16.11.10

La ballena blanca


I
Es posible que todo sea, al final, una forma de escepticismo, de descreimiento: se vive mejor en la duda. Las certezas desarman muy rápido nuestra capacidad de asombro, que es lo que mueve el corazón y nos hace más sensibles y quizá también más inteligentes. Sin dudas, sin asombro, sin la incertidumbre de lo por venir, no hay ciencia, no hay vida. El hecho mismo de aceptar la realidad entraña el peligro de no cuestionarla, de no fundar interrogantes razonables acerca de su naturaleza o de su propósito, que será arcano y lo entenderán los gurús de la mente y los filósofos de los libros. Quizá Jorge Bucay o Paulo Coelho lo entiedan, qué quieren que les diga. Es que hoy me he levantado con la sonrisa puesta, como decía Tequila: me he levantado utópico, lírico, dispuesto a celebrar los prodigios domésticos del mundo, que me trae noches librescas: ahora ando con Moby Dick, otra vez. Y cuando leo a Melville, por el hechizo de los libros, por lo que me regalan, me vuelvo lírico y me da un estallido de alegría el pecho. A otros les pasa con el Marca cuando gana el Madrid, pero yo soy un tío raro y me siento cómodo entre historias que urdieron otros y que me guían y me confortan.

II
Un libro puede leerse infinitas veces porque en cada lectura es un libro distinto igual que nosotros nunca somos iguales de un día a otro, aunque apenas se aprecie la mudanza y no se manifieste la fractura emocional que supone vivir y soportar la (en ocasiones) tralla de la vida. El futuro es un arma cargada de poesía. El amor es un arma civil contra el miedo, como escribió Joan Margarit, al que no puedo ir a ver hoy en Cabra, en unas jornada sobre haikus y metáforas y bien que lo lamento. Los libros son artefactos incendiarios, túneles hacia el corazón de la luz, puentes que unen territorios lejanos, salvoconductos que nos salvan del miedo. En eso, como Margarit escribe, los libros son puro amor. Son un acto gozoso de amor. El otro día me dijeron cómo era posible que escribiese tanto en este blog. El tiempo en el que escribo se lo robo a la lectura. El tiempo en que leo se lo robo a mi familia. El tiempo en que me dedico a mi familia se lo robo a los libros. La imagen victoriana que Álex me dio el otro día al ver la biblioteca de Luis Alberto de Cuenca ilustra mi desazón. La pared interminable. La mansión entre bosques. La chimenea. El perro manso. Un buen vaso de whisky. Sir John Gielgud en su laberinto de maderas nobles y lomos antiguos. Borges en su ceguera tipográfica. El vacío ilustrado. La ballena blanca, ah la ballena blanca.

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6 comentarios:

alex dijo...

Asistí a una conferencia de Juan José Millás el pasado viernes a medianoche. Habló de las palabras y de su poder. Y puedo asegurarte que las palabras a medianoche tienen una acepción diferente. Más rica y compleja. También más entregada y humana. A la mañana siguiente cité a Melville (palabra, esta vez soy yo el que jura por el Dr. Manhattan). Me conjuré a la salida de aquella aséptica sala, de que merece la pena vivir sumergido en los libros, siempre que el aire traspase las ventanas. Y así fue y así intento que sea...

Joselu dijo...

He leído Moby Dick dos veces en diferentes etapas de mi vida. Disfruté tanto, especialmente en mi segunda lectura, que ansío repetir algún día la experiencia, pero no sé si será posible. Estas novelas requieren una lectura rápida e intensa, leer cada día más de cien páginas en profunda concentración, y eso sólo era posible en veranos de duración infinita como el de El Quijote, y cuando no existía internet que me ha alejado también de la lectura. Creo que ya no soy un buen lector, estoy demasiado marcado por el ritmo tecnológico. No acabo de concentrarme en narraciones densas. Querría volver a leer Moby Dick, Los hermanos Karamazov, Ana Karenina, La montaña mágica... pero no sé si será posible. En todo caso, la ballena blanca, que aparece en escasas diez o quince páginas de la novela es todo un símbolo.

Emilio Calvo de Mora dijo...

Me gusta mucho Millás; quizá ese exceso de afición me ha hecho perderle ganas. Nada extraño, por otra parte. Suele pasar. Me encanta su prosa periodística incluso más que su parte novelística. Articuentos, por ejemplo. No he asistido yo, amigo, a cosas tan buenas como ésas que dices. A medianoche, hablar de libros, con gente que ama los libros, con gente que sabe de libros. Qué placer más inmenso. Eso pasa por vivir una vida provinciana con todo lo que la palabra entraña. Me conjuro a vivir algún día outside my village y poder ir a estas cosas para ser más feliz de lo que ya soy. Mientras tanto, aire que entre por las ventanas mientras hacemos vida libresca.
Un abrazo muy grande, amigo.

Emilio Calvo de Mora dijo...

He leído también 2 veces la historia de Ahab y su ballena. La primera, recuerdo, mal. La segunda, esplendorosa. Esta es la que hace tres, aunque los números importan poco. Importa la emoción, el riesgo de entrar en un mundo inhóspito, lírico, fabuloso, inteligente. Dejar la realidad, Joselu, dejar la realidad, dejarla y regresar después de haber visto el lomo blanco de la bestia desde la cubierta.
Un abrazo.

Felipe Rodríguez Ibarra dijo...

Ahab, qué tiempos. Lo leí recién casado. Hace de eso... la tira. Vuelvo hoy. Sirva este blog, que no conozco todavía pero que tiene buena pinta, sí, señor, para abrir ese libro Mágico, Misterioso, Formidable, y meterme en las aguas con la ballena blanca. Qué ganas de leer me han dado. Gracias, insisto, por provocar la lectura, Emilio.

Gabriel Cusac dijo...

Yo tengo la duda instalada a perpetuidad. Pero una de las pocas cosas de las que estoy seguro es que Moby Dick es una gran obra.

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