchos interrogantes. A Spielberg le hubiese encantado continuar a partir de ahí. Detrás, en la sombra, anda J.J. Abrams, el nuevo mago de la industria, el que está ejerciendo de maestro de ceremonias de varias generaciones de amantes del fantástico, de la sci-fi, del buen cine también. 

9.7.16

Los azules limpios

A veces toso como si se acabase el mundo. En el estrago, en mitad de esa polifonía sucia, tengo la impresión de que oigo crujir mis pulmones. Luego vuelve a su modo natural y ni aprecio que están. Los tengo domados. Los alivio (los mimo)  a base de química. No sabe uno hasta qué punto estamos a merced de la farmacología. Casi todo los dolores tienen el compuesto que los menguan o que los anulan. Habrá quien prefiera vivir armoniosamente con los dolores al modo en que muchas mujeres prefieren parir sin epidural, durmiendo el nervio, convirtiéndose en un objeto neutro, incapaz de sentir. La enfermedad no debería existir. Tendríamos que nacer, desarrollarnos, reproducirnos y morir. Incluso estoy por eliminar el último verbo. Claro que entonces no habría ninguno de los otros. Siempre acabamos hablando de religión. Empieza uno relatando la épica de la tos, todo el cuento del pulmón asalvajado y del ojo luctuoso y termina en un congreso de bioética, lleno de curas y de librepensadores. Se ve que no sabemos hablar de otra cosa. A lo que vuelven muchas veces mis conversaciones es al dolor. No se nos educa para el dolor. No hay una pedagogía que nos enseñe a soportarlo. No hay un vademécum propicio. No es sólo el físico, el que devasta, el dolor que prorrumpe y arrambla con lo que encuentra al paso. Está también el del alma. El dolor de no saber o el de saber en demasía. El dolor de la ausencia o el desamor o la injusticia. En estos tiempos abundan los libros que nos ayudan a vencer esa fractura. Libros con recetarios, que indican una especie de posología verbal. Son el género de moda. Una vez cogí uno de ellos en casa de un amigo (no uno que depende de estas pildoritas para ser feliz, pero ahí estaba, paradójicamente) y lo hojeé con calma. Le apliqué una lectura honesta y me fascinó su capacidad de persuasión. No había quebranto al que no pusiera freno. Se atrevía con asuntos muy serios y alardeaba de acometerlos con pasmosa eficacia. Libros de esta guisa prefiguran un tipo de lector ingenuo, del que no se debe decir criticar nada. Porque leer siempre es una puerta hacia algún lado y no sería de extrañar que raspe algo relevante de esa superficie casi roma, sin apenas hondura, hecha para dar alivio instantáneo o para taponar heridas, en lugar de sanarlas. 

El dolor también tiene un sentido patrimonial. Hay dolores que nos escoltan toda la vida. Están integrados en nuestra existencia, configuran el estado general de las cosas y hasta legislan (son poderosos, saben que todo pasa por su voluntad) el quehacer diario, imponiendo recesos, organizando los horarios y pasándonos factura si en alguna ocasión somos osados y franqueamos el límite que nos han impuesto. Uno cree tener los pies en el suelo, pisar tierra firme, cuidar de no tropezar y sentir la seguridad de que se conoce el camino o de que, en todo caso, estamos alerta por si sobreviene un obstáculo o surge un imprevisto. Es la cabeza la que está en el aire, flotando, mecida por el primer viento que se le cruza, inevitablemente zarandeada por las inclemencias del azar, que suele ir a lo siuyo y no se deja gobernar y desoye la voluntad de quien le habla. Todo eso pasa. En el fondo, no es mal sitio el aire, el limbo, la nada protectora. La visión que ofrece es más entretenida. Incluso acaba uno fortalecido en ese acto un poco malabarista. No hay día en que todo salga como lo planeamos, ninguno que no le haga un roto al traje con el que pisamos la calle. Los años nos enseñan a manejarnos bien en esas alturas, nos dan confianza. Lo que incomoda a veces es la seguridad, la rutina, la placentera sensación de que todo sucede como dispusimos, la ausencia del dolor. Se está más vivo en el riesgo. No hay día que no abra una herida o cierre otra. A un dolor que no soportamos le abraza otro que causa un dolor mayor, de modo que uno (por fuerza) mengua, se rebaja, adquiere una presencia de menos peso, nula en ocasiones. No estamos preparados para sufrir. No hay escuela que instruya sobre estos asuntos. Se intima con el dolor y se aprende (a solas, qué remedio) a domeñarlo. La alegría es otra cosa. Es fácil trasegar con ella. Se la lleva de paseo y se enseña a los amigos. Se la aposta en las barras de los bares y se la invita a beber. Hay un piso firme debajo suya. En la felicidad se aprecia el azul del cielo con más nitidez, pero es el dolor (la ausencia de azules) el que te pone delante de los caballos y te hace correr, por evitar el atropello, y entonces ideas, maquinas, compones el poema con el que festejar la salvación o el caos. Al final será verdad eso de que el arte (para quien lo crea o para quien lo observa) nos pondrá a salvo, pero también la belleza se impregna de dolor. Igual es esa la razón por la que lloramos de placer cuando la belleza nos atraviesa al sonar una pieza de música o estando frente a un cuadro o una película. 


7.7.16

Rewind

La historia seria más o menos así:
Uno no nacería menguado e inerme, escaso en tamaño, vacío en conciencia, ni iría después creciendo en juegos y en llantos, probando, errando, cayendo, subiendo. Prescindiríamos del acné adolescente. Tampoco estaría la fatiga de los años escolares, las primeras erecciones rudas e incómodas. Sobraría el pavor mitológico ante la sospecha de que Dios existe o de que no existe. Y no tendríamos que encarar con resignación la rutina de la edad adulta, la impertinencia de la vejez.
Menos traumático o menos patético, sería nacer ya maduro, canoso, calvo o gordo, e ir más tarde, paulatina y generosamente ganando en aplomo, en tamaño, en conciencia, entre lecturas por el parque y paseos por la playa, bebiendo café en las terrazas con amigos, rejuveneciendo año a año. Buscar entonces esposa, procurarse unos hijos, un trabajo que nos plazca, dejar que el tiempo nos merme y, al final, cubierta la edad madura y la juventud, repasada la infancia, morirnos en una cuna, en un flato artero o en un patio de jardín de infancia.
O mejor todavía: morir en el vientre materno, enamorados, enfermos, hospedados como reyes, como dioses.
Los habría afortunados: aquéllos que tuvieron la dicha enorme de morir en un orgasmo paterno, aunque no sea el propio.

6.7.16

Los países sin pedigrí

No conozco ningún escritor bielorruso. Ninguno de Uganda. Ni de Tailandia. La culpa es mía. O no lo es. Las librerías se esmeran en exponer libros franceses, italianos, norteamericanos, japoneses, ingleses. Son países de una literatura más exportable. Literatura de hacer caja. Con pedigrí. No conozco el cine húngaro. Ni el de Albania. Hay países que no están de moda nunca. No tienen con qué exhibirse o (en muchos casos) no tienen quién les patrocine. En el fondo se trata de animar al consumidor. De hacerle todo lo que se pierde si no asiste a una exposición de un fotógrafo croata o de un pintor búlgaro, Países que no están. Otros, sin embargo, no dejan de estar, no hay momento en que descansen, como si les venciera el ánimo de dar paso a otros. Las invasiones modernas son las culturales. He ahí la gran guerra, la guerra invisible, la que no se advierte con facilidad, pero obra con artera malicia y se incrusta en los escaparates, en los anuncios, en las palabras que decimos y en los pensamientos que fabricamos. Es una ocupación lenta y feroz a la vez. Se me ocurre admitir la benignidad del atropello. Como los militantes del Frente Popular de Judea en La vida de Brian. Al final, los romanos no fueron tan malos. Bien pensado, qué hubiésemos hecho sin los romanos. Que si no fuese por esa acometida, no tendríamos a John Ford ni a B.B. King; no sabríamos qué hace David Lynch o los Red Hot Chilli Peppers. Lo malo es que no sabemos quiénes son los Ford de los países sin pedigrí, de los países que no han podido (no les han dejado) participar en la carrera. Porque habrá un David Lynch que no conocemos. Porque seguro que hay un escritor maravilloso del que no sabemos nada. Y no es únicamente un asunto geográfico. Dentro de los grandes países, de los que parten el bacalao de la cultura, no siempre interesa que aflore un personaje nuevo. Es mejor mimar el producto que ha resultado convincente y está aceptado por la sociedad. Por eso me gustó que Islandia, en fútbol, hiciese lo que hizo, o que ahora (van cero a cero en el descanso, cuando escribo) Gales esté a punto de codearse con las grandes potencias en el escenario más iluminado. 

El orden

Lo que los físicos llaman, con razón, orden, no es más que una medida compensatoria a nuestra incapacidad física para contemplarlo todo de una forma global. Por eso el poeta ha creado la ficción absoluta.


Siempre me preocupó no saber dónde estaban las cosas. Sabía, en el fondo, que acababan apareciendo. Se tiene una siempre personal  idea del orden. Las cosas que perdemos, si no se buscan, aparecen. Se confabulan contra la posibilidad de que la voluntad las encuentre, dan con el modo de burlarse de nuestro tozuda convicción de que las hallaremos. Hoy encontré el papel (uno cualquiera, no importa el contenido) que se obstinó en no ser encontrado. Basta con no pensar en que las precisamos, es suficiente (de verdad) la indolencia, incluso el olvido. Borges lo expresó mejor: sólo es nuestro lo que perdimos. Quizá por eso todo vuelve a su cauce, todo encuentra su camino de vuelta. No siempre brilla este felicidad de los objetos, no siempre podemos asegurar que no pensar en lo que deseamos hará que suceda. Santiago Auserón lo dijo muy bien: el orden aprendió del caos. Con el tiempo he ido adquiriendo cierto orden en mi vida. Antes de que ese aprendizaje calara, yo era un completo desastre. Se puede decir bien alto. Me sentía (todavía a veces insisto en ese vicio antiguo) feliz con ese caos del que era dueño. Ahora, sin embargo, disfruto con saber el lugar en donde están las cosas. Admiro a quien estabula su vida y la compartimenta. Quienes saben dónde lo tienen todo y son capaces, sin pestañear, en encontrar aquello que se les ocurra o que se les solicite. Ojalá yo medre en este nuevo oficio que estoy aprendiendo. Mientras tanto, añoro el caos. Entiendo que no es el camino, pero lo echo de menos. El caos es mucho más creativo que el orden, pero todo eso lo digo creativamente. Prefiero que el doctor que me atiende sepa dónde está mi expediente. Todo lo que digo es frivolidad pura. Literatura con una Budweisser al lado del teclado. Por si flaqueo, por si me pierdo. Los íntimos, los que me conocen, saben cuánto me cuesta. Algunos, los más allegados, lo que me duele no ser de otra manera y poder controlar la realidad a beneficio personal y de los que me rodean. 

Pintar las ideas, soñar el humo

  Soñé anoche con la cabeza calva de Foucault elevándose entre las otras cabezas en una muchedumbre a las puertas de una especie de estadio ...