31.12.13

Dos mil trece / Fin



Tengan ustedes una noche antológica, una noche sublime, una a salvo de la pesadumbre, una con colmo de júbilo, una festiva hasta el desmayo, una que no deseen que acabe, pero no caigan en el error de olvidar el mañana gris, el día con todas sus luces, el año que entra con su vértigo y con su fiebre. Hoy, no obstante, desfóndense. Sean felices sin otro dios que les guíe. Miguel Brieva, el autor de la imagen que traigo todos los años, en esta fecha, a mi blog, se lo dice muy claro. El texto no cambia. Los últimos años entran a trompicones, amenazando con llevarse todo por delante. Así que hoy, si pueden, bailen.

30.12.13

El año de Walter White




Los años enseñan cosas que los días jamás sospechan. Se me ocurren algunas sobre las que últimamente divago, en las que entro cuando escribo. Es curioso que uno siempre piense que está escribiendo sobre los mismos asuntos, pero hay veces en que esa evidencia tropieza con un texto imprevisto, alejado de la trama habitual. Nunca he escrito sobre la democracia árabe o sobre el cine de Tarkovski. De las dos mil ciento sesenta entradas que he publicado en este blog (ése es el número según reza mi editor de blogger) no habrá ninguna en la que haya depositado mi opinión sobre la prosa de Camilo José Cela o sobre el sexo en la tercera edad. Por el contrario, he dejado cientos de anotaciones sobre el jazz. Quizá Charlie Parker aparezca en ochenta ocasiones. O Jorge Luis Borges. O H.P. Lovecraft. Tengo un camino del que no suele salirme. Cuando lo hago, ando a ciegas. De esa manera de andar, prefiero la sensación de vida que produce. No la tiene el sendero seguro, el que ya hemos pisado. Digamos que me he prodigado en lo que conozco o a lo que se inclinan mis vicios. En el año que está a punto de vencer, no he modificado la hipotética lista de vicios que me son más afínes. Sigo empeñado en ver a Dios, en cultivar digresiones alrededor de la posibilidad de que exista, aunque no tengo preferencia. Soy un metafísico mediocre, pero adoro la metafísica y me lo paso estupendamente cuando la divinidad me visita y me esfuerzo en registrar ese prodigio. Mi amigo K. sostiene que no dejaré de escribir nunca. Le reprendo por tener la seguridad de algo que ni yo mismo soy capaz de pensar razonablemente. A lo que no voy a encontrarme este año es a elaborar algunas de las listas que tanto me fascinaron antaño. No haré la de los grandes discos ni la de los libros que me sorbieron. No habrá películas formidables. Ha sido un año más pobre que otros en esos vicios. De todo lo que he observado me quedo con Walter White, un cabrón al que no se le profesa afecto alguno, del que no entiendes completamente los porqués de su proceder, pero al que terminas incorporando al pequeño santuario personal, en donde alojas lo que te conmueve, todo lo que te zarandeó poco o mucho. El señor White es el personaje del 2014. Ayer leí que en la prensa que es el Papa Francisco el elegido por los lectores de la prensa. Me parece estupendo. Como me sigue encantando confundir lo real con lo fabulado, me quedo con White. Ha sido su año. Me he walterizado de lo lindo. Ahora que todo ha acabado el mundo está un poco huérfano. Cosas mías.

28.12.13

La caligrafía del mal

                                                     (Hussein Malla, AP)

El azar posee su propia caligrafía, su esmero en el volcado de una trama. Esta instantánea, tomada en Beirut después de un atentado a un centro de negocios, crea la ficción de que el mal no existe, de que la guerra es un argumento cinematográfico o un episodio de la Historia. La realidad, en cambio, se encarga de desmantelar toda posibilidad de jugar con las palabras. No hay juego posible después del caos, pero la caligrafía persiste, el lenguaje pugna por imponer sus códigos y llega un momento en que uno libera la imagen de la fatalidad que la forjó y cree que solo es eso, una imagen entre las imágenes, una evidencia entre las evidencias, sin que nada trágico anide debajo. Da igual que sea Beirut o Nairobi, Nueva York o Sarajevo. En la dimensión lúdica de la foto, en su simulacro puro, no hay muertos. La muerte queda para otro ámbito, pero no para éste. La realidad pasó de largo y aquí solo vimos una extensión formidable del arte. La saturación en la que estamos inmersos restrringe el dolor, lo mengua, lo banaliza, lo suspende. La posible empatía ha sido extirpada del lóbulo en donde se encuentre en la insensible cabeza. Lleva razón mi amigo Miguel Cobo, que me mostró la foto ayer: a veces la destrucción nos ofrece mensaje crípticos. Todo está aquí encriptado. La belleza posee su propo nivel de seguridad. Hay que ir abriéndose paso, ganando terreno a la aversión, mitigando el dolor que produce observar el mal, logrando finalmente ese raro estado de equilibrio emocional en el que una fachada de un edificio devastado por las bombas no afecta más que una avenida en hora punta o un campo de trigo a cuyo término se observa una casa antigua. Solo nos incumbe la belleza. Nos afanamos por encontrarla incluso donde no está convocada. La buscamos en los escombros y hay cierta confianza en que la búsqueda no será en balde. Somos criaturas extrañas los seres humanos. De verdad que no entiendo de qué formidable sustancia estamos hechos.

23.12.13

No son días buenos



Quizá lo que hemos perdido sea el sentido de las palabras, el significado que albergan. De hecho no creo que público y digno posean la acepción  que razonadamente hemos venido usando en cualquier debate ideológico. Lo mismo es la ideología la que lo está contaminando todo, corrompiendo cierto estado del bienestar, no el que los socialistas vendían como idílico. No se trata de que la derecha incivil, la que privatiza y la que amarra al individuo y lo expone al criterio voraz de los mercados, haya barrido para casa y esté alegremente, refrendada por una mayoría en el arco parlamentario, eliminando todo lo que les molesta, los asuntos que les molestan. Si volviera al poder el PSOE acometería reformas que no contentarían a toda la población. No hay consenso en nada, no creo que pueda haberlo: ni uno mismo está en continuo consenso con su forma de comportarse, pero lo de la escuela es perverso. Otras perversiones podrían añadirse, sin salirnos de la desazón que nos aturde, del sentimiento de desafecto por la política que reina en la opinión pública. Todo este alejamiento entre el gobernante y el gobernado no debe aducirse exclusivamente al lamentable sistema financiero ni al esfuerzo, quién duda que titánico, de pagar las deudas antes de comenzar a ahorrar de nuevo. Lo que no se acepta, a pesar de esos indicios razonablemente legítimos, es que sea la educación o sea la sanidad las que paguen los desperfectos. La dignidad de lo público está seriamente violentada. Lo público está herido de muerte. El moribundo avanza, parece que no pierde del todo el resuello, pero está a poco de de verdad fenezca. No lo habrá matado en exclusiva el gobierno de Rajoy: es la connivencia de la sociedad la que ratifica la paliza que le están dando en algún callejón oscuro de las leyes. 

Lo que mi amigo Fernando Oliva, un verdadero hombre renacentista instalado en este cambalache de siglo, ha hecho con su montaje fotográfico es la mejor felicitación navideña posible. No he visto otra que zarandee con más atrevimiento la pasividad con la que afrontamos el cataclismo que se nos cierne. No llegaremos a esto, no vamos a volver al pasado pobre de la España gris de la posguerra, pero sobrevuela la impresión de que no está lejos el día, de seguir así las cosas, en que ese pasado pobre de esa España gris hinque la rodilla en el suelo y vea cómo está el panorama. Siempre gana el dinero: sirve para que quienes lo posean aborten en Londres o estudien en Dusseldörf. Es tan hipócrita el resultado de las reformas que escandaliza que prosperen. Es tan diáfana la sensación de que estas medidas no les incumben a los ricos que los pobres, los de solemnidad y los recién inscritos en el censo, están indignados. Cómo no estarlo. Al paso que vamos sacaremos el cobre de las pizarras digitales para venderlo y poder pagar el recibo de la luz en las escuelas. Será como el famoso tren de los hermanos Marx. O como al ínclito Buster Keaton en El maquinista de la General, desmontando ese mismo tren para que el tren continúe su viaje. Un viaje a ninguna parte probablemente. 

No es una Navidad feliz en modo alguno. No creo que haya ninguna que lo sea; fiestas religiosas en su origen pero brutalmente transformadas en una celebración laica o consumista o capitalista, en donde más crudamente se evidencian las diferencias entre las clases sociales. Va uno por la calle sin que nada le espolee a pensar en el espíritu. Es solo la carne, la gloriosa carne la que manda. No eres nadie si no tienes una visa que expoliar, no eres nada si no te dejas engatusar por la voz meliflua de los altavoces de El Corte Inglés, informándote de que si compras dos botellas de Ribera del Duero te regalan una tercera. Es el mercado el que gana. Y quizá está bien que sea así. Yo nunca he conocido otras navidades. No he vivido ninguna revelación religiosa que me haya enternecido por dentro. Sigo siendo una criatura materialista. Una que confía en que la palabra delito sustituya a la palabra pecado de una vez por todas. Una que desconfía de que la fe recompondrá la pérdida de valores que algunos colocan como el verdadero veneno que está haciendo que la sociedad enferma. No dudo que está enferma, pero la salvación está en los pupitres que Fernando Oliva ha registrado en su amarguísima felicitación navideña. Si algo bueno hay en el prometedor futuro depende de esos pupitres. Si el gobierno de turno (no olvidemos que los gobiernos funcionan por turnos, afortunadamente) escatima medios para que resplandezcan, el país se va a la mierda. En Navidad o en pleno verano. Esa es la dirección previsible. Que El Roto termine mi angustia.





16.12.13

Escotes



Se empieza abriendo una zanja donde amontonar muertos y se termina tapando el escote de Sara Montiel. Lo uno conduce a lo otro o quizá sea al revés. Hay un hilo conductor en la perversidad. Consiste en la creencia de que al débil, el que no detenta la investidura soberbia de la autoridad, no le incumbe la formulación de las leyes que lo gobiernan. En muy resumidas cuentas, reduciendo la trama censora a sus más elementales ingredientes, se trata de eso, de que no exista voluntad en el gobernado, de que se le aplique (sin su consentimiento o sin el que deriva de sana mecánica de las urnas) una vara de medir caprichosa, que no obedece al sentir del pueblo ni emana del criterio democrático.

El escote de Sara Montiel es el abismo por el que se despeñó España en la época gris en la que no fuimos nada o lo fuimos de un modo precario, absolutista, cainita, represor, infame, perverso también. No sé si se puede levantar cabeza después de las miserias que padeció el pueblo. Siempre queda una rémora, un reducto fiel al pasado cercenado por la muerte del dictador, por la venida gloriosa de la libertad, con su hermoso carro de oro. No se nos quería libres. Tampoco ahora hay una libertad de la que podamos presumir enteramente. Solo hay que abrir la prensa y asistir al bochornoso espectáculo de la vida mundana, la que abarrota las calles de gente dolida, exprimida hasta el desmayo, convertida en otra cosa, pero no en ciudadanos, no en individuos protegidos por ese soberbio cuadro de derechos y de deberes que es la Constitución, tan zarandeada últimamente, tan cuestionada, tan amiga de algunos, en ciertas circunstancias, y tan hostil a los demás, en otras. Lo de cubrir los pechos de la Montiel rivaliza con otras barbaridades desgajadas de la cabeza del catón, un señor elegido entre otros, afín al régimen, concienciado de que la carne ofende. No hemos cambiado mucho. Sigue el espíritu censor. Quizá han cuidado de que no sea tan evidente, pero se advierte a poco que uno observa con atención que no se ha ido del todo. Lo traen emboscado porque ahora hay más que ver y entre tanto asunto no se aprecia cómo nos birlan lo real, de qué taimada manera consiguen que todo parezca espléndido y sean éstos los mejores tiempos. No lo son. De ninguna manera lo son. Ahora no le tapan a ninguna montiel la carne alegre. Dejan que alguna distraiga. El hurto del canalillo, tan sugerente, de tan hondo pálpito, fue una de esas atrocidades de las que no nos hemos repuesto. Porque representa una forma de pensar o porque glosa un modo de evitar que se piense.

13.12.13

Un trozo del mapa



Hay países de los que no sabría decir ni una palabra. Países de los que carezco de toda información salvo tal vez su alojamiento cartográfico o la levísima consideración que proviene de haber escuchado su nombre más o menos veces en los tristes recuentos de catástrofes que en ocasiones ocupan los titulares en los informativos. Uno entiende que no sepa dónde está tal o cual pueblo, pero he disfrutado los atlas y todavía soy capaz de ubicar Soweto (antes de que Nelson Mandela lo engrandeciera para las enciclopedias) o escribir sin error el nombre de todos los países costeros del continente americano. De verdad que no es una información de la que yo presuma ni una a la que le extraiga un uso extenso. Me limito a saber en qué mundo vivo. Amé los atlas como se aman los libros de aventuras. Les concedí la confianza que me permitía fantasear con recorrer todos aquellos lugares asombrosos. Mi dedo reinaba el mundo cada vez que recorría la espina dorsal de los Andes o el curso formidable del Nilo. En mi afán por fundar imperios en mi imaginación inventaba mapas. Era una actividad prodigiosa. Todavía no he encontrado ninguna en la que depositar esa voluntad de conquista. No solo creaba islas imaginarias sino que les daba nombre y hasta colocaba ciudades allá donde se me ocurría. Elevaba cadenas montañas a capricho y montaba ríos desde sus cúspides para dejarlos después morir en el anchuroso mar. Creo que el primer escritor que hubo en mí procede de esta cartografía azarosa. De ahí el respeto a cada país, por pequeño que sea, por irrelevante que parezca la fonética de su nombre. De seguro que allí habrá ríos que crucen una hoz entre agrestes ondulaciones de la tierra o acantilados cortados con esmero, como si los dioses primigenios (los que Lovecraft ideó para entender el pasado remotísimo) se hubiesen ocupado a tiempo completo en la creación de un mundo abrupto y violento, escenario fabuloso en donde hipotéticos dragones dirimían combates a los que mi imaginación se aferraba fieramente, liberándome de la realidad, conduciendo (a la manera que lo hace la mejor ficción) a lugares más hermosos que ninguno que yo hubiera visto. En realidad, en ese edad y en esta otra de ahora, no he visto demasiado. He visto pequeños países y los he visto de un tamaño inabarcable, pero todos han sido convertidos en líneas alojadas en un mapa. 

De Cataluña conservo también un recuerdo cartográfico. Que esa impresión mía haya sido violentada no es relevante. Se tiene una idea hostil de lo catalán porque lo hostil es el primer paso (orquestado desde la política) para plantear un desafecto entre las partes. Del desafecto a la independencia hay un trecho más argumentable, del que se puede extraer un ideario de más fuste noticiable. El catalán de a pie (conozco algunos, tengo como muy querido amigo a uno) no cree que estas distracciones le beneficien. Le concede al hecho trascendental de la independencia una importancia secundaria o no le concede trascendencia alguna. De los otros, de los conjurados, de todos los que batallan por escapar de la madre patria (ay) y campar por el mundo con su lengua, sus espías y su torres de hombres, sé poco. No he tenido oportunidad de que alguien verdaderamente obstinado en esta empresa me la explique de un modo razonable. Las patrias es que no son razonables. Ni la catalana ni la española. Son razonables los mapas. Incluso lo son más los que carecen de fronteras y solo apreciamos la parte orográfica o quizá también la que pone en un color más oscuro las poblaciones. He sido invitado ya varias veces a visitar Barcelona y todavía no he accedido. No por algún desafecto de ésos que los que antes me refería. Será que está lejos de mi casa o será que hay sitios a los que deseo ir antes. Mi amigo B. dice que debe ir antes de que cierren la frontera. Es un chiste malo, pero ocurrente, muy al hilo de estos tiempos.

No es ocupación de este blog el análisis político. No tengo capacidad para entrar en honduras. Me limito a asistir como espectador. Uno interesado, por supuesto. A lo que no estoy dispuesto a renunciar es a sentir que, en el fondo, toda esta metralla informativa censura o relega a un término secundario otras informaciones que igual debieran darse con más énfasis o en más abundancia. No es momento de irse. Igual no hay ninguno que sea en verdad el propicio. La Historia está llena de momentos imprudentes que luego no han sido tales. A mí no me gustan los días de exaltación nacional. Prefiero la exaltación paisajística o la topológica o incluso la mera exaltación metafórica. Estos son días de exaltación de las pasiones nacionalistas. De un lado o de otro, de aquí o de un poco más allá. Ninguna de esas convicciones me conmueven. Las observo desapasionadamente. Me producen incluso un cierto reparo moral. Tanta gente pasando penurias y tanta otra, en posesión de los instrumentos que palian esas penurias, tan fieramente empeñada en ignorarlas, tan hocicados (es el hocico el que mueve las pasiones a veces) en otras de menor alcance. Algunos no se enteran de que las banderas las hacen todas en Hong Kong, como esgrimía, con su habitual marca abrupta y certera, El Roto, hace tiempo, en su rincón de prensa. Se vive mejor en la creencia de que la patria de uno es el corazón de la que a la que ama. Luego están los idiomas, están las banderas o está la ganancia o la pérdida de un territorio allá lejos, a donde uno no va nunca o en donde no se considera ni siquiera un vecino sensible, uno de verdad preocupado por las menudencias de lo doméstico. Los políticos no se arriman a estas consideraciones banales. Van a lo grande, buscan lo que impacta: quieren ser los que consiguieron esto o lo otro, los que forjaron un destino en lo universal, una línea en un texto, un trozo más grande del mapa.

11.12.13

Una epifanía



No sabemos qué ha pasado antes ni tampoco qué después. Tan solo advertimos el momento en que el maestro del suspense mira fijamente una chimenea, una diminuta, casi menos que una chimenea, como si buscase una intriga o como si descansara y se ocupase en perder un poco el tiempo. A mi modo yo también me desocupo así. Está bien desocuparse, desatender las obligaciones, sentarse morosamente en una silla años cincuenta o en un banco de parque o en el borde de la cama y observar algo que en otras circunstancias no repararíamos. El mundo entero está ahí, desamparado, buscando quién lo entienda, en la secreta voluntad de que lo desentrañemos y le entregemos un sentido, el que no tiene, al que no le hemos adjudicado un lugar en el mundo. Cosas que escribo que ni siquiera yo sé razonar después, pero mías, saliendo en tromba, pensadas sin reparar en el alcance, rasgando levemente el significado de lo que secretamente nombran, pero no tenemos tiempo, no hay certezas sólidas que nos aferren a una idea, a todo se le encuentra una fractura, un obstáculo que impide su absoluto provecho, un roto sobre el que justificamos lo innecesario de su uso. Estamos en una cárcel de vértigo y de fiebre, de azar y de zozobra. No sabemos librarnos de lo que nos atenaza. Incluso no sabemos qué nos atenaza. Vivimos bien en esa incertidumbre. Quizá nos eduquen para que no nos duela demasiado esa falta de precisión. Nos gusta que nos agite el viento. Nos gusta que nos duela el aire.

9.12.13

Los cuentos del amor sideral


I
Las realidades improbables son las más disfrutables, pero siempre tiene que haber una brizna de verosimilitud. Se trata de que la cosa impostada, la que se impone a lo real, no malogre la posibilidad de que la trama se desbarate al deslizar un elemento fantástico, un recurso narrativo que luego sea incómodo y sobre el que penda toda el equilibrio de la mentira. Porque siempre andamos mintiendo. Incluso cuando decimos la verdad, en el momento en que relatamos prolijamente lo que pasó, sin el concurso de la ficción, estamos incurriendo en una falsedad o estamos manipulando lo que sabemos, tal vez inconscientemente, pero al final lo que cuenta es lo que se lee o lo que se cuenta, de modo que no hay manera de que algo sea escrito o sea contado, siempre está ahí la invención, contaminándolo todo. Por eso las realidades probables, las que podemos reconocer inmediatamente, por familiares, por íntimas incluso, no son las que más convienen. Hace falta mentir.

No decir: me llamo Emilio Calvo de Mora Villar, nací en 1966 en Córdoba, no tengo hermanos, mis padres están bien de salud todavía, tengo una mujer y dos hijos, trabajo como maestro de inglés, tengo un blog, bebo cerveza, escucho jazz, veo cine negro, leo poesía, me dejo la barba antes de navidad y me pelo al cero en verano, no tengo perro, leo la prensa a diario, adoro las barras de los bares, me pierdo en el campo, sé apreciar el talento ajeno, procuro afinar el mío, sostengo la idea de que no hay otra vida después de ésta, cuido a mis amigos y dejo que me cuiden también, no conduzco, nunca he hecho deporte alegremente, jamás he montado a caballo, sufro con el mal que devasta al mundo, fumo medio paquete a la semana, no sé usar un taladro, nunca me ha preocupado la bolsa, creo en la política a pesar de todo, me gusta escribir en los bares...


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8.12.13

Apuntes dominicales

No sé cómo puede ser que convivan en un escaparate de una librería las memorias de David Bisbal, que deben ser una cosa meliflua, de interés couché más bien, con la poesía completa de Jaime Gil de Biedma. Será que quienes conviven son los que están detrás del escaparate, los que se dejan engatusar por una lectura o por otra, y entonces se cae en la cuenta de que está bien esa convivencia un poco absurda para uno y que, sin embargo, no causa malestar alguno en otros. Yo mismo soy un devorador sincopado de discos de jazz y no he escuchado en mi vida uno entero de boleros. Bisbal es el bolero irrelevante y Gil de Biedma, en mi cabeza, es el bebop sacudiendo fieramente mi corazón. Hay cuadros en los que no encuentro nada que me conforte y otros en los que gustosamente me colaría por ver qué hay dentro que el mirar no alcance. Personas que en mí no producen interés y que causan el más alto en otros. Paisajes que me sacuden y que pasan desapercibidos para quienes no se prestan a cuidar la mirada que los registra. La alta cultura, que Gid de Biedma representa sin duda, y una de menor rango, con un fuste ético o pasional o intelectual menor, pero quisiera yo acudir a quienes venden ambas (la alta y la baja) y que elijan cuál les reporta un beneficio mayor. Es posible que sean los bisbales del mundo, con sus biografías irrelevantes, con sus historias de amores minúsculos, con toda esa banalidad rentable, los que permiten que no cierren las librerías con solera y que algunas nuevas se instalen en las calles, tan necesitadas de ellas, por otra parte. Que los biedmas precisan de esa cooperación noble, un poco bastarda, para que no se pierda del todo su mensaje.

                                                                 ***

En estos días, acercándose la Navidad, me siento más ciudadano de Nueva York, pongo por caso, que de mi Córdoba natal. No tiene la culpa Bedford Falls o el inventario ingente de películas que los americanos han ido dejando en las carteleras. No es el espíritu de Santa Claus, tan ajeno a mi cultura; digo que no entiendo bien la razón por la que suceden estas cosas, pero es escuchar a Dean Martin cantando Let it snow, let it snow, let it snow (creo que lo dice unas cuantas veces) y siento un arrebato navideño que rivaliza con los que sienten algunos bien cercanos a mí con villancicos flamencos o con las melodías de antaño, las de la vírgen en el río, los peces y todos los arcangélicos espíritus depositando su letanía de paz para la gente de buen corazón. Pero ah siempre hay alguien que nos gana en estos extremos del gusto personal: ahí tengo a mi buen amigo R.P., que ama la navidad de un modo que no he visto a nadie, en cualquiera de sus vertientes, incluyendo la de las canciones de los renos con la nariz gorda y el barbudo barrigón comprobando los regalos una y otra vez. 

                                                                ***


Distraigo la tarde del domingo poniendo y quitando unos cables en el equipo de música. Sé que lo mimo más que casi a ningún objeto de mi casa. Contribuye a mi felicidad de un modo absoluto, sin recortar un ápice su generosa entrega de agudos y de graves, sin que yo aprecie un punch menor en su restitución formidable. Lo compré hace veinte años (casi veinte años) y todavía me emociona. Es curioso que piense que es mi equipo (compuesto de varias marcas: Marantz, Bowers & Wilkins, Sony) el que me conmueve y no los discos de Joe Pass, de The Beatles o de Joan Manuel Serrat. Le da a uno a la electrónica una muy alta consideración en esa lista no excesivamente larga de cosas que lo elevan de la realidad y lo conducen a otro lugar. Allí están Bach y Charlie Parker y Bing Crosby. Ahora mismo estoy escuchando White Christmas. De verdad que es una tarde de domingo espléndida. Hasta el árbol de Navidad (nada de portal este año) está ahí, en el recibidor, luciendo, enhiesto, reventón de campanitas, espumillones y bolas de colores.  



4.12.13

Hopper


Uno quisiera estar solo en ocasiones, solo como están los personajes de los cuadros de Hopper, solo, sin el afecto poético de que existen los otros y que de alguna forma nos confortarán cuando los veamos y pedirán que contemos con ellos para lo que se nos ocurra, pero no podemos evitar dejarnos embaucar por la tristeza, permitir que nos conduzca y entenebrezca un poco, a sabiendas incluso del mal que su mala administración puede ocasionarnos. Se tiene de lo triste esa percepción decadente. Hay tristezas en las que se confía ciegamente. Cree uno que habrá un rédito artístico. Como si esa hondura del ánimo de verdad abriera el numen o lo reformara o simplemente extrajera de su oficio las maneras más nobles, las de más fuste, todas las que sabemos que andan ahí, a escondidas, tutelando la belleza. No sé qué podríamos sentir si fuésemos un personaje de un cuadro de Hopper. A lo sumo la pérdida, la sensación absoluta de abandono, la creencia de que el mundo está ahí afuera, girando, obstinado, terco, y de que nosotros, los que miramos una taza de café en un bar muy cutre de una estación de tren o los que miran por una ventana.Está en Hopper un estado de ánimo que ya hemos tenido. De Louis Armstrong se decía que era capaz de pulsar cualquiera de esos estados con su trompeta. A Hopper le pasa lo mismo con un lienzo. La conmoción de la soledad o del silencio se distrae con el atrezzo en sus cuadros. Siempre hay una voluntad lírica, y también narrativa, de que el escenario al cual se vincula la idea misma de la pintura desprenda la misma vida que los personajes que la pueblan. Es el vacío el gran tema y de él salen todos los demás. Uno está a veces vacío como lo están los personajes de los cuadros de Hopper, solo, no sabiendo con certeza qué paso dar después, cómo contar a los demás o a uno mismo la dureza del trayecto, toda esa orfandad con la se encara la consecución limpia de la trama.

Pintar las ideas, soñar el humo

  Soñé anoche con la cabeza calva de Foucault elevándose entre las otras cabezas en una muchedumbre a las puertas de una especie de estadio ...