Dios
me habla en bebop, me habla en sonetos, me habla en alta definición.
Poseo la sensiblidad pertinente para apreciar esos susurros divinos.
Los
percibo con absoluta nitidez incluso aunque preste poca atención.
Hay
días en los que estoy verdaderamente cansado, días en los que poco me
conforta y casi nada me parece relevante y sin embargo, a pesar de esas
adversidades, noto que Dios está a mi vera, tutelando mi ingreso en el
sueño, conduciendo mi yo zaherido hacia la dulce armonía del cosmos.
Anoche, sin ir más lejos, vi a Dios en una loncha de jamón de york que mi
hija estaba colocando sobre la rebanada de pan de molde.
Era un Dios
sin mayúscula, un dios caprichoso, rudimentario, de escaso apresto
filosófico. Un dios sin Kant ni conferencia episcopal.
Un dios (digamos)
izado a capricho después de pensarlo durante años, de conformarlo a
beneficio propio.
Es el dios de las pequeñas y de las grandes ocasiones,
de los cubitos de hielo en el fondo del vaso y del sol en la almohada
nada más clarear el día.
Me sería imposible numerar los dioses a los que
venero.
Billy Wilder.
Un dios a 24 fotogramas por
segundo.
Un dios cinético.
O cinéfilo.
No lo sé.
El dios Wilder no es
menos dios que el dios Coltrane.
Hay noches que me zambullo en Coltrane y
pierdo la entera noción de las cosas.
Creo en Dios porque creo en la armonía secreta del cosmos.
Un
creer contra un crear.
Un mirar arriba, ensimismado, contra un mirar
abajo, perplejo.
La incertidumbre absoluta.
El fuego divino ardiendo
alma adentro.
La ceremonia universal de la genuflexión ante lo que uno
no conoce y ante lo que se hace pequeño.
En realidad, oh amigos míos, oh
compañeros de travesía, uno cree en Dios o en dios o en d-i-o-s a
medida que empequeñece.
Que yo pese ciento diez kilos y mida metro
ochenta y tantos no importa.
Lo que verdaderamente importa es la
sensación de mierda seca.
De punto en el universo.
De que somos irrelevantes.
De que somos irrelevantes.
Somos
Coltrane soplando en un club, somos el hombre de pronto convertido en un
obrero del más allá, en un operario diminuto que labra su porvenir a
sabiendas de que le rezarán unos cuantos de los suyos muy a pesar de
advertirles de que no le recen.
Lo malo de morirse uno es que luego no
puede comprobar si se cumplen o no los puntos del testamento.
Se muere
uno y se encuentra con Coltrane en un vórtice especular de masa
deconstruída.
O se encuentra con Coltrane en un fragmento de realidad
invertida en un universo paralelo. No tengo ninguna duda de la
existencia de universos paralelos.
En un universo paralelo no se cree en
Dios ni en el diablo ni en el hombre Coltrane soplando en un garito de
Chicago My favourite things.
No se cree en la iglesia ni en la salvación
de las almas.
Se cree en el puré de patatas, por ejemplo.
O se cree en
una cimitarra de hierro.
Hay universos alternativos en los que el ser
humano es más humano que en éste.
No existen primas de riesgo ni
strippers ni niños pijos saqueando el fondo de inversión del padre
mientras se derrumba occidente.
Es que no existe occidente.
Ni oriente.
Ni burkas ni salmos.
Ni Wilder ni Coltrane.
Ni Wilder ni Coltrane.
Un mundo a salvo de la magia, a ver si me explico.
Un mundo congregado en torno a muy elementales normas, pero un mundo sin
peligro de caer en un abismo de Helm ni desmoronarse porque un hijo de
la grandísima puta mande la economía al carajo.
El dios en el que creo
es un experiencia sensible intransferible.
Así debería ser el dios en el
que crean todos los que creen únicamente en uno.
Si uno callara lo que
piensa acerca del dios en el que cree no habría guerras ni se
levantarían templos para contar a los demás que se comparten creencias y
que todos han sido diseminados con la misma pura semilla.
La semilla no
me alcanzó, lo siento.
La vi cerca, la observé con cuidado, la miré con
la idea de que podría decirme algo que me enriqueciera, pero pasó de
largo y no hice absolutamente nada por pillarla.
Adiós, semilla.
Hola, Wilder.
Hola, Wilder.
Hola,
Coltrane.
El caso es tener a alguien a mano cuando llegan esos
momentos de flaqueza y uno precisa un sostén.
A mí me gustaría perderme
en el de Roberta Pedon, una hippie de California que triunfó en el
posado retro sin caer en el porno.
Hola, Roberta.
Hola, Roberta.
Dios
me habla en haikus.
Un dios contenido, un dios filatélico.
Símbolos
embutidos en un traje muy precario.
El dios en el que no creo es el Dios
de las catedrales.
No porque no le vea sentido.
No tengo argumentos
para sostener que exista o que no lo haga.
No poseo ninguna información
fiable al respecto.
Creo con el mismo énfasis con el que los demás lo
hacen.
Igual hasta por las mismas circunstancias.
De pequeño rezaba a
Dios cuando intentaba conciliar el sueño.
Probaba frases.
Hacía (en esa
intimidad en la que uno piensa casi en voz alta y hace un balance de
cómo ha ido el día o de cómo va la vida) de escritor en ciernes.
Todos
los niños son, en el fondo, teólogos amateurs.
Dicen cosas que luego, en
la edad adulta, les produciría rubor.
Ay si fuese sólo rubor.
El niño
es un ser puro al que la pureza le llama con insistencia.
Por eso el
preceptor religioso le inculca el catecismo fundancional.
La idea de un
Dios y la idea de un coro arcangélico de devotos que están en el cielo, a
salvo de las inclemencias del dow-jones y de la cirrosis hepática.
Yo
me quiero morir sin más, mire usted.
Parezco Rajoy con eso de mire usted.
Hola, Mariano.
Hola, Mariano.
No sé si creer en Dios puede ser un contradiós.
Es la excusa para
perfecta para tanta barbarie que dan ganas de creer un poquito y hacer
el ganso con coartada.
Sobre dios (o sobre Dios o sobre d-i-o-s) se han
escrito más páginas que casi sobre ningún otro personaje histórico.
La
línea más pequeña y la más irrelevante habla de Dios aunque su autor, el
más estulto entre los autores, el más zopenco y el de menos talento, no
lo sepa.
Dios está en la barra de los bares, en la cubierta del
Potémkin, en la barba de Walt Whitman, en el sonido que mi iphone
proyecta cuando en el whatsapp escribe mi amigo K. Dios está en mi
iphone.
Está en las tripas de la máquina, en el corazón de la bestia, en
el circuito más inteligente de mi teléfono inteligente.
Dios en banda
ancha, Dios en un fino hilo de cobre que recorre la salita en la que
escribo. La acabamos de pintar.
Está reluciente.
Huele todavía a limpio,
a desinfectante, a amoniaco y a lejía.
Dios está en la lejía y en los
átomos del mistol vajillas.
Dios en el Jack Daniel's y Dios en el solo
de Chet Baker en Amsterdam poco antes de que le partieran la boca unos
traficantes.
Dios es un
no-argumento.
Se cree sin cortarlo.
Al contarlo, al formularlo, se
desvanece el efecto y todo es un compromiso intelectual, un querer
porque haber visto a tantos haber creído.
Siempre pensé en los
constructores de catedrales y pensé en lo que les movía, en la fe
indesmayable que levantaba un prodigio como ése.
Lo hablé con mi amigo
Juan Manuel hace pocos días: entré en la catedral de Lugo y me sentí
empequeñecido, me sentí una puñetera mierda, me sentí un despojo.
Con
eso contaba los constructores.
Con el efecto empequeñecedor.
Con la
certeza de que el que entraba en ese templo perdía, por el hecho de
entrar, poder sobre sí mismo.
Era un acto bélico, una batalla ganada
nada más poner el pie en la piedra y contemplar la construcción.
Soy un
fan de las catedrales del mundo: las visitaría todas.
Iría de una en
una, tomando notas, haciendo fotos, escribiendo en mi facebook las
pinceladas iniciales.
Descubriendo el aire en el aire.
Perdido en la secreta armonía del cosmos.
Buscando a Dios en la palma de mi mano.
Contando al mundo cómo fui bendecido por la gracia.
La gracia llena de fulgor el pecho.
La gracia alfabetizada, compartimentada, estabulada.
La gracia domesticada.
La gracia hecha mascota paseable.
Toda la gracia, la pura y la impura, escribiendo el texto.
No hará ni pizca de gracia.
No lo pretende.
Dios no es un asunto risible o lo es enteramente.
La belleza será convulsa.
O no será.
Tengo un dolor en el pecho a cada palabra que no digo.
Se me abre cartesianamente el alma.
La tengo abierta y la ven todos y la discuten en las plazas.
El alma visible.
El peso del mundo es amor.
La luz es un vértigo.
Dios me asiste y me conforta.
Lo miro en silencio y me mira.
Le tuteo.
Le abrazo.
Me aturdo.
Descubriendo el aire en el aire.
Perdido en la secreta armonía del cosmos.
Buscando a Dios en la palma de mi mano.
Contando al mundo cómo fui bendecido por la gracia.
La gracia llena de fulgor el pecho.
La gracia alfabetizada, compartimentada, estabulada.
La gracia domesticada.
La gracia hecha mascota paseable.
Toda la gracia, la pura y la impura, escribiendo el texto.
No hará ni pizca de gracia.
No lo pretende.
Dios no es un asunto risible o lo es enteramente.
La belleza será convulsa.
O no será.
Tengo un dolor en el pecho a cada palabra que no digo.
Se me abre cartesianamente el alma.
La tengo abierta y la ven todos y la discuten en las plazas.
El alma visible.
El peso del mundo es amor.
La luz es un vértigo.
Dios me asiste y me conforta.
Lo miro en silencio y me mira.
Le tuteo.
Le abrazo.
Me aturdo.