29.5.15

Animales, dioses, escribas


Lo cruel, lo perverso incluso, por encima de lo ético: he aquí el discurso de la naturaleza. La humanidad impuso el suyo en base a las ficciones. Fue la literatura, la de transmisión oral primero, la que hizo que el mundo perteneciese al hombre. Yuval Noah Harari, historiador israelí, autor de De animales a dioses, una breve historia de la humanidad, deja claro que el homo sapiens le ganó la batalla al resto de las bestias que ocupaban la tierra por el lenguaje, por la transmisión de unos códigos, por la gestión de la ira (a veces tener paz es mejor que tener razón iniciando una guerra) y por la construcción de las mitologías. La confianza en el otro, en el extraño, hizo que el hombre ocupase el lugar más alto de la escala evolutiva. Se puede trabajar con el otro, con quien no conocemos, si el bien que perseguimos es común y nos beneficia a ambos. No hay catedral levantada en Europa que no responda a esa voluntad cooperativa. No hay nada que funcione mejor que el espíritu y la salvación de las almas para que dos personas que no se conocen entablen una relación y se entiendan en asuntos con los que nunca antes pensarían poder estar de acuerdo. El hombre, por naturaleza, cree, concede la más alta consideración emocional a la posibilidad de que haya vida después de la muerte y una divinidad o una comunidad de ellas nos tenga en su lista y nos abrace cuando estamos en su presencia. Esa inclinación natural a forjar mitos ha provocado la fundación de todos los imperios que han recorrido la Historia. Si el hombre no hubiese mirado al cielo, buscando a Dios, el mundo habría avanzado de una forma drásticamente distinta a como lo ha hecho. No quiere decir que ese afán religioso esté sustentado por alguna conformidad científica. El hecho de que todos los pueblos ansíen la tutela de un Dios y se expliquen a sí mismos a través de esa ficción no garantiza que Dios exista. De hecho Harari se deja ver, si uno presta atención: sostiene que la religión - la literatura de todas las religiones - condujo el crecimiento social del hombre y fundó ciudades y creó la cultura, pero descree de la bondad de ese modo de prosperar. Viene a contar Harari, un poco forzado por darle un aura amena al tocho, que el hombre es un animal de palabras, el único -probablemente- que conoce hasta dónde alcanzan. No hay instrumento de guerra más poderoso. Ninguno que lo iguale tampoco en lo amoroso. No hay mucho amor en el texto: lo soslaya, lo reduce a una contingencia insoslayable. Quizá la Historia no pueda escribirse sin el concurso del amor, que movía el sol y las estrellas, a decir de Dante, pero es el lado salvaje, la pasión de la carne, el olor a sangre, el sabor del odio, el que hace que el mundo gire y el reloj continúe su vértigo y su fiebre. 

26.5.15

En tránsito

Hace tiempo que la política no consuela. Se malogró su prestigio a fuerza de pervertir su esencia y darle el oficio que no tenía, el de convenir a los que la administran o el de abastecer la cuota de poder que cada uno cree que la sociedad le tiene en deuda. Tardará de salir del fango en donde todavía prospera. Se requerirá que esté cuando se la precise, pero llegará tarde o no cumplirá con el cometido solicitado. Leí el otro día - no se me pida dónde, no sé quién lo firmó - que la política se había convertido en un entretenimiento, en una distracción similar a la que provee la ficción de la literatura o del cine. No hay nada exagerado en esa apreciación. Todo tiene una trabazón narrativa, un hilo que lo cose todo, una argamasa que ensambla las piezas y las hace un todo coherente, continuo. Todos sabemos de política. Anoche, en un bar, despachando una buena taza de caracoles y una cerveza en caña, escuché a un abuelo, del que no se podría decir a vista sencilla que ande muy suelto en digresiones políticas, sentenciar que  los partidos se están poniendo todos a bailar y que la música la pone la banca. Incluso con estos nuevos, añadía, la música la pone la banca. Lo que hace que la sociedad esté cohesionada no recae solo en la religión, en la restitución física de una voluntad metafísica o de un deseo mitológico, ni en el festejo del deporte, sino en la política como un ejercicio narrativo, como una expresión de lo popular, frivolizada, reducida, jibarizada. Hemos alcanzado el nivel en el que la política es una disciplina de la literatura. Se lee, se escucha, se escribe y se dice como leeríamos, escucharíamos, escribiríamos o diríamos una narración. Con todo lo que lo narrable tiene de especulación y de simulacro, de invención y de fábula. La política está quedando para cháchara de barra de bar. Y no hay peyorativo en acudir a la barra de un bar para escenificarla.

                                     

Se viene de la calle con la pretensión de no pensar en el día que está cerrando ni en el que está a la vuelta, en la paciencia de la espera, conforme con inquietarnos y jugar con nosotros. Es el azar el que lo rige todo. No hay nada que alivie esa sensación de fragilidad con la que uno pone el pie en la calle, a primerísima hora de la mañana, sin saber qué va a suceder y de qué manera administraremos después todo lo que suceda. Y no es una visión pesimista, ni está en mi afán el querer poner un punto gris o de pesadumbre en el despacho de las horas, en su vértigo y en su fiebre, en su ir y en su quedarse algunas. Lo que me fascina, todavía me fascina, es el asombro. Yo creo que el mundo funciona a pie de asombro. No es el amor el que lo hace girar, como quería el buen Dante cuando imaginaba a su amada Beatriz. Es el asombro, el asombro fundamental, el asombro primigenio y el asombro último. Todos confabulados para hacernos asequible el tránsito de los días. Porque hay días que son muchos, compactados en uno, hechos a que parezcan uno en realidad, pero es falsa esa apreciación. Días también de complacida querencia hacia todo lo que se nos va presentando. Como si no importase que las cosas troquen a peor. Porque trocan, sabemos. Vivir es siempre un goce. Lo malo, pensado como se debe, tutela un aviso de bondad. La bondad, mirada con acierto, oculta su mensaje de maldad. No hay más que hacer, nada mejor que pensar, ninguna cosa a la que aferrarse para ir hacia adelante. Lo que dejamos atrás, el pasado glorioso, el infame, nos pertenece. Es nuestro. En esa propiedad, en esa posesión, vamos viviendo.









19.5.15

Mark Twain en Mislinja /Slovenia at the heart II




A alguien se le ocurrió dejar en la pared de una sala de profesores en un colegio de Mislinja, en Eslovenia, la frase de Mark Twain. No la había escuchado o leído antes o, en todo caso, no le había prestado atención, no se me había ocurrido pensar en ella, hacerla durar, registrarla y procurar, en lo posible, obedecerla, convidarme a respetarla. Dice que uno haga de cada día el mejor de los posibles o que se le de a cada uno la oportunidad de que sean el mejor de la vida. No se puede comprobar que sirva. No hay forma de que se pueda adquirir la certeza de que quien la lee luego la madure dentro y la practique a fondo. Hay frases de una contundencia absoluta que únicamente sirven como eslogan. Lo malo son los eslóganes, toda esa excelencia literaria con la que deslumbramos al desavisado. Cuando la vi, pedí que me la tradujeran. Lo hizo Nina y me propuse no descarriar las palabras, no desprenderme de la ilusión que me hizo escucharlas. De hecho hoy pensé en Twain, en un rato suelto del día. Pensé en si había algo extraordinario en todas las cosas que habían sucedido desde que puse el pie en el suelo. Elegí una - que no viene al caso reseñar ahora - y deseché otra - que tampoco convendrá hacer constar -. Hay días que no contribuyen a que nada los salve. Días que se arrumban, días de una vacuidad que desarma. Los otros, los que toca la gracia, son los que nos hacen continuar. Se levanta uno con la idea de que algo maravilloso va a suceder. No importa si a uno mismo o a quien tenemos cerca. Ojalá a quienes amamos, en todo caso. Uno incluso ama la posibilidad de llegar a amar. Se ama el amor, no su posesión exacta, no la propiedad que creemos tener de él. Por eso hay que estar alerta, mirar donde no se suele, escuchar con atención lo que normalmente no escuchamos, buscar dentro, no quedar en la periferia, en la piel expuesta, en las palabras hilvanadas unas a otras, como si no dijesen algo y se tuviese que agachar uno, olisqueando, braceando contra la corriente de significados rotos, los que no importan, los irrelevantes y los insulsos. A veces importa la presencia de las cosas, donde las ponemos, en qué lugar las dejamos para que los demás las aprecien. La frase de Twain, no mejor que otras, no la mejor de las frases, expuesta en la pared, en esloveno, me fascinó y me fascina todavía, ahora que no la veo y solo dispongo de la foto que le hice. Nina me la tradujo. No me contó si los maestros de esa escuela la inculcaban a sus alumnos o se la aplicaban ellos mismos. Imagino que sí. Que harán ambas cosas. La llevarán como puedan, izándola como una bandera. Las palabras deberían ser las banderas en lugar de un trapo que meza el aire. Los países deberían ser también palabras. Hay que ir a una sala de profesores de un colegio esloveno para darse cuenta de que los países son las palabras de quienes los habitan. Incluso los sueños. Las palabras y los sueños juntamente, en una pared, para que lea el que llega y luego se decide a escribir. La escritura es un país también. Escribir es un ejercicio cívico. 

18.5.15

Trabajos de amor aplazados / Slovenia at the heart



Siento que estoy aplazando la acometida de un trabajo que me va a confortar mucho. Conforme lo pienso, en esa travesía un poco burguesa de sabernos dueño de algo y demorarnos en su ejecución, me imagino todas las posibilidades, las partes nobles y también las que me dolerán. No hay placer que no traiga un dolor bajo el brazo. De esos quebrantos querría uno muchos, y no porque se maneje bien en aplicarse daño y lo disfrute, sino porque son penurias fabricadas a posta, pensadas no sabe uno bien nunca para qué, pero prácticas, limpias, de las que te hacen saber que el suelo está debajo y no está bien, por mucho que se disfrute el vuelo, agitar las alas y verlo todo desde la altura imponente. No será nada que antes no haya ronroneado o de lo que podría seguir prescindiendo sin que se aprecie que me falta aire o exhibo, para quien se fije, una cara de acelga, un gesto adusto, uno de esos semblantes tristes que despachamos cuando no nos interesa hacer ver a nadie lo felices que somos y lo maravillosa que es la vida que nos ha tocado vivir. Prefiguro que no haré nada de lo que anticipo. Se me da bien la hipótesis, la tengo a mano siempre que el aburrimiento me atenaza y voy de un lado a otro, proclamando mi adhesión a un vicio o mi repulsa a otro. Siempre fui un poco así, volandero. No saber ser de otra manera hace que uno se confiese sin rubor, aunque sea a uno mismo. De hecho todo lo que escribo, presiento también, no deja de ser una especie de cuento que me voy narrando en el que pongo y quito las palabras, entablando un diálogo con ellas, de modo que, más que instrumento, pasan a ser otra cosa a la que no sabría dar un nombre. Mañana, sin no flojeo y nada me aparta de lo que ahora me está fascinando de verdad, empiezo a escribir una novela. La tengo armada en la cabeza, pero se desarma a poco que la pienso. Tres o cuatro amigos con los que me explayo sobre estos asuntos están deseosos de que empiece de una vez. Saben que mi fracaso será el fin de una conversación largamente recurrida. Los amigos, los buenos, están para escuchar. Quizá sea ese el rasgo que los hacen amigos. El viernes, en una terraza que yo me sé, le anticipo a J. la trama. Al viernes siguiente, si no hay nada extraordinario, le pido que la borre. Así vamos los dos haciendo novelas efímeras, historias que no acaban de cuajar, fragmentos de algo quién sabe si asombroso, pero inestable, muy frágil, de escaso o ningún asiento con la realidad. Mientras se van asentando las ideas, en fin, en esa travesía también un poco burguesa, leo y me retiro. Han sido unos días maravillosos los últimos que he pasado. He estado en Eslovenia. A lo mejor es ese el trabajo aplazado, el escribir sobre mi viaje a Eslovenia. Tengo allá, en Mislinja, en Slovenj Gradec, un par de maestras eslovenas que van a leer lo que cuente de su tierra. No será fácil, no es fácil nunca contar lo que uno de verdad ama. En esta conversación que se tiene con uno mismo van los días pasando, persiguiéndose. Hoy alguien a quien aprecio mucho me ha dicho que ha vuelto a leer. Pensé, al escucharlo, que sobra escribir. Pensé que leer es suficiente. Como viajar. La literatura es un viaje. Los viajes, el de estos días a Eslovenia, hay que contarlos, dejar registrado el asombro y el modo en que el asombro nos puso las palabras con las que nombrarlo. Algo así. No sé. Es tarde. Cierro el día. Los últimos, los cinco últimos, han sido agotadores. De una felicidad muy visible y física, pero agotadores. 

4.5.15

Semana Blur



El adiestramiento. Antes de escuchar el nuevo disco de Blur, The magic Whip, he escuchado todos los anteriores. No me ha dejado atrás ni la sesión en vivo en Hyde Park, de cuando se reunieron de nuevo en 2009. Me quería poner en situación, adquirir el bagaje sentimental nuevamente, permitir que la audición fuese lo más fluida posible. Conforme los iba engullendo, a medida de que mi memoria recuperaba los highlights de la banda, los temas perdidos, los trascendentes y los irrelevantes, me sobrevino el deseo de no escuchar el nuevo, pero no tengo palabra o no encontré un argumento del que fiarme para contrariar el instinto, que me pedía no escucharlo, volver al Parklife o al The great escape y quedarme allí a la espera de que llegue el verano. Temía que The magic whip fuese Albarn cien por cien, es decir, tribalismo, Gorillaz, incursiones en el lado oscuro del pop, pero no la épica de los primeros Blur, la astucia y la irreverencia juntamente, el poder del rock, que se acaba desestimando, que a veces no consideramos en su justo valor.

El hallazgo. Si tuviese la misma concienzuda y serena forma de hacer las cosas en otros órdenes de la vida, habría llegado más lejos o más alto, no sé. Dice K. que uno aplica lo mejor de sí en las cosas que tienen menos importancia y no con las que verdaderamente cuentan. No le contradigo. He obrado con Blur con apasionamiento, he viajado por cada canción y me he encontrado con el yo que las descubrió en el glorioso pasado, que es la estación más confortable, a decir de la poesía romántica. No quiere uno llegar lejos ni tampoco alcanzar ninguna altura desde la que ver el mundo de abajo con otra perspectiva. Aprecio la que tengo, poseo la virtud de no imponerme metas muy costosas. Por eso me pareció franqueable la de ir devorando discos de Blur. No se me ocurre leer todo Murakami cuando Murakami saca novela nueva. Quizá porque no me ha hecho disfrutar como Blur, ni he sentido el zarandeo del alma en ninguna de sus ocurrencias sobre la fragilidad del alma y el dolor de la existencia. Blur es festividad y alborozo. Los pasajes oscuros lo son de un modo que uno reconoce coyunturales: suele pasar con la música que se va de la alegría más desbocada a la tristeza más ensimismada en un misma pieza, sin que sepamos bien cómo evitar el roto o hacer que el placer perdure. Por eso los discos son tan maravillosos, por eso recurrimos a ellos cuando nos da el pánico o nos invade la melancolía. A K. le da por reponer en la estantería de su cabeza los discos primerizos de Leonard Cohen. Yo suelo buscar Shine on you crazy diamond o Kind of blue al completo. No sabría contar la de veces que ambos me salvaron de donde sea que estuviera cayendo. En cierto modo, eso es Song 2 para mí: es ponerla y borrar el gris, como si inoculases luz en la misma sombra y notases cómo se va retirando. 

El final. No hay ninguna Song 2 en The magic whip. Ninguna pieza escandaliza por mala, ninguna es insulsa, al modo en que las había en Think Tank, ninguna desentonaría en algún álbum precedente. Lo que no cuadra en esta entrega es que no deslumbre. Y bien debería. Es como una deuda que uno espera que se le pague y vas a recibirla y vas feliz porque sabes que te la van a pagar, pero no es el importe exacto, no es lo que esperabas, no lo que lo zanjaría todo y dejaría las cosas como estaban. Cosas dóciles, cosas banales. Discos a los que dedicas una atención máxima, y luego se pierden entre los otros discos, probablemente. De todas maneras he disfrutado más la sensación de escuchar un nuevo disco de Blur que el propio disco de Blur. Piezas salvables, completamente adictivas hay tres: Though I was a spaceman,(Bowie, Bowie) Ice-cream man y Ong Ong. Me voy a enchufar las tres, me voy a transportar al pasado. 

2.5.15

Los Vengadores 2: La era de Ultrón / Hay que destrozarlo todo



No hay película de la Marvel a la que acuda con indiferencia; ninguna que no me haga regresar a la edad en la que los superhéroes de la factoría de cómics ocupaban casi mi entero ocio y no deseo de ninguna manera censurarme ese viaje en el tiempo. No quiere decir que no haya visto bodrios absolutos, afrentas a la memoria de quienes crecimos de la mano de Stan Lee y de Jack Kirby o Steve Ditko. Lo malo de la Marvel es que Disney le echó el ojo y soltó una pasta muy escandalosa para hacerse con todas las franquicias. Malo porque Disney apuesta por la grandilocuencia, invierte en apabullar al espectador, en noquearlo, en dejarlo sin respiración y en ganarse la parte cómoda de su intelecto, la que no exige mucho y se da por satisfecha con la pirotecnia visual marca de la casa, Joss Whedon, consciente de la eficacia de la reiteración y del peligro de que se abuse en exceso de ella, cuela en el ampuloso metraje pequeñas tramas verosímiles, diálogos que se apartan de la testosterona clásica, guiños cinéfilos agradecibles - la bestia Hulk apaciguada por la bella Romanov - y hasta una metafísica. Porque los tiempos están cambiando, ya saben, y el público adulto, el avisado no, el otro, puede disfrutar con esas pequeñas filosofías de diez minutos en las que los protagonistas creen ordenar el mundo o se creen con la iluminación que requiere ordenarlo.

Los Vengadores 2, La era de Ultrón no es una mala entrega de la serie. A ratos es un más que digno espectáculo cinematográfico; en otros es un delirio, una orgía de escenas de acción controladas por la censura de la casa Disney, en la que no muere nadie o solo caen los malos, aunque no se regodee el plano en evidenciar el modo en que lo hacen. Entre la excelencia y la mediocridad, entre lo sublime y lo vulgar, la cinta cumple con la función que se le encomienda: la de mantener vivas las salas, lo cual no es poco, en estos tiempos de descargas bastardas. No entra en este análisis su oquedad absoluta, su completa falta de dramatismo, la ramplona superficie de sus personajes - y admitamos que ahora hay más relleno y se ve ha habido un interés en realzarlos, en darles el empaque narrativo del que antes adolecían - o la esclavitud del actioner. La historia continuará por cualquier lado: se les ocurrirá a los cerebros de la compañía qué giro congregará de nuevo a las huestes de seguidores, cuáles traerá a adeptos nuevos. Lo que sí es cierto es que se agradece que el tono se haya oscurecido, pero nunca tendremos la oscuridad absoluta, el matiz deseable para los que, entrados ya en una edad provecta, querríamos que la Marvel no solo diese alimento a las generaciones entrantes, sino que tuviese el detalle de cuidar a las antiguas, las que en los setenta íbamos al kiosko y comprábamos las entregas semanales en rutilante blanco y negro. Todavía recuerdo el dolor que me produjo el primer Spiderman en color. Tengo la sensación, muy imprecisa, es cierto, de que la modernidad del color no me sedujo. No dejaremos de acudir cuando se nos llame. Estamos ahí para lo que haga falta. 

1.5.15

Somos lo que se nos cuenta / Cuentos de Prospect Park


Prospect Park, Brooklyn, New York


Creo que no podría vivir sin escuchar historias o sin contarlas. No sé con certeza qué me hace sentir mejor, si recibirlas o si darlas, si leer o si escribir. Quien escribe, en el acto de escribir, es lector también. Quien habla, en el acto de hablar, se escucha también. Obligado a elegir, escogería que me las contasen, pero no tendré que llegar a ese extremo, no me sentiré forzado a renunciar a una. Cuando el otro día me invitaron a ir a un instituto de Secundaria de mi localidad y hablar a los alumnos sobre lecturas y sobre escrituras, les expliqué lo afortunado que me sentía escuchando historias o contándolas. Alguno me hizo improvisar una. No tengo problema en eso, en improvisar, en no saber qué va a venir después o en el riesgo de que nada de lo que venga prospere, ancle su trama y recabe la atención del otro. Siempre hay un otro, un yo alojado afuera, un receptor famélico, el que sólo desea que se le abastezca. La realidad es la que abastece: ocupa el terreno vacío y lo preña.

En Prospect Park, en Nueva York, las historias se pueden registrar, hay quien pide que te pares y compartas de forma anónima. Es muy importante lo del anonimato. En realidad no importa quién firma la trama, no importa saber un nombre, airear un nombre: lo único relevante es el hecho mismo de la trama, la composición narrativa, el empezar a contar por un lado y avanzar por otro, a ciegas o con linternas, a plena luz del día o a ráfagas de colores y de oscuridad, para llegar a un sitio y hacer creer que no hay nada más detrás. Siempre hay cosas que encontrar detrás. En Prospect Park también puedes decir hola y preguntar para qué. Yo estaría encantado de que se meur  encomendara el relato del para qué. No creo que sean cosas que se encomienden: uno coge sus bártulos, los pocos bártulos quizá, y se aposta en un pequeño promontorio del terreno o en un meandro del camino y deja que los curiosos se acerquen. Son ellos, los curiosos, los que hacen que la literatura no muera. No la escrita, la literatura transmisible en los libros, la estudiada en las universidades y la adorada o vapuleada por la crítica. Es la literatura de naturaleza oral, el relato de las cosas que nos suceden, ese volcado mágico de impresiones o de sucesos. El propósito final de este blog es el mismo que el del famélico registrador de historias del parque de Brooklyn. Hacemos la misma asombrosa cosa. Contar y ser contados. De un modo que no sabemos bien cómo explicar se nos cuenta a cada cuento que escuchamos. Nos entendemos en la historias de los demás, en las que nosotros urdimos. Somos lo que se nos cuenta.



Pintar las ideas, soñar el humo

  Soñé anoche con la cabeza calva de Foucault elevándose entre las otras cabezas en una muchedumbre a las puertas de una especie de estadio ...