30.4.16

Tutela y martillo / Apuntes de taberna

Sé bien adónde conduce este vértigo. Volveré a los versos tristes, anotaré lo que se me vaya impregnando. Uno se deja abrazar, acepta el afecto, lo celebra a veces, intima con lo ajeno, fornica con las horas. Ahora, en este bar, hago que el móvil sea mi voz y la difundo y me quedo quieto, fumando con calma, bebiendo a sabiendas de que el vértigo cobra su peaje y la fiebre regresa y yo, extenuado, pienso en qué ocupar el vacío entre un maniobra y otra. Nada que no limpie el sueño. Nada a lo que yo dé mucha importancia. Las horas, persiguiéndose. Yo, tutela y martillo, registrándolas. Vivir es avanzar, aunque no progrese el paso. Vivir es dejarse ir, apreciar la mecida del aire, el pulso del aire, la voz misma del aire en la confianza de que lo escuchamos. Porque el aire cuenta su historia. La tiene. Es el mismo aire que batió las banderas de los ejércitos romanos. El que ahora despeina a la novia en la puerta de la iglesia. El que justo ahora mismo (en este instante en que lees) hace que haga frío afuera. El frío vuelve, la noche lo acoge. 

27.4.16

Ópera, circo y alta cocina




El toro se llama Easy Rider y pesa mil quinientos kilos. Lo han contratado para que haga de becerro de oro en una ópera de Schoenberg (Moisés y Aarón) que ha circulado éxitosamente por Europa y ahora recala en el Teatro Real de Madrid. Impone el badajo del bicho. No creo que lo use mucho. Easy Rider ha pasado de semental de ferias de ganado a figurante hipertrófico de los espectáculos líricos. A King Kong también le ficharon para un menester parecido. En Isla Calavera era un dios a ojos de los temerosos nativos, En Nueva York era una atracción de circo, una de las que hace mucha caja. El toro, que aparece quince minutos en escena, manso y profesional, a decir de la prensa, proporciona a sus dueños cinco mil euros por sesión. Lo fascinante del asunto es que la ópera haya cobrado el interés que, sin toro, no obtendría. Lo admirable es que los productores se hayan rebanado la sesera hasta dar con el semental. Debe imponer la escena. El animal arriba y abajo. Como un dios en su reino. Que lo droguen o no, dentro de que no es ético esa pequeña manipulación de su naturaleza libre o salvaje, debería ser un asunto secundario. Tampoco es relevante que sea una ópera inacabada de Schoenberg (del que no he escuchado nada) o que una mujer desnuda se exhiba junto al monstruo en las imágenes difundidas para publicitar la función. Lo que trasciende es el feliz apareamiento de géneros en apariencia dispares. La ópera tiene un poco de circo en lo de ir un poco más allá en cada representación. Tiene ese matiz de exceso que agradecen poco los puristas y ven con felicidad no disimulada los novicios que se acercan al coliseo madrileño (o al de París o al de Berlín) para escuchar la tragedia operística y recrear la vista en lo posible, hasta donde alcance el dinero invertido en la tramoya y en el atrezzo, Se trata de hacer que congenie lo que David Bowie llamaba austeramente Sound + Vision. Hacer que no sea posible separar el fondo de la forma, la esencia del repertorio (su intimidad o su épica gozosas). Que cuando uno escuche en casa, en el mejor equipo del que se disponga, la ópera de Schoenberg acuda el toro, el semental antológico o la mujer desnuda, lo que será a ojos de algunos una evidencia más del servilismo icónico de algunos objetos, guiados todos alrededor del sexo. Al King Kong clásico le arrimaban una rubia (adorable Jessica Lange en la versión menor de John Milius, aburrida Naomi Watts en la hueca rendición que hizo Peter Jackson entre la trilogía de los Anillos y la de los Hobbits) para encelar a la criatura y al espectador. No han cambiado mucho las cosas. 

Hay que buscar que se doblegue el bolsillo con trucos de feria. A falta de hombres bala, mujeres barbudas o enanos deformes, el mercado de la ópera apela al animal puro, sin la vigilancia de la política correcta, extirpada toda su genética brutal, pero con el badajo (y no pequeño en modo alguno) ocupando los comentarios de los pasillos del teatro, mezclados con la exégesis propia de estos magnos eventos. Hubo quien en los setenta deseó que la industria del porno adquiriese un rango noble. Veían dramas griegos en los cuernos que la dama imponía al caballero. Ponían música de jazz serio a las coyundas en las piscinas de Beverly Hills. También habrá quien sostenga que todo está permitido en la representación del arte. Que los tiempos dictan nuevas liturgias. Que hace falta que Easy Rider se pasee por el escenario (suponemos que no se vendrá abajo y malogre la función o la salud de los artistas) para que se difunda la ópera y sus difusores hagan caja y disuadan a los animalistas de que emprendan acciones legales por herir o menoscabar la integridad del animal, vejado (se entiende) o humillado o convertido en un mero objeto mercantilista. Cosas de ésas que últimamente tanto se estilan. Alarma que el animal se espante al escuchar la orquesta ejecutando la música oscura de Schoenberg. No toda la música amansa a todas las fieras. Algunas, según cuáles, pueden alterar la calma de la res, la pueden violentar, no sé, convertir en un arma de destrucción cultural. No entiende uno estas periferias del arte. Se queda, merced a esa novicia manera de mirar lo extraño, en la posición del perplejo. Y el caso es que, bien pensado, no incomoda, no hace que peligre la fascinación primera, con la que se construye la experiencia intelectual, estética o moral que propone el arte. Está entonces bien el toro, ahí armado, manso en apariencia, contaminado de cultura, convertido en el fichaje de la temporada operística europea. Peor sería (para el toro, digo) que se le lidiase en Las Ventas. Que lo zarandearan, que lo traspasaran con esos hierros del infierno, que acabara su rabo en un restaurante caro, servido en un plato de vajilla honorable. Y cuando digo rabo me refiero al rabo. Lo otro, lo que pende, no creo que se anuncie como manjar. Ya digo que no entiende uno mucho. Que sólo va dando capotazos. 

25.4.16

El poeta del jazz




I
En una entrevista que leí recientemente, dice Muñoz Molina de la poesía que es  el único instrumento del escritor para depurar su escritura. En eso de la depuración, en el limar, en el desprender el texto de las asperezas que lo engordan y lo perjudican, no tengo yo prontuario al que acogerme. Escribo a brochazos. No corrijo casi nunca, haga que derive el lenguaje de mi cabeza a la hoja o al editor del blog y no poseo la paciencia y el deseo de quitar o de añadir. Sé que está mal, pero no tengo (no deseo tener, al menos) otro método. Es el mío, al fin y al cabo. Escribo, releo mientras escribo, en la misma línea en la que estoy, y después paso página, nunca mejor dicho. Importan las ganas de escribir, la voluntad firme (no quebradiza, sino antojadiza) de crear. Tengo una especie de vértigo creativo que me empuja a escribir y me busco un rincón en donde verter (en realidad es un depósito la escritura) lo que me ha llegado en prenda, el material sensible que el azar o la suma de muchos azares ha confiado a mi voluntad. Se admira al poeta por liquidar esa propensión al exceso, al relleno sin propósito. No sé si hay novelas escritas con intención poética. Imagino de qué pecan, sospecho de las razones por las que el lector de novela rehuye del lenguaje demasiado lírico. Pero también veo como iguales a los que echan en falta licencias por lo común atribuidas a la poesía, lectores involucrados en descerrajar la rutina de la trama con instrumentos metafóricos, con voluntad poética, echando mano de la pura esencia de la lengua. Se trata de contar una historia, pero no estaría de más que la historia emanase poesía. Otro asunto que tampoco domino es cómo novelar la poesía. Cómo hacerla trama. Lo difícil, quizá lo imposible, sea hacer que la poesía sea esa ficción pura confiada a la novela para explicar lo real. El genuino fin de la creación poética no es el narrativo: prefiere la concisión, el indagar en los símbolos, la búsqueda de un territorio semánticamente limpio, tal vez la muy alta empresa de indagar en el origen de lo que somos. Y no tengo duda de que no está en ningún altar, oficiado por ningún sacerdote. Todo está emboscado en el lenguaje, registrado en las palabras. Ninguna religión ha omitido esto. Todas, cada a su modo, han aprovechado la palabra para su difusión.  Las que no lo han hecho con eficacia han fracasado. 

II
Ahora pienso en Bill Evans como poeta: me refiero al pianista de jazz, pero escuchado y sentido como un poeta. Pienso en Evans con sus gafas de pasta, vestido funcionarialmente. Traje pulcro. Corbata. Pienso en su aspecto de corredor de bolsa o de agente inmobiliario. Evans poeta en Waltz for Debby, cayendo en la cuenta de otra narrativa que discurre a la vera de la narrativa ortodoxa, esto es, las notas de la melodía, el desplazamiento matemático de las notas. Evans dios de las ochenta y ocho teclas creando universos alternativos. Evans en el umbral exacto en el que se produce el asombro. Ahí: cercándolo, investigando la periferia, pulsando la cuerda invisible. Y el jazz, a diferencia de la novela, puede mantener durante un tramo largo la parte mecánica, de discurso, y la otra, la que no se deja conducir sin que un poco del alma del autor se enseñe, se ofrezca y, en la entrega, se pierda. El jazz, también a su modo, es una religión; una que maneja la palabra más inefable, la que se impregna más duraderamente: la música. No precisa vocabulario, no hay sentimiento que no sepa transmitir sin el concurso de la semántica. Pienso en los conciertos a los que no va uno, incluso queriendo. El otro día, en mi pueblo, uno. No tiene más importancia. El rato en que no escuché el concierto-homenaje a Bill Evans estuve en casa (muy cansado, muy cansado de verdad) escuchando el piano de Bill Evans. No es lo mejor en jazz. Es un tipo de música que agradece la escucha en vivo. Como la clásica. Como el rock. Puedo seguir. No hay género que no se engrandezca al ser restituido en vivo. Habrá más ocasiones. La poesía siempre sobrevive. 
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20.4.16

Un no saber, un no querer ahondar




En realidad uno se escuda en la ignorancia. Le sirve de coartada intelectual o incluso moral. No saber de algo no es malo en sí mismo. Se prescinde de esa voluntad enciclopedista -un poco erudita, un poco pedante- de la misma manera en que renunciamos a otros asuntos que quizá sean más relevantes o hagan de nuestra vida algo más llevadero, de más fácil manejo. Anoche, escuchando uno de esos podcasts de actualidad cultural, caí en la cuenta de que no tengo mucha idea de muchas cosas y alguna, no la que desearía, de otras. En lo que me siento un absoluto ignorante es en el nuevo arte, el que inunda las galerías o hace que un cuadro blanco (del que hablaron y que yo he buscado en la red) o tres o cien, ocupando una pared blanca también, mueva legiones de adeptos, gente sensible, cómo no habrían de serlo, gente que se planta frente a la obra y la escrutan de un modo que yo no sabría jamás hacer. Quizá han sido instruidos, están al tanto de las nuevas tendencias. Son las tendencias lo importante. Yo creo que todo está pensado no para ser mirado, estrictamente hablando, sino para ser después comentado. Hecho para que los gourmets, no pueden ser otra cosa, se enreden y tomen copas y citen el ascendente y la madre que llevó tortilla de patatas en un tupper al joven artista, recién descubierto, confiado en que todos asientan y no vean el vacío que acaba de visibilizar. Por fin, ganas tenía, ya he usado el verbo, y no soy de Podemos. Es cosa de visibilizar. Como no tengo argumentos, convendrá que no me exceda. No se habla de lo que no se sabe. Esta voluntad mía no es hostil, no podría serlo: me encantaría que alguien con la suficiente preparación (y sensible y amable también) me pusiera en la senda, me dijera qué hay ahí, dónde está lo que yo no advierto, si el vacío representado es de verdad hermoso o no lo es en absoluto y este arte al que yo no alcanzo no retrata ninguna belleza o no se compromete con los cánones o con las tradiciones y va por libre. Es una libertad que me cuesta entender. El próximo post que cuelgue en este blog mío estará en blanco. Ni título tendrá. Seguro que recibe más visitas que éste. Igual es mejor no saber, no querer saber. No se puede estar en todos lados. 

15.4.16

Caty Luz se ha ido



Uno cree que no va a encontrar consuelo, aunque luego la realidad (su rutina, su plazo concertado de causas y de azares) se obstina en contrariarnos y nos cuela, sin que nosotros lo aprobamos, el bienestar, la creencia de que se puede superar todo y que no hay nada que de verdad no podamos o no sepamos manejar. Con lo que no tenemos esa firmeza es con la muerte de la gente a la que amamos. Lo que no se llena es el vacío que dejan al irse. Lo que no logramos nunca es que no aparezcan y nos acompañen, aunque no estén a mano y no podamos decirles qué hicimos ayer o cuál es el último libro que leímos o cuánto frío trae todavía esta primavera. Es una primavera que ha querido venir de luto. Las estaciones ignoran el duelo de sus inquilinos. Van a lo suyo. Colocan un sol de castigo o dejan caer lluvia como si fuese la primera vez que lo hacen. El día de ayer fue malo. No sentí que el sol bueno que hizo fuese el escenario para despedir a Caty. De pronto imaginé un día frío, nublado, uno de esos días que parecen conchabarse contra nosotros. No sé escribir este texto. Sé que echaré de menos a esta mujer batalladora y limpia de corazón, lectora absoluta de la vida, feliz a pesar de lo difícil que se le puso la vida en su último tramo. No dejó de luchar hasta el final. Suena a idea conocida, pero dejó muy claro esa firmeza en su carácter y la extendió a las cosas que hacía y al modo en que luego las contaba. Era una mujer preciosa cuando la conocí y lo siguió siendo. Lo va a ser siempre en nuestros recuerdos. Hablo de la belleza de afuera (su sonrisa era contagiosa, como la de Louis Armstrong que decía que cuando su amor sonreía, el mundo entero sonreía con ella) y también la interior, la que sacaba a poco que se precisara. No hay mucho más que decir. La tristeza lo impregna todo. Lo malo de todo esto es que no podrá seguir leyendo al sol o escuchando música en el Spotify (Caty tenía un gusto ecléctico, abierto como ella, difícil de definir y muy parecido al mío propio) o colgando fotos de la vida que llevó y de lo afortunada que se sentía al haberla vivido. Recordaré charlas en los cafés de Córdoba, en un banco cerca de la Escuela de Magisterio de Córdoba (allá en 1985) o en clase, cuando hacía que sonreír fuese un regalo para todos los que la mirábamos. Nos prendaba a todos con esa dulzura. Los que la tuvieron más cerca (su familia, los amigos más cercanos) la tendrán siempre. Eso dejó. Que la tengamos siempre cerca, aunque no podamos decirle que hay una novela nueva que debe leer o un disco que debe escuchar. Duele mucho que no venga por este rincón y lea las ocurrencias de su antiguo amigo como hacía a diario. Los amigos que vivimos con ella aquellos años felices la tenemos en el corazón. Antonio Merino, Rafael Roldán y Auxy Salido, María del Mar Portellano. Ellos saben qué digo y cómo cuesta decirlo. Descanse en paz.

5.4.16

La vida se hace paso siempre



La vida se hace paso siempre. Tiene la voluntad asombrosa de ir a lo suyo y no amilanarse, ni pensar en el paso siguiente o en la estación venidera. 

2.4.16

La fe


Se tiene una idea pecaminosa del alma. Siempre está turbada, siempre se la ve acechada por las tentaciones. Lleva a sus espaldas una responsabilidad enorme. La de ir limpia a su juicio, la de merecer la gloria y gozar de la eternidad. Esa idea de duración en el tiempo, de que el espectáculo de la vida en la tierra es precario y transitorio, que la fiesta viene después, es aterradora. El otro día un sacerdote explicaba las bondades del más allá, lo poco fiable que es la realidad a cuenta de que lo verdaderamente relevante es la gozosa irrupción en el reino de los cielos. Se me hizo tan cuesta arriba entender toda esa metafísica que decidí no volver a discutir sobre religión, no obcecarme en entablar ninguna batalla. Están perdidas antes de que las  armas hagan su oficio. 

La fe es fascinante. Más todavía cuando no se posee. No creo que pueda entrar en mí su semilla. Se me hace muy cuesta arriba tragar con todas esas metáforas, admitir (iba a escribir de buena fe) que los buenos verán a Dios y los malos se perderán esa visión maravillosa. No creer en Dios no es necesariamente no sentir una sana inclinación a tenerlo presente en los actos que uno hace. Quizá sea imposible (habida cuenta de la cultura que hemos recibido) escapar de su influjo. A lo que sí alcanzo es a pensar que no tengo ninguna voluntad de afecto por la iglesia. Mi alma no es cosa de nadie. En todo caso podría considerar un diálogo privado con la divinidad. Tan privado (tan íntimo) sería que no se precisaría airearlo en modo alguno. Tampoco manifestamos a diario (con todo lujo de detalles) el amor que profesamos hacia los demás. 

A mi amigo J.M. le parece que soy una especie de cristiano invisible. Lo dice así o de parecida manera. Hago lo mismo que cualquier creyente, pero sin adherirme a los ritos que ellos sí cumplen. De hecho le interesa lo que yo pueda opinar (desde fuera) sobre lo que él vive tan intensamente desde dentro. Incluso mis a menudo voluntos antieclesiásticos le parecen en el fondo útiles para reforzar su fe. Nos respetamos por el hecho mismo de que no hay manera de que nuestros puntos de vista coincidan en algo. Para que la luz se aprecie debe de existir lo oscuro. No hay día en que no me arme de espiritualidad cuando pongo el pie en la calle. Me pregunto si todo ese diálogo que uno establece consigo mismo (a solas, sin que intermedie fonética audible alguna) no será una forma de rezo. Si escribir como lo hago (escribir como lo hago de estos asuntos, quería decir) no será también una extensión bastarda de las oraciones en las que no creo. Si todos de alguna manera somos a la misma vez crédulos e incrédulos, pero elegimos una de las dos opciones para desenvolvernos por el tráfago de los días. Porque es complicado vivir. No digo ya pensar en que hay una vida después de ésta. Me refiero con rotundidad a esta vida de ahora. Sólo hay que pensar en el alma, en el cuerpo, en cómo nos esclavizan, a qué delicadísimo combate nos empujan. Nada que no sea humano en este asunto de creer o de no creer en absoluto.

Pintar las ideas, soñar el humo

  Soñé anoche con la cabeza calva de Foucault elevándose entre las otras cabezas en una muchedumbre a las puertas de una especie de estadio ...