4.2.13

Argo / Mentiras de la política, verdades del cine




Lo mejor de Argo es su fascinante vocación de mecano. Su mayor virtud es la de hacer que todas las piezas ensamblen de una manera prodigiosa. Que su metraje (dos horas) pase en un suspiro. Que en la butaca se nos olvide la realidad que nos circunda. Uno de los oficios de la ficción es precisamente éste, la supresión de la realidad, la maravillosa sensación de haber salido de este mundo y haber entrado en otro. La bufonada de su argumento (la puesta en escena de una película falsa para rescatar del Irán de Jomeini a unos norteamericanos retenidos en una embajada) podría haber desembocado en una comedia, pero Ben Affleck (más que inspirado) la bordea y se centra en el suspense, en el vértigo de una trama muy hitchcockniana, pero también muy del gusto del mejor Alan J. Pakula. Tampoco renuncia al humor, un humor cínico, que hurga en las tripas del cine como objeto de negocio. Delirante a ratos, cruda en otras, Argo sostiene firmemente la idea de que se puede hacer cine de entretenimiento masivo sin renunciar a unas altas cotas de calidad artística. Lo mejor de Argo es que la sabemos insólita. No se hacen películas como Argo. Toda la artesanía del Hollywood de los setenta y primeros ochenta (De Palma, Scorsese, Spielberg, Lumet, el propio Pakula, Pollack) está primorosamente recuperada en la obra de Affleck. No solo recrea muy fidedignamente el atrezzo de la época o su vestir hortera a nuestros ojos sino que filma como si no hubiesen pasado treinta años. Podría haber sido una cinta producida a poco de estallar el conflicto iraní.

Lejos de ser una función perfecta, Argo se reblandece en su tramo final, cuando el director privilegia un suspenso chusco, como de erotismo barato, oportunista como pocos. Sobran los subrayados políticos (en ocasiones muy tímidos) y brillan los estrictamente cinematográficos: geniales los personajes de John Goodman y Alan Arkin. De lo que dicen y de cómo se comportan se podría sacar material para otro film, no lo duden, pero hay un aroma clásico que rezuma amor por el cine clásico, liberado de texturas modernas, esforzado en ofrecer un espectáculo completo. Affleck, discreto como actor, brilla en los tres films que ha dirigido. Ninguna de sus tentativas frente a las cámaras (salvo Hollywoodland, que le valió el aprecio de la crítica) rivaliza con su oficio detrás de ellas (Adiós, pequeña, adiós y The town, ciudad de ladrones, impecables muestras de cine policiaco con idéntico sesgo clásico).

Contemplada como una lección de Historia, Argo es un artículo enciclopédico malo en el que el autor suprime los datos de interés y revisa únicamente los tópicos, los trazos más evidentes, los que se recitan en un juego de mesa. Ben Affleck prescinde de la política y se deja querer por el material narrativo, que es excelente. Contemplada solo como un producto de ficción (aunque narre unos hechos reales y se impregne, sobre todo al principio, de un maravilloso tono documental) Argo es una lección de cine. Impagable, por fijar en la pantalla durante buena parte del metraje, la querencia de Affleck (y de su excelente guionista Chris Terrio) por la bendita iconografía de la ciencia-ficción de esos años. Se te saltan las lágrimas con el merchandising galáctico que adorna el dormitorio del hijo de Méndez, el personaje de Affleck. Literalmente.


3 comentarios:

Unknown dijo...
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Anónimo dijo...

Una chorrada muy gorda

alex dijo...

Una lección de cine, una de las películas del año, una desbordante querencia por el cine de género bien facturado con las mismas herramientas que otros utilizan para crean bazofia. Affleck ha resultado ser un alumno ejemplar y aplicado. No aprecio intenciones políticas (todas ellas apreciables) pero sí un regusto por lo acaramelado y una obsesión por cerrar círculos en su tramo final. Affleck aún debe desapegarse de su lado más mainstream para comprender que las buenas historias requieren resoluciones pero no necesariamente finales...

Un aforismo antes del almuerzo

 Leve tumulto el de la sangre, aunque dure una vida entera su tráfago invisible.