20.8.08

Continuidad de los parques, Julio Cortázar


Continuidad de los parques
Julio Cortázar


Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.




A modo de posdata al cuento:

No hay un solo cuento ajeno en El espejo de los sueños, pero tras haber releído Continuidad de los parques (cuántas veces ya, Emilio) he decidido abrir una excepción. Es muy probable que sea uno de los primeros cuentos que yo haya leído y que me hayan impulsado a escribir. Es uno de esos cuentos que uno desearía saber de memoria. De hecho hubo un tiempo en que me soltaba en las primeras líneas. Hasta manuscribí una noche en un bar en San Fernando, en Cádiz, una continuación al cuento de Cortázar. El atrevimiento no resistió un solo día de vida y me prometí no investirme de osadía en ninguna otra circunstancia. Debió ser la ebriedad, sin duda. Hoy, años después, me acuerdo del cuento y de cómo lo leí. Era una edición de Cátedra prestada. El libro viajó mucho y hasta me preocupó la forma en que me privaba de leer otros. Así funcionaba entonces mi enamoramiento de las letras. Cogía un autor y lo recorría entero. Nunca perdí el amor por Cortázar, pero lo abandoné casi con la certidumbre de que volvería, con más fiereza, a sus trampas y a sus atajos de lo real. Este cuento es una pieza magistral. Una obra antológica. Que lo disfruten.

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 Leve tumulto el de la sangre, aunque dure una vida entera su tráfago invisible.