20.1.16

Marte / En el planeta rojo también se acaba el ketchup


En lo narrativo, en lo plástico, la ciencia-ficción siempre ha manejado bien la trascendencia, esa vocación metafísica de buscar a Dios en la oscuridad del espacio. Scott, en vez de afiliarse a la filosofía o en la acción, a la que también le debe mucho el género, prefiere inclinarse por la sencillez, por la pulcritud narrativa, por la pedagogía incluso, y filma una historia de un náufrago al que Matt Damon, que nunca fue santo de mis muchas devociones, interpreta con naturalidad al astronauta varado en Marte, abandonado al dársele por muerto y, por los indicios que deja y se registran en la Tierra, rescatado, abrazado y convertido en héroe nacional. Marte es también un homenaje a la inteligencia del ser humano, un canto al instinto de supervivencia y a la esperanza de que siempre hay una solución si se aplica el ingenio y se posee la voluntad de no considerar disuasorio el fracaso.

Optimista, feliz, didáctica, Marte es la película de ciencia-ficción que menos se adscribe al patrón que las enmarca a casi
todas. Toma su discurso de la ciencia misma y deja de lado, no del todo de lado, a la ficción. Todo en Marte podría ser previsible, no hay casi nada que transmita la zozobra de la intriga, pero el metraje discurre con un sobrecogimiento absoluto. Lo consigue al sacrificar la pomposidad, el estruendo, todos los ingredientes de la space-opera clásica y abrazando, sin ambages, el lado alegre de la vida, la defensa a ultranza de la vida, por encima del caos y del abandono, heroica y festivamente. 

El otro elemento seductor en la cinta es el paisaje, el rojo paisaje de Marte, embaucador en su belleza, enigmático, virgen y también letal. La relación que el astronauta entabla con él es en todo momento de respeto. La naturaleza es el enemigo al que hay que derrotar con los ingenios que proporciona la inteligencia. Ahí es en donde Marte brilla como esa especie de documental encubierto que es: Scott se deja engolosinar por los prodigios de la ciencia, por la bondad de la ciencia, y la encumbra, la endiosa, la convierte en un arsenal de armas no convencionales, no las habituales del género, pero las más convincentes para desarrollar el discurso humanista de la película. 

Antítesis necesaria de la hiperbólica Interstellar (Christopher Nolan, 2014) Marte gana conforme uno va pensando en ella. Lo hace por su sencillez, por su condición heroica también. A todos nos gustan los finales felices e importa escasamente que éste ya se intuya a poco de que se masque la tragedia y el astronauta quede abandonado en el planeta rojo y se le dé por muerto. Sabemos que Mark Watney, el agricultor marciano, el botánico entusiasta, tendrá fe y aliviará la soledad merced al trabajo con el que resolverá su cautiverio. Scott, que es un perro viejo y sabio, elimina de un plumazo la tesis psicólogica. Watney, el astronauta, es un ser emprendedor, feliz, radiante, una especie de McGiver del espacio que a todo le saca provecho y que en todo ve un indicio de salvación. No cae en hurgar en la oscuridad del desamparado, en su tragedia íntima. Decide escamotear esa parte, salvando trozos muy deliberados en los que el astronauta, que graba un diario y registra sus pensamiento como si entablara un diálogo con la posteridad, razona siempre de modo festivo, sin caer en la cuenta de que no hay nadie más lejos de casa que él y de que rescatarlo será una epopeya. No sé qué película hubiese salido con un Watney menos eufórico. Quizá ahí hubiese estado la película de acción, la combativa, la que resuelve el conflicto sin que intermedie la ciencia, sino la violencia. Al fin y al cabo, es una batalla lo que se entabla con el medio (como la del protagonista de El renacido/The revenant, la última película de Alejandro Iñárritu, en la que la naturaleza es hostil, es encarnizadamente hostil)

Rodada a modo de dietario, consignando días y cosas que pasan en esos días, Marte se insufla de una banda sonora magistral, de un optimismo acorde a lo que se narra. El portátil que un miembro de la expedición deja en la base marciana contiene un archivo de canciones en donde no falta la música disco de los setenta, que es la que ameniza el viaje interior del astronauta, toda ella dinámica y positiva e integrada de modo formidable en la narración. Scott no ha hecho otro Blade Runner, ni se ha atrevido a poner en circulación al viejo Nostromo de Alien. No ha buscado grandilocuencias, no ha hecho que nadie grite de terror. Lo suyo es una travesía romántica, espiritual casi. No todo es maravilloso en Marte, por supuesto. Gana su empaque visual, su maravillosa puesta en escena, esa pulcritud en lo narrativo, que fluye sin que percibamos el movimiento. Incluso se aprecia el humor que lo llena todo. Pierde en lo sencillo de su propuesta, en que es demasiado íntima y que el paisaje, desolador, se desaprovecha, aunque lo miremos con fascinación cuando el protagonista lo pasea en busca de alguna luz que lo guíe. 


1 comentario:

Setefilla Almenara J. dijo...

Las películas de ciencia ficción no me gustan, en cambio Marte sí, será por algo. He vuelto a verla en esta magnífica reseña.

Pensar la fe