25.5.08

Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal: Elvis, ovnis, Lenin y magia

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A la educación sentimental de muchos modestos cinéfilos que nacimos a mediados de los sesenta la imagen de Indiana Jones nos pilló en una adolescencia tardía en la que no era posible todavía ingresar en un cine más adulto ni tampoco regresar a la infancia untada de dibujos animados y de obras de Disney en prodigioso technicolor. Ahora la factoría Marvel ha encontrado el Eldorado en la explotación a destajo de su arsenal de héroes, pero entonces (finales de los setenta, primeros ochenta) apenas Superman surcaba el cielo y ni la tecnología podía ir más lejos ni el espectador soñaba con llegar al territorio increíble al que hemos llegado hoy. Por todo eso, la historia de Henry Jones Jr. fascinaba tanto. Todavía hoy engolosina al público ya fajado en decenas de historias a partir de ésta, pero que no que la alcanzan en magia y en belleza. El inventario va de la reciente La búsqueda a Tras el corazón verde (hecha sólo tres años después del boom del Arca) pasando por La momia (viene la tercera este verano) o Lara Croft's tomb raider.
Indiana Jones es tal vez el último gran héroe del siglo XX. De hecho Lucas y Spielberg se atiborraron de seriales televisivos de los años 30 y 40 y en la triunfal viñeta pulp (Doc Savage, del que guardo todavía algunos cómics) que ocupó la larga Guerra Fría que asoló la ingenua vida aburguesada de los Estados Unidos. Hollywood había alumbrado ya obras clásicas cuyo protagonista anunciaba, aunque muy parceladamente, la quintaesencia heróica y homérica de Indiana Jones: recuerdo ahora un arrogante Charlton Heston en El secreto de los incas o el propio Humphrey Bogart en El tesoro de Sierra Madre. Matrimonar entretenimiento, épica e historia nunca tuvo bazas tan espectaculares: Steven Spielberg se apropia como nadie del cine como fastuosa fábrica de sueños y da la receta mágica del aventurero intrépido y culto, irreflexivo y honrado, a salvo de la maldad y, por encima todo, un icono de la modernidad.
Daba igual que el enemigo fuera nazi o soviético o que anduviese tras el Santo Grial o una calavera amazónica de cristal estelar: la saga resiste el paso implacable de los años porque acude al proppiano concepto de cuento. Basta un viaje: una búsqueda, un hallazgo, la representación del mal enconada con la fidelísima y arquetípica idea del bien. Los mitos y las leyendas se cuelan con más facilidad en nuestra retentiva y propician el asombro, que es (no se dude) el motor sináptico del posible júbilo que nos da el cine. Si no hay asombro, no hay cine. Que se lo pregunten a Billy Wilder o a Howard Hawks, que hubiesen sido fans ardorosos de la saga de Spielberg.
Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal (precioso título: ninguno hubo malo) retoma al valeroso profesor en mitad de una misión (al modo en que vemos a James Bond) y ya no va a haber tregua hasta los títulos de crédito. Lo que el amable espectador va a encontrar en esas dos horas de entretenimiento circense es una adaptación del universo retro de los años treinta y cuarenta de las primeras entregas a la paronoia soviética que ilustró los cincuenta y llenó la imaginación del pueblo americano de alienígenas con la cara de Lenin tatuada en el brazo y el atrezzo fabuloso del esplendor pulp (otra vez) fijado en el tupé de Elvis y en los chalecos pijos de mangas.
Con todo, a pesar de los elogios sinceros de este cronista y la sensación de que ha disfrutado muchísimo sentado en la butaca de un cine, la nueva entrega del franquiciado Jones no es una obra maestra como lo era En busca del arca perdida, pero da lo mismo. Tampoco exuda la frescura iconoclasta de La última cruzada, pero da igual. La historia de la calavera de cristal es exigua, se soporta veinte minutos: el poderío narrativo de Spielberg alarga ese escaso metraje hasta el delirio. El maestro es el primer fan de la saga y mima su hijo con arrobo y ternura infinita. Las proezas físicas del antaño vigoroso Harrison Ford están aquí muy inteligentemente maquilladas tanto a nivel visual como de libreto: se nos dice que Jones está viejo, que hubo otros tiempos y que fueron mejores y hasta que puede tener ochenta años. Tretas de tahúr, artimañas de cuentista sabio. Spielberg establece un diálogo cómplice con los viejos degustadores de su plato preferido: nos da incluso un hángar en donde una caja rota por azar muestra la propia Arca de la Alianza. ¿Qué mayor evidencia de la humildad de su obra? Hay muchos más guiños, pero también ése es el cometido del espectador: invocar la semiótica interna de la película, montar en su cerebro un mecano enorme en donde las piezas van encajando a la perfección por obra de un metalúrgico del ingenio absoluto, consciente de su magisterio y también de la lupa gigantesca con la que va a ser mirada esta nueva incursión en el universo de Indiana Jones.
Nos quedan trepidantes escenas de acción concatenadas a ritmo de rock and roll incendiario con un Indiana Jones Senior, un Indy en pequeñito, un cada vez más consistente Shia LaBeouf y una galería de malos perversos genialmente representados por una irreconocible (y atractiva) Cate Blanchett.
Jack Sparrow, Rick O'Connell, Ben Gates o John McClane, otros héroes de la reciente hornada de franquicias fidelizables, tienen hechuras de personajes duraderos, pero veinte años son muchos años y el público, que a pesar de querer siempre más raciones de circo puro y duro, también exige limpieza ética, la capacidad del creador de saber poner punto y final a la gallina de los huevos de oro.
Aún con todo, admitiendo la endeblez argumental, Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal (qué título más bonito) es una más que digna continuación (¿finiquito?) de la saga, una película estupenda, golosina pura para los ojos. La carnicería de la crítica más salvaje puede esperar a rebañar el cadáver de La momia 3, que está a punto de llegar a las pantallas. Dejen quieto a Indy. Ha estado veinte años en reposo y ha vuelto en excelentes condiciones. La vida es muy corta y no siempre tenemos la oportunidad de volver en el tiempo y estar dos horas perdidos en la dicha completa de no parpadear durante ciento veinte minutos. Yo lo hice. Luego no me pidan que razone mis vicios.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy de acuerdo con ud. ¡Qué buen rato pasé en el cine! No es la mejor, ni mucho menos, pero estoy deseando de que editen una caja con las cuatro en DVD.

Emilio Calvo de Mora dijo...

Un rato formidable, Rafa. Se distruta igual o más justo antes de entrar en la sala. Hasta nervioso estaba. Una amiga mía dice que rejuveneció 20 años. Me lo creo. Yo casi.

Un aforismo antes del almuerzo

 Leve tumulto el de la sangre, aunque dure una vida entera su tráfago invisible.