27.11.12

Continuidad de los libros



Caigo en la cuenta de que soy capaz de leer casi en cualquier parte. Poseo esa rara habilidad que consiste en aislarme de lo que me circunda de un modo a veces extraordinariamente agresivo. De hecho podría dar la impresión de que niego la realidad que me rodea y abrazo (admito que con enorme alegría) la realidad supletoria, la que fabrico y administro a entero beneficio propio. He leído en salas de espera de ambulatorio o en habitaciones de hospital con absoluta fruición. Mi vocación lectora no excluye parques o bares sin prescindir de la bendita casa, del sillón favorito junto a la ventana, cerca de las columnas por donde suena la música. En cierto modo, lo que ofrecen los centros de salud es un confort que no se parece a ningún otro. He pasado horas perdido en un libro, emboscado en tramas que ocupaban mi atención completa. Supongo que leer en estos lugares no deja de ser un sencillo mecanismo de defensa. Sencillamente me siento en una de esas sillas, a qué decir que horrorosas, abro mi libro y dejo de existir. Mi cuerpo físico se cruza de piernas o mira de pronto lo que ocurre alrededor, pero estoy en una isla, buscando a Viernes, o en una calle de Londres, en Whitechapel, persiguiendo un asesino en serie. Soy lo que se me antoja ser y lo soy de un modo inquebrantable. No me afecta la enfermedad ni el dolor que la enfermedad propia o ajena produce. Los libros son países y no hay otra patria de más cálido afecto que ésa. Prefiero, no obstante, los bares. Hay cientos en mi memoria. Algunos poseen todavía el encanto de lo imborrable. No importa que ya no están o que el dueño antiguo lo haya vendido o alquilado y ahora sea una pasamanería u otro bar que no nos dice nada. Importan los gestos, los muebles, la disposición física de las cosas. De algunos recuerdo incluso el olor exacto que tenían al entrar y el que me llevaba cuando salía. En el Pub Tempo, en Priego de Córdoba, releí a Lovecraft, a Kafavis, el poeta en Nueva York de Lorca y disfruté la prensa (El País) casi a diario y escuché interminables y lujuriosas sesiones de blues del delta, rock progresivo y jazz eléctrico. A mi amigo Antonio Linares, al que ya apenas veo, me hizo amar esa bohemia exquisita. Algunos no supieron salir sanos de la exposición y dejaron medio hígado en la barra. El placer exige un peaje alto siempre. Sin embargo, puestos a elegir un lugar en donde leer, prescindiendo de la sala de espera del ambulatorio, declinando la continuidad de los parques, aceptando que los bares no siempre ofrecen un clima óptimo de inmersión textual, me quedo con las bibliotecas. Saber que a tus espaldas, alojados en baldas, a salvo del rigor del tiempo y de las miserias de la realidad, respira Bartleby, reposa en su catre Samsa, recuerda el mundo Funés o se muere de amor impuro Humbert Humbert, me hace sentirme inmensamente feliz. Amo las bibliotecas. Conozco solo un par de sitio que se asemejen al paraíso que compitan con la biblioteca en ese ránking fabuloso. En alguna de ellas he comprendido asuntos que afuera se me escapan siempre.



2 comentarios:

Anónimo dijo...

Estuve a pie de cama de un familiar muy enfermo durante un mes largo y me hice amigo de Paul Auster. NO he vuelto a leerlo. Me pasa que pienso en el hospital, en el familiar y no hay manera de leer con placer... Me dan miedo los hospitales. No quiero volver a perderme un autor por gastarlo, entre comillas, en una habitación de hospital. Es errible.

Ana


Mucho que no venía por aquí, y me alegro de la vuelta.

JazzC dijo...

Yo, ahora leo a cuenta gotas, agobiado por diversos temas. Pero a veces, oigo los susurros y los gritos de los libros que tengo abiertos y que me dicen que están a mi disposición. Miro de tocarlos para tratar de acallarlos.

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