31.12.09

El último post del año... II

(Miguel Brieva)
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Dije anoche que no volvía a abrir el editor del blog: mentira cochina. Lo he abierto solemnemente esta mañana de tránsito entre un mundo antiguo y un mundo antiguo al que le ponemos la careta de nuevo. Ando ahí entre tinieblas: fumigado por la realidad, izado como una iglesia románica en un pueblito de Salamanca, a salvo de los rigores del tiempo, completamente convencido de la inutilidad de todo lo que escribo, pero feliz por darme al menos el gusto infinito de registrarlo en este muro de las lamentaciones en que se está convirtiendo el blog. Espero con entusiasmo el año venidero, pero sé que la realidad ésa que me aturde no me dará tregua y el año a punto de venírsenos encima cumplirá su cuota ordinaria de tragedia. Como vivimos en un mundo aséptico que amortigua los dolores ajenos y los traduce en ficción para que nuestra conciencia no se altere en exceso, convertiré el año próximo este blog en un inventario de reseñas cinematográficas. Siempre quise eso: escribir sobre cine, sobre libros, sobre discos de jazz. Pero no sé cómo me las apaño que termino blandiendo el verbo y doliéndome de lo que me enseñan estos ojos sensibles con los que me enfrento al mundo. Propósitos vacíos, seguramente. Nada más empezar mañana la nueva travesía por el hilo fragilísimo del tiempo, volveré a manuscribir (es un decir, ya no escribo a mano casi nunca) la teoría del caos, el triunfo de la soledad, la certidumbre de que a pesar de que vivimos en el mejor de los mundos conocidos (no lo dudo) algo fractura el envoltorio, lo abre, permite que el aire viciado lo inunde todo. Esto me pasa a mí por ser tan sentimental y tener siempre los poros tan abiertos. No dudo que antes de que trague a lo bruto las uvas de la felicidad abra otra vez este muro y manuscriba (es un decir, otro) alguna chorrada que se me vaya ocurriendo. Siempre estoy alerta de lo que me pasa dentro de la cabeza. No conviene dejar pasar las ocurrencias más jugosas.
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El último post del año...

(31-12-2008)

I
Voy a entrar esta noche en el limbo de los sueños, bien contento de viandas y lamido de licores, escuchando un post de La Rosa de Los Vientos, sin Cebri, qué le vamos a hacer. Acabo de pensarlo y estoy encantado conmigo mismo por el atino nocturno. Buscaré alguna Zona Cero de interés y me perderé en la charla adictiva de mis amigos invisibles. Haré eso y me levantaré mañana ufano y promiscuo de buenos deseos para que el 2.009 entrante me releve de la pesadumbre de ver que el mundo va mal y que uno, en su doméstico empeño, poco o nada puede hacer para que las pandemias aligeren su rigor perverso. En ningún momento he pensado que desaparezcan. Y eso ya es evidencia del pesimismo que irremediablemente nos ocupa el sentido común y hasta nos arrebata el júbilo de ser felices siempre y de compartir la felicidad como uno sepa. No es posible. Así que mañana arrancaremos de nuevo la página. O pasado. Y contaremos lo que importa. Poca cosa. Migajas de lo real. Feliz 2.009, otra vez.

(31-12-2009)

II
Copio, pego. En todo de acuerdo. Todo discurrió según lo previsto. Júbilos y tristezas, entusiasmo y desencanto a partes casi iguales. Y embocamos el 2.010 esta noche. Me pido un podcast de los de siempre. Igual que el año pasado. Contento de viandas y licores, untado de mi yo más mío, ufano de no fatigar las calles en cotillones. La resaca siempre fue muy mala. Pásenlo en grande. Como mejor sepan y les dejen.

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30.12.09

2009 en 8 fotogramas....










Pobre, todavía no sé a qué esa pobreza, el año 2.009 no ha sido venturoso en cine. He visto bastantes menos películas que en otros años. Lo he notado hoy al buscar cuáles fueron las mejores. Son éstas. Vampiros sin pedigree ni traca sanguinaria. Astronautas escritos por Conan Doyle. Catedráticos universitarios que hacen de Pygmalion. Hordas judías que cazan nazis en los bosques bávaros. Una investigación criminal que habría encantado a Chandler. Un juerga masiva en la ciudad de las juergas masivas. Una historia de superhéroes metafísicos. Un poema de amor en los tiempos del futuro perfecto. Eso dio de sí el año moribundo. Espero que el venidero, el naciente, sea más rico.

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The box:: Nostalgia Sci-fi


La guerra fría creó un género dentro de un género en el cine mainstream: era el terror reformulado a partir de la realidad y no impostado, creado desde el gótico o sobrealimentado de fantasmas, vampiros y otras criaturas de la retorcida nómina de autores clásicos como Poe, Lovecraft o Maupassant. En cuanto la vida doméstica se tiñó de hongos nucleares, la máquina de hacer dinero del Gran Hollywood echó mano de la ciencia-ficción. Nos invadieron del espacio exterior y nos abdujeron: crearon zombis, clones, ejércitos de alienados que fatigaban las calles sin disimulo de su condición o que ocupaban puestos de importancia en la vida social y reclutaban feligreses a la causa cósmica. Un poco de todo esto está en el cuento publicado en Playboy en 1.970 por el maestro Richard Matheson (Botton, botton) y en menor medida, en un limbo pasablemente entretenido, en la película de Richard Kelly. Atrás quedó la estupenda Donnie Darko: sobrevalorada, mitificada, pero todavía fascinante.
The box es una invitación al miedo primario que cruzó sin rival que lo derribara el cine fantástico desde los últimos cincuenta (The man from Planet X, de Ulmer; El enigma de otro mundo, de Nyby y la antológica y fundacional La invasión de los ladrones de cuerpos, de Siegel, nada que ver con la versión de finales de los setenta del aséptico Philip Kaufman) y murió a principios de los ochenta, época de asesinos en serie, de descerebrados a los que la bendita naturaleza sólo les premió con el don natural de la extinción sistemática de sus iguales. The box crea todas esas insalubres atmósferas de terror extraterrestre, de conspiración sideral, y lo hace con un guión dúctil, fácilmente entendible, sin fisuras ni dobles lecturas. Lo que Kelly hace después es matrimoniar malamente las texturas del cine clásico del género y las exigencias del público contemporáneo, joven, con escasa erudición cinéfila, ávidos de emociones fuertes y reacios a dejarse la pasta en experimentos. Kelly, indeciso, planea entre estas dos clientelas y no acaba de contentar del todo a ninguna de las dos.
The box posee, no obstante, imágenes perfectas: zombis pegajosos que no aturden al espectador, pero que están muy estratégicamente colocados en diferentes partes de la trama; sugerentes planos que escamotean o exhiben sin pudor la terrible quemadura en la cara del extraño Sr. Steward, un metódico Frank Langella... Más preocupado de razonar o de interrogarnos sobre la naturaleza sobrenatural de la caja de marras, que sesga la vida de una persona al pulsar el botón rojo que la preside, Kelly desatiende el dilema moral, la historia interna de la pareja que, empujada por la necesidad de una vida mejor, decide entrar en la espiral de caos que representa la arcana caja. Lo que podría haber sido un fantástico thriller queda en un digerible ejercicio de nostalgia sci-fi. El que se pierde en las divagaciones metafísicas de la historia es el espectador, el paciente, el amante de la historias, que aquí flaquean, se esbozan, se estiran y terminan entrando en un peligroso territorio más cercano al ridículo que a la perplejidad.

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Audrey Justine Tautou


No son los ojos de Bette Davis y admito una sesión de photoshop para encontrar ese punto hipnótico que conduce a quien ve la fotografía al lugar al que el fotógrafo se le antojó que debíamos estar. Ahí estamos. Parroquianos de la belleza. De un tipo de belleza limpia como pocas. Dicen que la fotografía habla del secreto de un secreto. Lo leí en algún sitio. Lee uno tanto y anda tan corto de memoria últimamente. Me quedo con la instantánea. No me gusta la palabra. Instantánea: parece cacao en polvo. Después de este regalo óptico que me doy sí que cierro definitivamente el blog y les digo a todos ustedes que pasen una noche muy feliz. En mi pueblo, en Lucena, sigue lloviendo a lo bruto. Nada que haga parpadear a la modelo.

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Un mapa de mi corazón


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26.12.09

Una Olivetti Lettera 32




It has never been serviced or cleaned other than blowing out the dust with a service station hose. ... I have typed on this typewriter every book I have written including three not published. Including all drafts and correspondence I would put this at about five million words over a period of 50 years.”

(Cormac McCarthy)



Tengo con Cormac McCarthy una cosa en común: usar esta Olivetti Lettera 32. La forma verbal exacta sería haber usado. La mía, mi espléndida y mítica Lettera, duró los años académicos, los entregados a rellenar formularios, a fusilar textos de la Historia de Roma o de la prosa de Benedetti, a esbozar poéticas que luego quedaron en pequeños arrebatos de lucidez amateur, de metáforas quemadas y de cuentos rutinarios sobre hadas y gente que acaba muriendo en grandes avenidas. Luego llegó el pc, el imperio del microsoft Word, ese amanuense idílico que suma las palabras, las computa, las organiza de forma cabal a beneficio del orden.
McCarthy escribió La carretera, que es su novela más reciente en mi cabeza, en esta Olivetti Lettera 32. La ha usado para mecanografiar más de una decena de novelas. El señor McCarthy, cuenta su esposa, la compró por 11 dólares allá por 1.958. Christie's maneja la cantidad de unos 20.000 dólares cuando la saque a subasta. Los fondos irán a alguna institución noble que le dé también noble fundamento. Hay gente de bolsillo mitómano que vampiriza estos objetos con pedigree: yo los miro embelesado, arrobado, convertido en un voyeur fantasioso que imagina la trama detrás, el escritor formulando su teoría del cosmos. Todos los escritores, a su modo, no hacen otra cosa. El objeto con el que producen esa suerte de prodigio merece atención, un lugar en una vitrina, un espacio en la memoria de quienes, embelesados, arrobados, los leemos.

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22.12.09

Desgracia: Poesía




Coetzee es un señor premio Nobel que tiene una novela llamada Desgracia y Malkovich es un señor gran actor que tiene una contundencia en pantalla a prueba de napalm. He visto muchas películas de Malkovich y he leído un único libro de Coetzee: Desgracia, precisamente. Lo extraño es que haya tardado tanto en sentarme delante de la pantalla y comprobar si Jacobs, un señor al que no conocía en absoluto, ha sabido plasmar en imágenes el universo de esa novela, que es punzante, duro, incómodo, glacial en tramos.
No sé si estos tres señores se han reunido en una habitación de hotel (con o sin sus representantes) y han hablado de cómo explicar los silencios de Lurie, el profesor amante de Lord Byron que discurre por la novela en plan vírico, contaminando, pisando, autosuficiente y pletórico en su vibrante posición de poder. Porque Desgracia (qué título tan espléndido, tan seco y espléndido) es un informe sobre la búsqueda de la identidad, sobre la autoridad que se ejerce contra los débiles (estamos en Sudáfrica, es el apartheid) y sobre la serena contemplación del propio declive. Hay una escena en Desgracia (la película) en donde Lurie pide perdón a los padres de la joven de la que ha abusado y lo hace con la misma convicción y desde la misma posición de poder (en esta ocasión ocupando el escalafón inferior, el servil, el inclinado) que antes había usado para conseguir sus propósitos lúbricos.
Desgracia habla también del deseo: lo cuenta David a su hija en uno de esos planos enormes de campos infinitos en los que los dos planean la vida o la desmontan, que viene a ser lo mismo. Lurie elucubra sobre la posibilidad de que no exista el deseo. Que esa voluntad íntima lo devasta todo, aunque en el ejercicio de la devastación el cuerpo y la mente (el alma, si se prefiere) disfrute y se sienta viva en extremo. Todo lo que en la novela de Coetzee es dureza léxica, intransigencia con los devaneos líricos, se continúa en la pantalla. Desgracia cuenta cosas importantes.
Mi amigo K. sostiene que las cuenta aburridamente: que es mejor involucrarse en el texto y no confiar los significados de las cosas a la menos concentrada exposición audiovisual. No estoy de acuerdo. Jacobs, al que hay que seguir la pista en adelante, recrea con formidable precisión (con devoción casi) el universo del libro. Malkovich está perfecto. No sabemos cómo ser John Malkovich, pero nos conformamos con verlo en pantalla. No hay gesto imperfecto, no hay impostura: vemos a Lurie en la piel de Malkovich, vemos cómo su impiedad se degrada a un estado casi infantil de las cosas, en cómo su inteligencia (ama a Byron, enseña Literatura, viste como un dandy y maneja las relaciones sociales como un carnicero maneja el trato con las bestias) va adaptándose al medio y en esa adaptación sale ganando el ser humano, uno que probablemente andaba agazapado, observando la realidad, recelando de ella, sintiendo que la hostilidad y el abuso son más hermosas que la docilidad y la pureza. Es eso: Lurie gana en pureza. Tal vez Coetzee nos esté contando que la única vía por la que el hombre puede ser amigo del hombre es la sencilla búsqueda de la pureza. No una pureza mística, que implique la separación de aquello que no se adecúa a su textura, a su dogma, sino una pureza natural, sentida, abierta. Pero K. se aburrió y salió del cine irritado, hastiado, convencido de que los libros buenos, los que manejan ideales nobles y se escriben con el corazón y también con la inteligencia, igual no deben traspasarse a la pantalla. No estoy de acuerdo. Viendo Desgracia pensé en la lectura que hice de libro hace no demasiado tiempo: el Lurie al que quieren retirar de la vida universitaria se ve en pantalla, se ve con absoluto desparpajo. Pocos personajes leídos han tenido después una imagen tan absolutamente hipnótica, tan verosímil y cercana al modelo narrado.

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20.12.09

Avatar: ¿... entonces era una historia de amor?



Con los años, a pesar de llevar doce en el dique seco, preparando este Avatar, James Cameron no se ha separado de su discurso inicial: sigue indagando en las razones de la máquina, en el espíritu humanista dentro en un futuro en donde la realidad se ha reducido a una carpeta alojada en un disco duro. El embalaje es éste: la planificación metódica del imperio absoluto de la tecnología, aunque detrás Cameron formula un cuento tradicional, apenas un cuento decimonónico al uso en el que uno es capaz de encontrar rastros de la literatura oral desde los tiempos de Ulises al Matrix moderno, pasando por Pocahontas o por la escuela profética de Asimov.
En muy resumidas cuentas, Avatar es una metáfora sobre el poder y sobre cómo el poder, incluso el más devastador, no es capaz de someter al amor. Ya lo dijo Hilario Camacho: el peso del mundo es amor. El de este blockbuster es cabalmente moderno: la teoría de la alianza de las civilizaciones empastada con los poemas de Walt Whitman o, si el lector prefiere, el antiguo conflicto entre el verso y la lanza que movió a Jorge Manrique y construyó nuestros propio sedimento literario. Todo eso puesto en danza con la tecnología fílmica más apabullante. Cameron, todos esos años después, sigue siendo un maestro de la ciencia-ficción. Se le puede negar que no haya aprovechado el talento técnico con un más concentrado esfuerzo narrativo, pero aquí importa el envoltorio más que lo envuelto, se ve más talento y más voluntad de crear arte en la delirante escenografía que en la trama oculta tras el azul que lo envuelve todo. No hizo falta la versión en 3D: renuncie a ella teniéndola en la sala contigua. Preferí la carnalidad del cine sin ese extra al que no dudo que los muy voluntariosos aficionados a las novedades ópticas encontrarán deleitoso y adictivo.
Lo que Cameron hace con su guión (elemental, precario, sencillo como un verso de David Bisbal) es arremeter contra las naciones poderosas y abrir al mundo la verdad de la dignidad de las que no exhiben ni poseen poder alguno. El pobre, el aniquilable, el reducible a polvo con una firma en un tratado o un dedo pulsando un botón, es el invadido. Parece que el director hubiese querido contar las razones de la bestia. Antes siempre estuvo en el lado humano y vimos como los aliens se merendaban a la tropa de la teniente Ripley en varias fogosas y fantásticas entregas. En esta vuelta de tuerca hemos avanzado un peldaño en la narración de la guerra infinita que el hombre libra con sus fantasmas y hemos alcanzado el territorio de lo minúsculo, de los árboles que hablan y de los moradores de un bosque vivo al modo en que vive la idea en la cabeza del hombre o la metáfora en la limpia imaginación de un niño. Pero quien quiera lujo visual, desentiéndase de este embrollo en el que me he metido y déjese sencillamente atravesar por las imágenes. Las hay a espuertas y casi todas fascinan. Es posible que algunas estén huecas. No pienso llevar la contraria a quien considere Avatar como un timo monumental, caro y estupendamente vendido. Se trata de que el cuerpo te pille en un punto o en otro del segmento espiritual. El mío, mi segmento, estaba abierto y casi me enlazo con las criaturas del mismo modo en que ellas, en la película, se vinculan orgánicamente con la naturaleza, con las bestias que la pueblan, con los olores y con el color del viento. En un orden infinitamente menos trágico y más desafectado de violencia, podríamos asegurar que el propio Walt Disney habría comprado este guión sencillo, sí, pero útil para montar la maquinaria audiovisual, el fastuoso engranaje de colores, texturas, capas y paisajes que el ojo ve y cree, pero que la razón (invadida por la fantasía) no comparte. Igual se trata de eso: de querer ver Avatar con un ojo rígido.
La historia de amor del marine paralítico y la alienígena azul vence (al final) a la estrella de cinco puntas nucleares que el Estado (o el Poder o la Razón o el Dinero) usa para conseguir sus fines, a los que Cameron da una importancia menudita, como de mcguffin irrelevante. El más que extenso metraje se consume más rápido de lo que el crítico poco cómplice querría. De todas formas no acabo de entender que se airee la mentira de que aquí empieza una nueva forma de entender el cine. Incluso habiendo pasado un buen rato (sin exagerar, no crean) salí lampando por compensar el abuso new-age, el volcánico chute de efectos especiales, con alguna golosina en DVD escondido en mis estanterías. Renoir, Capra, Ford, Truffaut. Incluso una buene sesión de John Carpenter, al que estoy ahora echando muchísimo de menos. Les juro que por la noche me acomodé en mi sofá favorito y disfruté durante dos horas de El apartamento. Wilder puro. No había un solo efecto especial y la emoción me erizó una vez más la nuca, pero me dormí pensando en Pandora, en que no es mala esta fórmula palomitera de ganar adeptos entre la chiquellería ávida de emociones fuertes. Entran a ver Avatar en 2.009 y dentro de diez años desean ver Blade Runner en bluray. Yo me quedo con C.C. Baxter, pero no puede uno (o sí, no sé) estar toda la vida amando las mismas viejas canciones. ¿Puede, Álex? Es que al rever El apartamento (cuántas veces) me imaginé si a ti te pasaría lo mismo después de ver Avatar. Estoy con que sí.

addenda: no dejé de ver portadas de discos de Yes durante las dos horas largas de película. ¿Alguien las vio también?

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17.12.09

Haidar


A veces uno sólo tiene una huelga de hambre. En nada vale la educación, los años compartidos con los libros y con la bendita sociedad del progreso, con las leyes más nobles o con la razón más terca. Las palabras en ocasiones se enmarañan en un fragor cainita y dejan a la luz sílabas con sangre, obscenos grumos de letras que fueron un glorioso triunfo de la inteligencia. Todo el acervo de logros que han conducido a ser esto vagamento idílico que somos no sirve para nada cuando alguien interpone entre sus deseos y la realidad una huelga de hambre y la lleva a su efecto último, al devastador, al que confirma el grado de compromiso de su revolución.
Ignoro si una huelga de hambre es un indicio de la grandeza del ser humano. Sé que ese sucidio lento y programado alerta más que casi ninguna otra medida sobre la angustia y la impotencia de quien la ejerce. Sé también, en mis cortas miras en estos asuntos tan graves, de la convocatoria que posee una huelga de hambre: de cómo copa teletipos, aguza el ingenio de los tertulianos de la radio, roba minutos al ligamento de Pepe o a los trofeos del Barcelona y retrasa el bienestar de la sobremesa del público que, arrebujadito en el sillón de orejas, observa las noticias. Las noticias se ven con distancia, no vaya a ser que afecten en exceso. Luego, después de la exposición, regresa uno a su confort burgués o medioburgués o algoburgués. Eso pasa con las guerras, con las pandemias víricas y con las huelgas de hambre, que son instrumento para comprobar si todavía somos capaces de consternarnos o de conmovernos.
Nada hay de romántico en esa inmolación. Nada en ella conduce a nada loable porque su consecuencia primaria es la eliminación del sujeto activo que la ofrece al mundo. O se la ofrece a sí mismo, eso es otra cosa que también ignoro. Podemos involucrarnos en lo que representa, podemos secundarla, seguirla entre la fascinación y el horror y esperar, en el desconcierto, el desenlace inevitable, pero en modo alguno podemos reducirla al capricho de ninguna legislación. Uno se mata como quiere. Hay quien lo hace con toneladas de alcohol o con un Maserati biturbo o con un ración doble de matarratas. Qué más da la negación del alimento. Vivimos como queremos, o eso debe ser, y morimos de igual manera. El cuerpo, el envoltorio de este conflicto, no tiene nada de sagrado. Carecemos de alma que ascienda al cielo o se abisme en el infierno. La carne, la dolorosa, la jubilosa carne, la gobernamos nosotros. Le damos mimos o la sepultamos en escombros. Todo bajo criterio del dueño de la piel, del corazón y del cerebro que organiza el material sensible.
Entiendo que la jerifaltía eclesiástica esté abrumada por estos comportamientos paganos. Censuran que el suicida haga de su voluntad un dogma. El de ellos lo escribieron hace mucho tiempo y en estos tiempos no está en disposición de guiar ni de proclamar la bondad que propone. Esta trama sórdida o luminosa, según cuándo, que es la vida tiene un guión demasiado frágil como para entorpecer más todavía su travesía y su gozo. Por eso, más que por nada, descreo de la fe; por eso, pienso ahora, veo más negocio que espíritu y me indigna que se venda la salvación del alma y no se atienda en idéntico medida, con el mismo voluntariado de adeptos, su camino entre los vivos.
No entraré, por falta de tiempo, habrá días, o por agotamiento informativo, en la triste historia de Aminatou Haidar. Razono que ninguna tierra vale más que los pies que la pisan. O valen lo suficiente, qué corto de entendederas ando, como para que legiones de mártiires se pierdan en ella. Todo es fragmentario, provisional. Incluso el suelo, la patria, como se llama ese hosco, primitivo y problemático invento, tal vez no merezcan un precio tan alto. Otros lo pagaron con gusto y no faltará quien se arrime a esa causa en el cercano o lejano futuro. Haidar está en perfecta armonía con su alma. Ése es su derecho, inquebrantable derecho. Aunque termina sacrificándola. Aminatou renuncia a sí misma, a los suyos, en la admirable idea de que su brecha en el muro de la política podrá ser un faro, un símbolo. Una huelga de hambre deja un cadáver, un mártir, un exvoto, un nombre en la Historia, y también una brecha, un punto de acceso para que otros ganen en la batalla que algunos perdieron.


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9.12.09

Buscando a Conrad


Una biblioteca en Bagdad




El orden es una fatiga: lo escribió Espronceda, del que únicamente recuerdo los versos de los cañones a toda vela por el pupitre de mis once años. Santiago Auserón, menor en la nómina de autores de la literatura española pero más afín a mis vicios, dijo (en una memorable canción) que el orden aprendió del caos.
Siempre me obsesionó el orden, que es una dictadura para quien lo respeta. Ese orden al que aspiro no se deja que lo manosee. No soy un amante convincente: se escapa a mi control, se obstina en contrariarme, resiste que lo gobierne. El orden procura (lo sé) confort, habilita refugios, crea una intimidad limpia a la que acudir cuando afuera el vértigo (las horas son el vértigo) nos aturde. El orden es una condena también, una especie de enfermedad cultural en estos tiempos frágiles, volubles, vacíos, contagiados de stress. Al orden no se le combate nunca: el orden es un dios severísimo que pide tributos y no consiente disidencias. Y estos días de diciembre vivo en desorden, huído, incapaz de postrarme ante su cálido afecto y dejarme dirigir por su divina certeza. Recuerdo días bajo su protectorado, días simétricos, días de una formalidad espartana, cartesiana, lúcida y enteramente previsible.
Y es en ese rango de lo previsible en donde los deseos patinan o donde los hacemos patinar. Hay algo de premeditación en el caos. Hay más alegría en la búsqueda que en la certeza. Y el azar contribuye fantásticamente a engordar este desorden mío al que ya me voy acostumbrando y del que (a lo visto) no presento síntomas de curación. Oficio y vocación: el territorio de lo sublime o de lo mediocre no dependen de ese estado de las cosas al que llamamos orden. No, al menos, en el sentido en el que ese orden legisla la creatividad, la regula, la compartimenta y vigilia. El arte o los intentos domésticos y sencillos de acercarse a él precisan otros ámbitos. Trabajo junto con inspiración, que era lo que buscaba afanosamente Lorca.
Y hoy al entrar en la habitación en donde están los libros y los discos, me pareció que un poco de orden convenía. Encontrar a Conrad a la primera, que no fue posible. Ni a la segunda. Apareció (El corazón de las tinieblas) horas después un poco por azar y un poco por trabajo. Inspiración y terquedad como quería Lorca. Y pensé en la canción de Radio Futura y en la cita de Espronceda y en la necesidad de ordenar el desvarío, acotar el desmán y hacer más llevadera la vida dentro de esta habitación en la que escribo.

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8.12.09

El poeta en la casa de los poetas


Durante un par de meses de principios de los noventa, justo antes de dejar la casa de mis padres, buscar la propia y encontrar mi lugar en el mundo, escribí convulsivamente en un cuaderno de anillas, que luego fueron dos, anotaciones a diario sobre cualquier cosa. Escribía sin apasionamiento. Como una rutina. En permanente alerta. Recuerdo tomar notas en servilletas de un bar o sacar una pequeña libreta del bolsillo y manuscribir una frase o una palabra o un pensamiento. Luego la pasaba al cuaderno grande. Nunca releía lo que escribía igual que ahora (pasados los años) tampoco lo hago. El diario carecía de intención. Se trataba de ejercitarme en la escritura como el pianista se deja llevar por el vértigo de las teclas y prueba paisajes sonoros que no llevan a ningún sitio, que se alejan de la idea melódica principal y terminan en otra de modo que el espontáneo oyente no tiene jamás idea de qué escucha sino que se siente atropellado por un riada cacofónica de notas muy precariamente hilvanadas y en casi ningún caso pensadas para producir emoción alguna. He perdido mis cuadernos de notas. Y casi es mejor que sea así. Fueron útiles (tal vez) para escribir ahora esta reflexión y procurarme la satisfacción de que los recuerdos nos dan placer cuando sabemos mirarlos con distancia, sin el estorbo del interés que supone evaluarlos, cribarlos, diseccionarlos como si fuesen organismos de laboratorio.
Nunca he vuelto a escribir un diario salvo que consideremos el blog como uno, y no estoy en disposición, después de casi dos mil entradas durante casi tres años, de rebatir esa opción. Siempre imaginé esa rendición de la intimidad como un ejercicio vacío. El lector es el abono de lo que uno escribe. En esa época me leían María del Mar y Auxy y Antonio y Rafa. Escribí en un periódico local en donde tenía mi pequeña tribuna semanal (Diario Córdoba) y en su suplemento cultural (Cuadernos del Sur), pero esa forma de escribir era pública. Lo de los cuadernos era algo de una intimidad asombrosa, dolorosa casi. A Antonio y a Auxy, que veía casi todos los días, les envie cientos de cartas que sé que todavía conservan. Eso podía ser también una forma de diario. De lo que se trataba era de escribir por encima de cualquier otra consideración. Escribir cada día sin falta. Como quien pasea o deposita la basura en el contenedor. Muy curioso esto de la basura que me ha salido.
Viene esta pequeña reflexión de lunes sabático porque vi el pasado sábado a las puertas de la Casa del Libro (Gran Vía, Madrid) una imagen que me sorprendió y que no me abandonó durante el resto del día. En apariencia era un mendigo, un paria urbano, uno de esos desgraciados que se acogen a la beneficencia pública y se dejan morir en las aceras, entre cartones y tetrabriks de vino barato, tullidos o enfermos, desahuciados del glorioso Estado del Bienestar, de la Alianza de las Civilizaciones y de los anuncios del Corte Inglés. Y no descarto que comparta con ese gremio de desheredados alguna tara social. Lo que lo elevaba a un más alto status, el factor relevante que hacía que le prestases una mayor atención era que escribía poemas. Tenía a su vera, en el suelo, un buen taco de folios. Se apoyaba en una cómoda superficie en donde escribía y jamás, en el rato en el que lo observé, levantó la cabeza. Ajeno al vértigo de gente que sube y baja la Gran Vía, el poeta escribía.
Creo que estuve alrededor de una hora dentro de la librería (compré Una investigación filosófica, Philip Kerr, Anagrama) y apunté mentalmente un par de libros para una próxima compra. Al salir el poeta no había modificado el gesto. Producía versos. Quizá sea ése el término: producir. Al verlo allí, pensé en un ideal noble. En la escritura como un fin épico. En la poesía como un arte de una nobleza y de una altura a prueba de los rigores del otoño frío en las grandes ciudades y de la miseria económica que se intuía a la vista de su aspecto. Te ofrecía un poema a cambio de la voluntad. Eso de la voluntad es un mecanismo semántico, una especie de eufemismo. No me acerqué a él. Cosa de las prisas después de un buen rato de manoseo de libros en las estanterías y de algunas circunstancias más que no vienen al caso. Sé que no se me olvidará esa imagen entre la lírica y la miseria, que me afectó en demasía y me hizo repensar en un colectivo del que a menudo nos desentendemos y que nos alfombra los paseos por las grandes avenidas de las grandes ciudades y evidencian la muy frágil textura de la sociedad, el precario tapiz de sus conquistas y el lamentable pozo de sus fracasos. Y la escritura, como una forma de reivindicación de una existencia. Y el amor a las letras y el amor a los demás hasta en los momentos menos propicios a que el amor prospere y dure. Lo de mi lugar en el mundo, a pesar de los años de combativa pesquisa, sigue siendo una incógnita.

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4.12.09

Madrid


No tengo ni idea del Madrid que busco. Sé que es la ciudad en que sería feliz al modo en que las ciudades cobijan y tutelan la felicidad de quienes las buscan. Mañana la visitaré y recorreré unos días sus calles. Sin planes apenas, Madrid me guiará a su antojo. Improvisaremos itinerarios. Evitaremos, en lo posible, los clichés, pero tampoco me incomoda pertenecer a ese gentío comido de asombro que ve por primera o por segunda vez (es mi caso) la Gran Vía o la Puerta del Sol, que parece que han arreglado para este disfrute nuestro de puente jubiloso.

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30.11.09

El vacío bien ocupado



El vacío bien ocupado
Tengo propensión a un tipo de pereza muy peculiar que es en conjunto idéntica a todos los demás tipos de pereza pero que se entretiene, en su útero interno, en su fondo primario, en inventar, en fabular con qué entretener el tiempo una vez que la pereza desaparezca y regrese la actividad. Muchas de las cosas que proyecto en esas horas de limpio cansancio luego no conducen a ningún sitio. Son ideas para escribir o lugares a los que ir o amigos a los que visitar. Todo en plan caótico. Todo rezumando fiebre. Todo, lamentablemente, abocado al fracaso. Mi amigo K., pendiente en lo que puede de lo que me pasa, me cuenta que él sufre un tipo de pereza bien distinta. Deja la mente en blanco o en gris o en un color así muy vago que despierte poco interés en quien lo vea desde fuera. Una vez que ha adquirido esa tibieza cromática se embarca en la búsqueda del vacío perfecto. No pensar. No decir. No hacer. Me jura que lo consigue nada más proponérselo. En minutos. Yo lo he intentado hoy mismo, después del almuerzo. Me he sentado en un butacón y he cerrado los ojos. Ha faltado poquísimo para caer en el sueño conciliador. La mente en blanco, en gris, pero por la vía directa. Sin retórica. Sin la mística de los libros leídos.

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29.11.09

Más circo



Mientras algunos sostengan que en el ordenamiento jurídico cabe un concepto tan ligado a un credo religioso como es el pecado, la guerra religiosa que tenemos en las calles no va a tener fin. En realidad no está tanto en las calles como en algunos medios de comunicación, que la alientan a sabiendas de que esa trifulca milenaria (creer o no creer, atizar al cura o defenderlo) da caja. Al final todo es un asunto monetario. Lo de hoy incluso: ese Barcelona-Real Madrid con la bandera de la política enarbolada en los titulares y con la ya inevitable sensación de que esto del fútbol no deja de ser un negocio. A los astros recién llegados a la disciplina merengue no les puede caber en la cabeza la noble historia de rivalidad entre los dos clubs durante casi un siglo. Les entra la plata por la boca, los anuncios en la camiseta y las portadas en los periódicos deportivos que se venden en las gasolineras y se leen en el café. Es como mezclar el pecado con el delito. La fe no se debe mezclar con las leyes. El dinero nunca con el corazón. En España la historia de nuestros conflictos proviene en muchas ocasiones de esa falta de respeto por lo ajeno. Ese olisquear en la casa del vecino buscando indicios de pecado o de sanción. Veo a diario cómo unos descalifican a otros por abrazar una opción que no sea la suya. Lo advierto con tanta frecuencia que ya no me sorprende. Hasta incluso me dejo llevar en esas conversaciones y no tengo el coraje de salirme, exhibiendo así mi disconformidad con lo que se habla. A lo que no entro, por falta de tiempo tal vez, por interés en extenderme en conflictos innecesarios, es en la batalla dialéctica total. Simplemente no me involucro. Preferiría no hacerlo, decía Melville en boca de su estimado Bartleby. Es pereza mental: la pereza que llevada a su extremo nos separa y nos conduce directamente al cuartel en donde nos escuchan nuestros iguales. Por eso hay peñas del Real Madrid y Cofradías del Espíritu Fervoroso de Jesús, asociaciones de amigos de los toros y clubs de fans de Rouco Varela. En esos atriles es donde nos enfebrecemos y donde soltamos espuma verbal por la boca. En Londres hay una plaza en la que oradores espontáneos sacan a discusión sus opiniones. En Salamanca, en la época dorada de la Universidad Pública, había un aula de Oratoria. Habiéndola perdido, no disponiendo de esa escuela en nuestros días, nos refugiamos en la descalificación. Hoy, comprando el periódico, he visto a dos amigos (supongo) insultándose de lo lindo. Todo muy naïf. Palabras fuertes pronunciadas con la inflexión de voz que las rebaja y hace que el que las escucha no se las toma en serio del todo. Los del Madrid es que sois... Los culés estáis... Eso, en otro orden de cosas, lo contemplamos luego en el Parlamento. La élite política carece de temple: no asistió a ninguna clase de Oratoria. Tampoco recibieron, en los más de los casos, instrucciones sobre cómo hablar con la oposición. Saber oír. Esperar. Hablar. Pensar. Nada comparado con la posibilidad de que Cristiano Ronaldo o Messi hoy metan un gol por la escuadra desde mitad del campo o driblen a media defensa y metan la pelota en las mallas. Eso sí que anima a un país. Me imagino mañana los titulares, las charlas en los bares, los minutos en la televisión. España paralizada. La cinética de los despreocupados. Será eso del pan y del circo. Hoy toca, por si no lo saben, sesión intensa de circo. Habrá que ir buscando dónde verlo. Circo en vena.
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28.11.09

Paranormal activity : Experimento (frustrante)



Al cine de terror le cargan siempre la responsabilidad de hurgar en las vanguardias. No sé si un género del todo menor al modo en que lo es la comedia a la hora de recibir premios, pero suele venir precedido de un entusiasmo mediático excesivo que, en ocasiones, responde a las expectativas creadas aunque suele diluírse en verborrea de marquesina lujosa, en el puro deseo de hacer lícita caja y llenar salas con adolescentes sin recorrido cultural y absortos en la travesía del miedo. Dicen los que saben, a lo que yo he leído, que el miedo es la emoción más humana. Incluso por encima del afecto o del ya más sublime y poético amor. En esas cuentas, en ese ejercicio de dar siempre al público lo que quiere, los que mandan en el cine, los que ponen el dinero, se ponen como locos cuando un novato, un rookie sin miedo al descalabro, les pone sobre la mesa un presupuesto corto, un casting anónimo y la confianza ciega en el vértigo viral de las redes sociales. El antiguo boca a boca, en estos tiempos de alfabetización digital, se llama Facebook o Tuenti o cosas así. Como Monstruoso, aunque sin su vistosa tarjeta de visita, Actividad paranormal se beneficia de una descomunal maquinaria de propaganda puesta al servicio de un endeble dispositivo literario francamente beneficiado de los nuevos lenguajes de los mass-media. Lo que ofrece Oren Peli, el orfebre de esta especie de docudrama con espasmos, es un cóctel que matrimonia con sorprendente eficacia los mecanismos del miedo ancestral cobijado en lo más profundo del corazón humano y el inevitable morbo de creernos una especie de voyeurs distinguidos con una mirilla ampulosa desde la que vemos el día a día de la pareja protagonista, omitiendo cualquier referencia física al ente que los atormenta o eludiendo excesivos golpes de efecto, borrando de cuajo truculencias, involucrándonos en un sencillo, a veces exasperante, relato. Casera hasta el desmayo, no engaña a nadie: la empatía que sentimos hacia las víctimas del terror no descansa hasta su abrupto final. El mérito, tal vez el único, es ése: despertarnos la curiosidad, chuparnos la película en absoluta entrega, preguntarnos si en verdad no haría falta un extra de mimo en los planos, un punto profesional que, vista la recaudación a nivel mundial, se ve que huelga. Y puestos a decir si la experiencia ha valido o no la pena habiendo tanto cine que ver y escaseando el tiempo como escasea, pues digamos que no. Que no merece que ninguna crítica, por estricta que sea, se cebe en ella, aunque tampoco se vea lógica alguna en los halagos oídos, en esa retahíla ya cansina de frases rimbombantes con las que engolosinan nuestro alma concupiscente (ávida de miedos, cómplice de sobresaltos) terminando por acudir a la sala y contemplar (ay) el experimento.

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25.11.09

El emperador de los afectos polares


Consiste la crónica de la rutina diaria en incursiones en lo insólito que condimentan la vida y la sacan del tedio, que en estos tiempos de zozobras morales, relativismos papales y empujones laborales (ayer, ay qué horror, vi un desagradable y poco educativo episodio de este tipo) ya es bastante. Dios siempre está ahí para demostrarnos que bien pudiera no estar. La novela desmembrada del día a día tiene aquí su prontuario de maravillas, su fabuloso vademécum de prodigios a modo de placebos, útiles siempre para despejar la mente y pensar, hacia adentro, que no todo está perdido todavía.
Vamos a hablar ahora de los pingüinos gay, por ejemplo. Hoy los citaron en la radio, pero la noticia no es nueva. Estos animalitos tan Disney, tan cómplices de la ternura ajena, no salen del armario: salen del frigorífico. El chiste no es mío, claro. Luego está Rock Hudson, ese maromo de planta impecable, como de dandy rústico y escasamente cultivado en alejandrinos y pintura del siglo XVII, que tuvo engañados a nuestros padres durante varios decenios para, al final, destaparse bujarrón, lo cual no es bueno ni malo, pero debió pasarlas putas el hombre con ese ramillete de damiselas escotadas y concupiscentes que Douglas Sirk (sobre todo) le ponía en los melodramas de la época para revolcones sentimentales, mayormente.
Y cada uno se monta la cosa amatoria a su aire. Algún arcano diseño genético proveyó para cada especie su corralito y no consintió que criaturas distintas se abrazaran en jubilosa coyunda, pero he aquí que el rebaño tiene individuos de sentimentalidad díscola, aunque ellos contemplen la ajena como la verdaderamente extraña. La inconmovible unidad familiar, alimentada durante siglos por poetas, cronistas de juegos florales y boticarios de iglesia en domingo, ha caído en sospechoso picado y no parece, a la luz de las nuevas políticas de Estado, que la cosa vaya a remontar airoso vuelo. Ya lo dijo anoche un comiquito televisivo de éxito: Yo no estoy en contra del matrimonio gay, yo estoy en contra del matrimonio. Que para hacerse la puñeta - añadió- qué más da el sexo de los contrincantes.
Y ahora si me disculpan, cierro el blog, me coloco la chaqueta, me abrigo un poco (el tiempo va dando ya síntomas de que es ortodoxo y no contraviene su rutina milenaria de frío en noviembre) y tiro al trabajo, que habrá que cumplir y hacer el oficio al que ha dedicado uno sus desvelos y preocupaciones a mayor gloria de la sociedad y de esa cosa que dicen que se llama amor propio. El mío (hoy, inexplicablemente) está por las nubes. No creo que dure dos calles. En cuanto me dé cuenta, entro en el editor del blog y borro esta entrada. Que ustedes almuercen bien.

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24.11.09

Primera plana: Dejad paso al guionista...





En cierto modo, Primera plana, muy precariamente resumido, es una película de Billy Wilder, y en ella se dan cita, también muy esquemáticamente planteadas, los leivmotivs del autor, sus particulares intereses en el cine, su manera de ver la vida. Así que Primera plana contiene sentencias formidables, ironía, sarcasmo, mala leche de la buena (no burda, no cazurra), diálogos vertiginosos, personajes con una hondura dramática y una bis cómica a prueba de espectadores adormilados.
El cine de Wilder es cine de palabras, cine de autor enamorado del diálogo como baza absoluta para enganchar a quien deja que le roben dos horas de su atención para asistir a una historia que le sucede a otras personas. ¿Qué es el cine, sino esto? ¿2012 es cine? ¿Luna nueva es cine, este tipo de cine?
Las palabras de Wilder las pronuncias psiquiatras tarados, sheriffs corruptos, periodistas gacetilleros de pacotilla, alcaldes patrocinados por una marca de salchichas y pobres de espíritu que no soportan la injusticia más o menos irremediable de este mundo, pero también las palabras de Wilder son pronunciadas por putas (oficio que nunca sale mal parado en las película del maestro austríaco), profesionales del periodismo como la copa de un sequoia, oficinistas con un corazón catedralicio y pobres de espíritu que van apartando la mierda de la vida y sacan el morro para encontrar, en el aire viciado por el hedor, un punto de honestidad, de aromas y de belleza.
A diferencia de la película de Howard Hawks que da pie a ésta (Luna nueva, 1940, no confudir con la simple cinta de vampiros dulces), Primera plana vive en libertad, se escribe en libertad y se filma sin el corsé homicida de los filtros de la censura de la época. Wilder enfatiza proverbialmente las corruptelas del poder. Hawks hace un film más dinámica: Wilder, en los setenta, cuarenta años más tarde, firma una obra más finamente irónica, con un calado de comedia más virulento porque el humor de Wilder hace daño cuando se escucha concentrado. Es un humor caústico: un humor ácido y corrosivo.
Como quiera que Wilder fue periodista en sus años mozos en Viena, sabe de qué va la cosa y Primera plana, al hilo de esta suerte de acontecimiento vivido, se convierte en un monumento formidable a la libertad de expresión, a la nobleza del arte del periodismo y a su dignidad como oficio indispensable en los últimos ( al menos ) dos siglos, sin contar el que corre.El propio argumento es una sátira minuciosa, metódica en su simplicidad, pero contundente en la extensión de campo que alcanza.
Walter Burns (Walter Matthau) es el director de un periódico de tirada doble y plantilla abundante, pero escasa en talento porque, a lo visto, tendrá que recurrir a su periodista estrella Hildy Johnson (Jack Lemmon) para cubrir el ajusticiamiento de un asesino en el presidio local. Todo se lía cuando Johnson anuncia, teatralmente, con una jocosidad inteligente y manifiestamente contemporánea, que abandona el trabajo por casarse con una concertista de Filadelfia y ganarse la vida como publicista. Despotrica contra el periodismo, conviene que la prensa sólo da lectura para un rato y que el periódico termina como envoltorio de unas raspas de arenque en un cubo de basura. Walter Burns trata, por todos los medios posibles, arteros casi todos, recuperar a su hombre para la noticia, devolverlo al oficio, evitar que se case, mayormente.
Hasta aquí advertimos el guión convencional, la parte comercial, avenible a las convenciones y a los gags habituales, pero debajo, a ras de metáfora, late ( poderoso, sublime ) el desparpajo con el que Wilder retrata la función del periodista como notario de la realidad, así también muy manidamente expresado. Gran parte de lo que vemos únicamente acaece en el departamento de prensa del presidio. Desde su ventana, luego rota, se ve el cadalso. Los periodistas que allí beben, juegan a las cartas y hablan de frivolidades y de correrías antiguas no tienen escrúpulos, no tienen honestidad, no tienen dificultad en modificar la realidad a su gusto y a mayor gloria del titular pomposo y grandilocuente: vendedor. El alcalde y el sheriff son ninguneados y son una baza enorme en el guión de Diamond y el propio Wilder, sobre una obra de teatro pequeña de Hetch. Los dos son degradados, convertidos en escoria que capea ( como puede ) al poderoso gremio de la prensa ( de la seria, que la hay ) para que no aireen sus veleidades, sus pecados jurídicamente punibles. Luego está el Eggelhoffer, el psiquiatra que entrevista al reo Williams: uno de los mejores secundarios de Wilder, sin margen de duda.
Rico en su perfil caricaturizado, reducido a hiperbólico remedo de Freud, al que también Wilder ridiculiza. Se cuenta que el propio Freud conoció al Wilder periodista en su Viena natal y que no tuvieron, que digamos, buena sintonía."La verdad, toda la verdad y nada más que la verdad", reza el slogan del Examiner, el periódico de marras. Cine y nada más que cine, añado yo.
Dios, en voz de Trueba, fue asesinado por el cine moderno, el cine menos semántico, el cine comido por la fiebre de la tecnología.En el cielo en el que no creo estará tomando notas sobre las turbiedades de los ángeles.
Malos tiempos para la lírica, cantaban en los gloriosos ochenta Golpes Bajos.
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23.11.09

El último tango en París: La mantequilla nihilista



Lo que le ha pasado a El último tango en París no tiene parangón razonable en cualquier otra película de cine de calidad: han prevalecido algunas imágenes en nuestra memoria colectiva y se han borrado el resto. Ha quedado el ascensor donde los amantes se ponen de un lúbrico vitaminado. Ha quedado el pubis muy negro e hirsuto de Jeanne (María Schneider), su cuerpo menudo, sus piernas cortas, su cara de niña y sus tetas grandes. Ha quedado la humillación de la mantequilla. Ha quedado el apartamento soleado, su soledad sudada y su vacío descarnado. Lo que se ha perdido es una simbología, el espíritu de la utopía, su literatura. Se ha perdido el trasfondo de sus personajes: la locura de su existencia, la belleza triste de las historias que, al hilo del encuentro de los amantes, van componiendo el retrato de un mundo en decadencia, ridiculizado por Bertolucci en la figura del director amateur, el cineasta pedante-novio de Jeanne, que representa aquello que el propio Bertolucci odiaba: el cine baboso, pedante y realista de la época. ¿Alguien ha pensado en Goddard? El compromiso político de Bernardo Bertolucci se viste del eco del Mayo francés, de sus revueltas estudiantiles, de la inocencia culta y solidaria de sus jóvenes liberados. Eran tiempos en los que la cultura era manejada, quizá por primera vez en el siglo XX, como arma y las palabras eran arrojadas como balas. Lo que hace Paul ( un alucinante Marlon Brando ) es hablar: su tormento interior es verbalizado, comunicado sin pudor a la niña-amante que ha encontrado y que comparte con él la soledad, el anonimato, como si fuesen fantasmas.El último tango en París es cine auténtico, aunque no sé exactamente qué quiere decir esto: quizá sea auténtico porque no ofrece respuestas sino que abre interrogantes. Así es la vida, de cualquier forma. Paul es un atormentado, un ser destrozado ( ha enviudado; su esposa se ha suicidado, y no quiere construir un mundo nuevo ) y un alma en pena continua, que no necesita redimirse, pero que lampa por encontrar a alguien con quien dejarse morir, a quien confiar su letanía más íntima. Alguien que grita: "puto Dios". Y entonces es cuando aparece el sexo y es en su gramática de sudor y de silencios en donde Paul y Jeanne consiguen una comunicación plena. Eros y Tanatos, la vida y la muerte bordadas en el sexo, como decía Serrat en la copla de su Curro el Palmo, la eterna historia del bien y del mal, de la luz y de su reverso, no necesaramente tenebroso: esto es lo que se esconde debajo de la ropa de los amantes, en el suelo del apartamento parisino, con luz del sol invadiendo la pantalla.Asombra que los años no hayan restado un ápice de contundencia a este film: se ha sobrepuesto a su mensaje, aunque tiene todas las papaletas para perderse porque es, muy fundamentalmente, un film preciso de una época precisa y se entiende que los espectadores que lo vieron en su estreno alojaran un asombro mayor, una reverencia más profunda, un amor más visceral por la expereincia que supone su visionado.




"Puto Dios", dice Paul debajo de un puente mientras un tren pasa. Paul no quiere saber nada del pasado de su amante casual. No hay nombres. No hay historia. Hay epidermis. Hay un revolcón que ha dado suficientes quebraderos de cabeza a los reprimidos y a la censura imperante como para tener este film como cabecera del pecado, con la imagen voluptuosa de Jeanne en la bañera, enjabonado por el hierático Paul, quemada por una tarde invernal tristísima y hermosa. No escandaliza como entonces, gracias a ese Dios de debajo del puente que Paul insultaba, pero deja un poso de angustia, de escozor en el alma, que es donde más escuecen todas las cosas.Palabras mayores de filósofos de mesa camilla como nihilismo o existencialismo para una sencilla remembranza de una película de erotismo dramático o de drama erótico, pero el sexo es el vehículo para que estos personajes toquen el cielo o toquen fondo y acaban en la gloria o en el infierno. Importa poco. París, no obstante, teniendo muchas películas, tiene a ésta como una bandera firme de su aureola de romantiscismo decadente. Capítulo necesariamente aparte es el arco de influencia social que la película produjo en su época: yo todavía sigo fascinado por el patetismo garrulo y provinciano de aquellos españolitos en perpetua erección (Franco había echado inhibidores de la líbido en los pantanos que iba inaugurando) que iban al sur de Francia para ver un coño y unas tetas, con perdón por el rebaje semántico, por demás, utilísimo. Y encima hablaban en francés.
Éstos de ahora son tiempos distintos y otros son los patetismos, provincianos o no, que nos pueblan, pero aquél era paradigmático de una situación pollítica vergonzante, oscurantista. Parece, en todo caso, que el retraso va siendo ya souvenir de nuestra Historia y todo son en estos días de aperturismo en lo social y de bonanza moral galardones para el talente liberal de nuestro Gobierno. Hora era. Tiempo habrá en un futuro probablemente no lejano de evaluar si corrimos mucho o si en la carrera perdimos algo valioso. Luego es muy difícil echarnos atrás, reandar el camino y aguzar la vista para ver qué perdimos. Esto es una sencilla crítica de cine, un apunte sobre el pasado, no una editorial furibunda sobre el progreso y sus vicios en la editorial de un periódico con mucha tirada.





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21.11.09

Ondean banderas piratas...

El mundo que estamos construyendo está gobernado por piratas de Somalia, está timoneado por funcionarios corruptos, está sermoneado por clérigos insensatos y se dirige, salvo que el ruido del apocalipsis nos despierte, al abismo de Helm, al agujero negro de los cuentos sin héroes, al silencio perfecto en el que la inteligencia hizo sus últimos alardes de estilo. Los alegres filibusteros de los mares índicos no difieren en exceso de algunos filibusteros de aquí. Ve uno quizá algún rasgo diferenciador en el dominio del lenguaje y en la exuberancia de gestos de unos y de otros. Mientras el corsario de allí se basta con acometer el abordaje por las bravas, a golpe de kalashnikov, el de aquí exhibe un muestrario amplio de registros semánticos. El pirata moderno, el estudiado, es a lo visto aficionado a las letras, culto con apreciaciones, razonablemente ducho en oratoria y de una formidable capacidad para sobrevivir entre gabinetes de crisis, discos duros reventones de querellas y una manada de parias a las puertas de sus despachos, pidiendo pan. Circo ya tienen. En estos tiempos el circo no da la talla de antes. El circo es ahora el mundo entero. Cuentan que hay más imputables en el PSOE que en el PP, pese a la rutina mediática y al Gürtel y a la guerra popular en Madrid.
Abrimos la televisión y asistimos al espectáculo espeluznante de la desdicha humana. Nada hay bueno. Lo malo vende. Lo sabía Shakespeare. Lo saben ahora los raperos de la Gran Suburbia. A la carpa le hemos construido ya tantas trampas que ni los propios montadores pueden evitar caer en ellas. Ahora que ya teníamos el concepto de pirata bien reformulado, ajustado a los deseos de la SGAE, salen estos arribistas del cuerno de África y nos marean el diccionario. La política es una ciencia inexacta. La escribe gente falible. La ejecutan funcionarios temerosos de que los votos vuelen a casa del vecino. Nos hemos envilecido con esto de traer a casa a los pescadores presos. No es que el Gobierno haya caido bajo ni que haya actuado rastreramente. No entro en lo que no alcanzo a entender del todo. Sí que asisto a una función barata de pasables actores. Ni siquiera encandilan con sus puyas, con sus mandobles semánticos. Aburren, aturden, desesperan. Creo que todo se deja manejar por el recorrido informativo. Lo que se lee, lo que se oye y lo que se escribe es lo que existe. Todo lo demás no merece atención alguna.
He leído hoy que lo del rescate de los pescadores españoles ha sido más un reality que un secuestro (David Torres, El Mundo). En realidad todo es reality: todo se desprecinta para ser expuesto. Lo empaquetan en un sótano oscuro, en un sórdido lupanar de informaciones interesadas. Y de ahí al aire, al gozoso aire cómplice de la banda ancha o del prime time televisivo o de la columna en los diarios o de la palabra montada en hertzios. Eso parece. Una obra de teatro. Una del tamaño del mundo. Vamos tirando. Hoy vuelve la Liga. Eso aclara un poco las ideas. O las enturbia del todo.
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15.11.09

Servido el veneno, abierto el verso...


Charles Baudelaire no creía en el azar. Tampoco en la cogorza imbécil de quienes no buscaban en la ebriedad un instrumento para descerrajar los usos de la belleza, la rutina implacable de sus signos. Sin freno, ni espuela ni brida, cabalgó el éter formidable de los iluminados y cortejó el abismo como casi ningún otro poeta. Después le han seguido muchos, pero él tiene el muy relevante mérito de haberse sacrificado por amor al arte. Servido el veneno, abierto el verso.

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10.11.09

Entender a Coltrane



Bono (U2): Estaba en lo alto del Grand Hotel de Chicago [de gira en 1987] escuchando A Love Supreme y aprendiendo la lección de toda una vida. Momentos antes había estado viendo cómo unos telepredicadores rehacían a Dios según su propia imagen: pequeños, insignificantes y codiciosos. La religión se ha vuelto el enemigo de Dios, pensé… la religión es lo que quedó cuando Dios, como Elvis, se fue de casa. Desde los primeros recuerdos que guardo de mi vida, siempre he sabido que el mundo está girando en la dirección contraria al amor y que yo también estoy atrapado en eso. Hay tanta maldad en este mundo… pero la belleza es nuestro premio de consolación… la belleza de la voz aflautada de Coltrane, sus susurros, su astucia, su sexualidad maliciosa, su alabanza a la creación. Y de esta manera empecé a entender a Coltrane. Pulsé el botón de repeat y me quedé despierto escuchando a un hombre enfrentándose a Dios con el don de su música.



Caso de que uno escuche A love supreme sin la interferencia de la cultura, sin haber leido que Dios estaba detrás del saxofonista, guiándole, apartando lo irrelevante y conduciendo la música hacia ese estado central del bienestar en el que uno lo ve todo y lo ve con reverencia y pudor, el disco de John Coltrane es un amasijo hermoso de sonidos. La palabra amasijo está devaluada, pero conviene en ocasiones para evitar el merodeo semántico y definir qué es el jazz. Después de haber escuchado miles de discos y de haber dedicado una parte sustancial de mi ocio al jazz, yo no sé qué es. Imagino que lo mueve la fe al igual que es también la fe la que conduce al feligrés a la parroquia. Por eso Coltrane es un sacerdote y Bono, en su sentida reflexión, lo sitúa justo en el altar, derramando sabiduría para quien quiera escuchar. Una vez que ahuyentamos la religión, queda Dios o queda el jazz contenido en un salmo.
John Coltrane murió a los cuarenta años. Hizo discos de reveladores títulos místicos. Y se fue hasta las trancas de heroína y de pastillas. Ebrio de Dios y de química.


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8.11.09

The Village Vanguard, 178 7th Ave S Nueva York, NY 10014, USA




Hubo un tiempo en que estar a la vanguardia del pueblo consistía en tocar jazz. El Village Vanguard de Nueva York abrió sus puertas en febrero de 1.935. Pronto llevará setenta y cinco años tutelando esa dinastía épica de músicos conjurados, ebrios de genio, inspirados por el numen secreto de la belleza. No una belleza cualquiera sino una que, al tiempo que desprendía luz y causaba asombro, batallaba contra quienes, tercos, ignorantes, censuraban aquella música hecha por negros o por blancos pervertidos por negros. Hubiese estado bien estar sentado en uno de sus salones y ver a Bill Evans tocar Waltz for Debby. Son cosas que no podrán pasar ya nunca. Y aunque sea una excentricidad de domingo tristón de otoño recién caído, me duele.

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Travelling man

6.11.09

No cabremos

No veo a Paul R. Ehrlich, un biólogo de poblaciones, uno de esos intelectuales de universidad que poseen un discurso provocador y se buscan enemigos y amigos a partes iguales, en una manifestación provida de las que suelen ocupar las avenidas madrileñas cada vez que la Conferencia Episcopal moviliza a su parroquia y ametralla consignas contra el progreso, que es uno de sus enemigos declarados. No veo a este hombre enaborlando pancartas a favor de la vida. Y no es que este demógrafo inglés, que acaba de recibir un premio de Ecología de la Generalitat catalana, sea un insensible, un bruto, un criminal ni nada de esa guisa. Su discurso es razonablemente práctico. Dice el buen hombre que la bomba demográfica va a reventar las expectativas de bienestar en el planeta Tierra. Que somos demasiados. Que estamos agotando las reservas. Que el agua escasea y va a escasear más todavía. Que población y consumo van de la mano y hasta entra en lo posible que terminen en conflicto y el consumo, que es la madre de todas las teóricas madres, exigirá su peaje y nos mandará a todos a la Edad Media o al Apocalipsis del que algunos hablan pero al que visten de teología o de divinidad cuando es más terreno que un olivo. De lo que habla este doctor ya anciano es la de la irresponsabilidad de traer al mundo a más de dos hijos. Aduce que los políticos no saben de demografía o no se buscan asesores que les hagan saber.
Seremos 9.000 millones de bocas en 2.050. A esa fecha yo estaré muerto. No veré el caos. Me perderé el colapso global. Como no soy un ecologista excéntrico, no expongo mi decepción con sólidos argumentos de conciencia. Mi alarma es estética. Incluso moral. Me pregunto en qué desquiciado juego se permite el ingreso de todos los jugadores. Caigo en la cuenta de que la batalla es más profunda de lo que parece. Mientras uno se alistan en las milicias de la vida como un don sagrado, otros borramos los adjetivos y cuidamos de que estemos bien o de que estemos mejor los que ya andamos por aquí. No somos pocos. Lo irresponsable (no lo digo sólo yo, no lo defiende únicamente mi particular manera de ver las cosas) es que los países en franco progreso o los que llevan ya decenios en esa bondad democrática, los alfabetizados, los que disponen de un rango cultural mayor, tengan gremios que censuren toda profilaxis, que criminalicen a quienes piensan qué vidas van a traer al mundo.
Tampoco sé si es simplemente una de esas batallas entre intelectuales. El humanista contra el ecologista. El católico contra el descreído. Desde Malthus han caído muchas teorías, pero todas convergen en un mismo lugar, uno patético, mirado con detalle. Se resume a aceptar que la casa común no tiene suficiente espacio para sus inquilinos. Es una verdad incontrovertible. No hay dispositivo racional que la contradiga. Esto va a reventar y quizá sea necesario sentar en una mesa a quienes pueden evitarlo y no dejarles que se levanten hasta que haya algún tipo de consenso.
En términos médicos, la metástasis es ya inevitable. El cáncer está ahí. El símil es del propio Ehrlich. El Vaticano se opone frontalmente a que algún tipo de planificación sea alentada por los gobiernos sensibles. Vendrán los hijos que quiera Dios. Con lo sencillo que es separar sexualidad y procreación y educar a las generaciones futuras con vistas a que no pierdan el tiempo en nubes místicas. A lo mejor es un buen paso convencernos del todo de que vivimos en un país laico. Convencernos de que el mundo, puestos a ser estrictos, necesita laicos. Tampoco muchos. Vaya que no quepan.

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31.10.09

Um fingidor


O poeta é um fingidor.
Finge tão completamente
Que chega a fingir que é dor
A dor que deveras sente.

E os que lêem o que escreve,
Na dor lida sentem bem,
Não as duas que ele teve,
Mas só a que eles não têm.

E assim nas calhas de roda
Gira, a entreter a razão,
Esse comboio de corda
Que se chama coração
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Traducción

El poeta es un fingidor.
Finge tan completamente
que llega a fingir que es dolor
el dolor que en verdad siente.

Y los que leen lo que escribe
en el dolor leído sienten
no los dos que él ha tenido
sino el que ellos no sienten.

Y así en los raíles
gira, entreteniendo la razón,
ese tren de cuerda
que se llama corazón

Autopsicografía, Bernardo Soares (heterónimo)

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Huele a Arkham esta noche...



Álex me hizo pensar en Lovecraft. Busqué uno de los relatos que más me gustan (En la cripta) y me lo zampé en mi sillón de orejas. Después mi convalecencia (una vulgar gripe, un catarro provinciano, una demolición absoluta de la salud) hizo que encontrara una formidable página en la que venden (sí, no miento) perfume inspirado en los cuentos del maestro norteamericano. Imaginen una esencia de insectos triturados, dioses primigenios, moho del siglo XIX y baba de leproso. Quien tenga a bien acicalarse con esta quintaesencia de lo tétrico, visite The Black Phoenix Alchemy Lab Perfume y luego pásese por este rinconcito sano de la Red y cuente a los escépticos si de verdad huele a sótano. Un sótano en Arkham, claro. En fin, un heraldo de lo siniestro. Un regalo para sibaritas. Sólo cuesta quince dólares. Visa, American Express, Mastercard o lo que tengan a mano, y a ligar en Halloween. Estos tiempos de descreimiento moral merecen estos recursos librescos. Están a tiempo.

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29.10.09

La silla de Clifford Brown


Hasta hoy no sabía que había sillas de jazz. Las hay de velatorios y de cine de verano. De iglesia muy pobre y de fiesta de barrio. Cuando descubrí la foto en una de esas búsquedas caóticas que uno realiza cuando enciende el ordenador sin un propósito fijo, escuchaba a Clifford Brown. Así que una de ellas es suya. La silla de Clifford Brown. Las otras dos no tienen todavía dueño. ¿Miles Davis y Kenny Dorham?

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Halloween 2009


José Sánchez, obispo en Guadalajara, alerta sobre la inconveniencia de que Halloween desplace costumbres cristianas. Al obispo y a la comunidad católica le incomoda ese relativismo al que el Papa suele acudir cuando proclama la debacle moral de la sociedad. No hay tal hundimiento ni un cisma de atropellos pecaminosos se cierne sobre queienes, al hilo de la moda importada, lo practican, que suelen ser (en su amplia mayoría) infantes y adolescentes, hechizados por la iconografía de la fiesta pagana.
El desplazamiento es relativo. Lo que hay, en todo caso, es una razonable alarma de las parroquias al ver cómo la normativa tradicional en asuntos de culto está siendo (únicamente en parte) desplazada por estas devociones extranjeras y, por tanto, indignas. Dicen que Halloween no es una fiesta inocente. La cristiandad tampoco lo es. Ninguna religión, en el fondo, lo es. Todas edifican su doctrinario invocando la salvación de unas almas, juego que teatralizan durante la vida del feligrés hasta que, llegada su óbito, nada hay a lo que aferrarse para comprobar la veracidad de la promesa.
Nada hay de anormal en la proclama del prelado alcarreño. No batalla contra calabazas huecas (que antes fueron nabos y su deficiente cosecha en los Estados Unidos provocó su sustitución) ni contra esqueletos. El truco y trato es una insignificancia, una afrenta a los códigos morales cristianos que se queda en un ruido diminuto, en una nimiedad. A lo que se enfrenta la Conferencia Episcopal es al negocio puro y duro, a la universal receta del trueque, al tópico ése que decía que el cliente siempre tiene razón. En asuntos de mercado y en asunto de salvación de almas. La fe tiene también su clientelismo. El alma es tóxica. La vida es tóxica. Las religiones son paternalismos acérrimos, tutelas interesadas, metáforas adictivas, letra pequeña.

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25.10.09

Moon: ... Planet Earth is blue and there's nothing I can do...


Cosechadoras de gas en la cara oculta de la luna. Hay que ser hijo de David Bowie y haber visto en casa astronautas tomando café en la cocina para imaginar Moon y luego filmarla. O hay que haber visto cien veces 2.001, una odisea en el espacio o Blade Runner o Solaris o haberse leído las crónicas del Asimov más ameno. Major Tom andaba por allí. De resultas de esta alegre zarabanda de cosmonautas nace Duncan Jones, el director de Moon, su ópera prima, la mejor película de ciencia-ficción del siglo XXI. Philip K. Dick, que es el pater familias de todo este caos metafísico, sobrevuela una historia absorbente, que fascina por su limpieza narrativa y por desplegar un tipo de suspense al que no estabábamos acostumbrados desde que los replicantes comían arroz chino bajo la lluvia.
Resulta penoso (o resulta lógico) que la única vía que le queda a la filosofía en el cine siga siendo la ciencia-ficción. Moon escudriña de nuevo las preguntas fundamentales que se hace el ser humano. A algunas les da respuesta la religión; a otras, la ciencia. Entre la fe y la razón, hurgando en una y en otra, está Sam, que es un minero galáctico, una especie de eremita tecnológico al que han contratado para satisfacer las altas demandas de helio-3, la energía del futuro, la única posible, y que de pronto comienza a cuestionar la realidad. La de Moon sucede en un menos aséptico de lo esperado cubículo cósmico. En ella suceden más cosas que en muchas películas del género que recorren distancias siderales.
Aunque quizá lo verdaderamente importante en Moon es la denuncia de la absoluta falta de principios morales que gobierna esta sociedad en la que vivimos o en alguna otra cerniente. La ciencia-ficción es un género fantástico para contarnos las cosas que nos suceden por dentro en el paradójico atrezzo del universo, en ese espacio negro y puro, infinito, en el que el hombre tal vez habla consigo mismo y encuentra las respuestas con las que no da en la sórdida, impura y rutinaria Tierra.

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23.10.09

Si la cosa funciona: el formidable ocaso del genio


Una de las cosas más extraordinarias que provee el arte cinematográfico es aquélla en la que se nos da como creíble y hasta enteramente fiable lo que en la vida real nos parecería asunto fantástico, de escaso credito o abiertamente falso. Al cine le confiamos la gestión de esa porción de felicidad basada en la fantasía o basada en el cuestionamiento de la realidad. La otra circunstancia favorable que concurre estriba en la fascinación que ejerce el cine cuando se limita a contarnos, sin alambique épico, sin el concurso de la imaginación voladora, la vida real, la que nos ocupa a diario.
Woody Allen nos ha contado con absoluta maestría ese espacio doméstico, limpio de volutas infográficas, escrito con la veracidad del que escruta esa realidad y extrae de ella las historias de más sencilla literatura. Busquen en su imaginario cinéfilo y encuentren el ejemplo que mejor se acopla a lo aquí contado. No tardarán en dar con los necesarios. De hecho yo sigo pensando que Woody Allen, el mejor Woody Allen, al menos, cuenta siempre la misma historia, aunque se esmera en confundirnos al moverla de escenario o al introducir personajes aparentemente novedosos o desenlaces parcialmente inéditos. Todo, sin embargo, está escrito en el infalible cuaderno de trabajo de este genio incansables, fatigado ya en la vejez, que sabe cómo funciona el engaño del cine y rinde al exigente público (el suyo es de los más inteligentes que pueda haber) muy medidas raciones de realidad, entregada a manta, construída bajo la mala uva de su humor, que no es negro ni chabacano ni bebe de la actualidad para ir a la moda sino que se escribe con mimbres clásicos, con inbatibles argumentos universales. Dentro de cien años veremos con la misma satisfacción Si la cosa funciona, la última entrega en pantalla y, a lo visto, la mejor desde que cambió el modelo narrativo y las intenciones estéticos y filmó una de las mejores películas que yo haya visto recientemente y que es la menos suya de todas: hablo de la formidable, en todos los aspectos, Match point.
Ver una película de Woody Allen sigue entusiasmando. No existe abatimiento. La peregrina idea de salir insatisfecho no nos cohíbe y hacemos la cola. Las colas en el cine cuando proyectan una película de Woody Allen son colas de iguales. Gente cortada por la misma tijera cinéfila. Gente sana, en su mayor parte, que disfruta las piruetas verbales, los gestos, los trompicones de la palabra del genio neoyorkino. Hay en esa cola una íntima sensación de júbilo. Si un fan irredento de Michael Bay lee esto y concluye que también siente eso cuando asiste a su última gamberrada visual no tengo argumentos para contradecirlo. La fe en lo que uno cree carece de un prospecto leíble, llevable a término. A mí, que he hecho cola para algún Transfomer por obligación parental, me ha llamado la atención el griterío de la muchachada, la explosión de nervios agitándoles el pecho y desatándoles la lengua, pero no nos desviemos...
Si la cosa funciona no funciona. No al menos como quisiéramos. No basta que sea una rémora del trabajo de los ochenta. No es suficiente que Woody Allen haya retomado su lenta descripción de la ciudad de Nueva York y las neuras, frustaciones y subidones de vida (la vida en ocasiones asciende el torrente sanguíneo como una toxina, pero no nos damos cuenta) que sufren sus inquilinos. Si la cosa funciona no es el cine ejemplar de antaño. Habiendo momentos brillantes, sobran los rutinarios, y eso que puestos a ser exigente (ya lo hemos advertido) la filmografía de Woody Allen podría pecar de abusar de esos tics, de esas situaciones arquetípicas, resueltas con abundante carnaza semántica.
La historia del profesor de mecánica cuántica en su desvencijado, destartalado y gris apartamento del Nueva York más tosco y también desvencijado, destartalado y gris que ha filmado Woody Allen no es una historia nueva. La hemos visto antes. Muchas veces. La historia de la bruta chica de pueblo, mal hablada, inocente y buenetona, que llega a la gran ciudad para escapar del provincianismo que la oprime (aunque eso al principio ella nunca podría expresarlo así) ya ha sido contada (Poderosa Afrodita). Aquí no hay coro griego pero el protagonista nos habla, se excluye de la ficción y mira a la pantalla para hacer de la voz en off más carnal que pueda imaginarse.
Todo el paternalismo de Woody Allen converge aquí para demostrarnos que la vida puede ser maravillosa (una pena, al hilo de la frase de marras, la muerte del excéntrico periodista deporti vo Andrés Montes, yo la he sentido así, al menos) y que vivir siempre da un extra de entusiasmo, si la cosa funciona... El hombre que era lo suficientemente feo y lo suficientemente bajo como para triunfar por sí mismo se ha permitido también una excentricidad, se ha copiado a sí mismo y ha perdido en el tránsito una brizna de genio, pero juro que disfruté mucho con lo que ya traía de casa antes de entrar al cine. Sé lo que digo. Me daba lo mismo (o casi, no exageremos) que todo fuese un desastre enorme (desastre tipo Vicky Cristina Barcelona). No lo es en ese grado. Hay (insisto) talento, ocasiones aprovechadas para hacer cine del bueno, pero el genio está cansado, ha cogido sus frases y las ha reescrito, sin entregarse al más genuino oficio de escribir otras nuevas. Se lo excusamos. Además es el único cineasta del mundo que levanta a sus protagonistas a las cuatro de la mañana, los junta en la cocina y los pone a parlotear asuntos de una trascendencia absoluta, perfilada por un humor brutal y arroja a uno de ellos por la ventana con la terrible decisión de quitarse ya definitivamente del medio. Pero el infortunio se alía con ellos y su vida dura una película. Justo eso.
El cine, así abría esta reflexión de viernes noche, abre puertas donde antes había muros, jardínes donde eriales, burdeles donde altares o viceversa. Woody Allen es el único cineasta (vivo) que no abre ni cierra nada. Todo está ahí. Él se limita a contarlo de una forma que es suya. Woody Allen es su propio género. Bergman, su admirado Bergman, era también el suyo. Michael Bay, ay, lamentablemente está consiguiendo a pasos agigantados (y caros, vive Dios) el suyo en propiedad o en alquiler, según tercie el mercado.





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Pintar las ideas, soñar el humo

  Soñé anoche con la cabeza calva de Foucault elevándose entre las otras cabezas en una muchedumbre a las puertas de una especie de estadio ...