27.4.24

El enamoramiento

 Hay una tendencia reciente a reducirlo todo y a escamotear los detalles, a no entrar en los matices. Debe ser una de las consecuencias de este trasiego febril que nos lleva y nos trae sin que percibamos en detalle las menudencias de la travesía. Es todo ese fluir de lo efímero, esa mediocre pujanza de lo frívolo y de lo hueco la que hace descarriar algún empeño de fulgor o de trascendencia. La tendencia la fomenta el mercado: le interesa que no se indague, que no exista una intimidad excesiva entre el objeto y su dueño. Todo conduce a que estemos deseando buscar otra mercancía con el que sustituir el que acabamos de adquirir. Crear ese estado de ánimo es el fundamento de este tipo de capitalismo brutal, salvaje, tosco y, en ocasiones, obsceno. A quien matan en esta negocio es a la cultura. La convierten en un mero dispensario de frivolidades.

 No sé, en este hilo de las cosas, si el amor -que no se arrima a lo mercadeable- se puede reducir, si le pueden escamotear los detalles, si los matices que ofrece no son relevantes en absoluto. Quizá no sea amor, será otra cosa,  si se cumplen estos preceptos. No encuentro qué nombre conviene al apaño amatorio que se hace pasar por amor. Hay que ser virtuoso en los sentimientos para poder manejarse con soltura y aprovechar todo lo que el amor ofrece. Ese virtuosismo, toda ese magisterio preciso de emociones, pueden entrenarse al modo en que educamos al cuerpo para que esté en forma y esté sano. 

Pienso como Stendhal: "El enamoramiento paraliza todos los placeres y hace insípidas todas las demás ocupaciones de la vida". Pero el amor es otra cosa, una que excede la consideración meramente accidental de enamorarse, de todo ese tumulto de quebrantos, deliciosamente ocupados de vida, que se aloja en el corazón (pongamos que es ahí, por imperativo romántico y por conveniencia icónica) y lo hace sensible de un modo inextricable. No hablo del amor platónico ni del amor fou. Es una elevación mayor sobre la que dejo descansar mis palabras. No hay otra cosa en el mundo que haya ocupado más consideraciones. Quizá Dios, la idea de Dios, iguale este curioso ránking. Habrá quien sostenga que Dios es amor y estemos en el mismo campo semántico. No me hagan elegir entre ambos, aunque haya quien los matrimonie y conciba al uno sin el concurso precioso del otro. A este territorio no entran los mercados. Si uno cree en ellos, no los deja pasar. De todas formas, todo está en esa fragilidad o en esa contención, en el contubernio cuerpo/alma, en la creencia de que el peso del mundo todavía es el amor. 

26.4.24

Leer (otra vez)

 


Leer no garantiza que seamos más felices. Ni siquiera que la felicidad nos visite mientras leemos. Es incluso posible que la lectura nos procure un paraíso inverso, un desorden emocional que no posee quien no ha abierto libro alguno. El habito de la lectura no crea mejores personas. Muchas de las barbaries cometidas por el hombre han nacido en los libros. 


Leer no garantiza que seamos mejores personas. En todo caso, podemos ser unos cabrones ilustrados. Leer solo permite vivir otras vidas. Si la que lees está impregnada de maldad, existe la posibilidad de que te impregnes tú.                       

                                                         

Me cuesta cada vez más concentrarme en lo que leo. Me distrae lo que he leído. Pienso en las cosas que no debería y la línea por la que discurre el relato se expande, adquiere proporciones fantásticas, incluso llega un momento en que ni la reconozco siquiera. Esa línea es la que hace que uno decida escribir. Por amarrarse a algo, por probarse en ser otro, por alguna cosa parecida a esas. 


Leer no solo es una actividad de riesgo. También es una actividad tóxica. Hay una cantidad enorme de veneno en las palabras. Las hay inofensivas, las hay tiernas, las hay amorosamente cándidas, pero en cuanto se encuentran y se entabla entre ellas el diálogo son de verdad temibles. 


En lo que uno lee, en las palabras cosidas unas a otras, está también todo lo que ha leído. También probablemente lo que no. Las historias tienen su envés. Unas historias te llevan a otras historias. Yo, al leer a Lovecraft, no puedo evitar que se me aparezca Poe. O era al reves. Primero Poe, luego Lovecraft. O incluso Poe, Lovecraft, Bierce, Chambers. Ahora estoy con El rey de Amarillo, uno de los gérmenes de True detective. Es curioso cómo la ficción cinematográfica te envía a la literaria. Cine que abre libros. Historias que empiezan donde no espera uno. Ninguna empieza en el lugar previsible: todas están engarzadas, todas se abrazan. 


Escuché una vez que hubo una manifestación que agitaba libros en el aire en lugar de percutir el metal molesto de las cacerolas. La hacían los dolidos por el cierre de una biblioteca en un pueblo, no recuerdo ahora cuál. Se me quedó el gesto, el pequeño y maravilloso símbolo de que un libro, izado como una oriflama, fuera el que librara la batalla de la justicia, que es (en el fondo) la antigua batalla de la cultura, que no ha terminado todavía. 


No sé si un día se cerrará ese capítulo de la Historia. Es posible que no acabe jamás: hay muchos intereses, hay muchos mercaderes. Interesa la ignorancia porque la ignorancia no exige. El que no sabe, no inquiere. Recuerdo a un profesor de mi facultad, que nos dejó muy prematuramente, encolerizado por el a menudo mal visto gesto de que alguien llevase unos libros bajo el brazo, andando por la calle, en la parada del autobús, en la cola de la charcutería. Decía Luis Sánchez Corral que la gente de las letras no es de fiar. Me lo contaba con su brizna de sorna habitual, trayendo historias de ayer, informándome de que el ayer vuelve si no tenemos cuidado y dejamos un hueco por donde quepa. También me habló ese día (Bar Platanín, calle Jaén, Sector Sur, a la vera de la Escuela de Magisterio) de lo buen columnista que era Eduardo Haro Tecglén, de mi inocencia política y de cómo la buena literatura salva a los pueblos del caos. El nuestro, en este estado de las cosas, cierra bibliotecas mientras que los políticos meten la mano en los sobres o se suben con absoluto impudor la soldada. Estaría Luis indignado si estuviese con nosotros. A veces echo de menos el café en el Platanín.


De este ir y venir por la web, a veces con fundamento y otras, las menos, a vuelatecla, como a la caza de un tesoro invisible, saca uno en ocasiones momentos de una intimidad fastuosa. Encuentra textos que le fascinan, páginas de una indesmayable vocación de refugio, lugares donde abandonarse y a los que pedir una especie de asilo cibernético. No es que la realidad carezca de techos así, pero cansa el tráfago, el exponerse a ser distraído por el azar, por la rutina, por la mecánica previsible de las cosas, que vuelve y nos reclama. Por eso empleo algunas mañanas de domingo en perderme por la procelosa y enfebrecida maraña del google. Exploro concienzudamente, pero sin propósito. Busco información sobre un poema de Gil de Biedma y encuentro un rincón en donde puedo ver con asombrosa restitución cuadros del MOMA. Canjeo a Jaime por Pollock. La poesía por la pintura. Luego el jazz por la crónica de sucesos. No tengo duda alguna de que este paseo por la negra flor, como cantaba Auserón en sus tiempos, agota más que ilustra, desguarnece la sensibilidad más que otra cosa, la abotarga y la convierte en otra cosa, pero no la que conocemos, la sensibilidad de ir a pie por la calle y respirar el vértigo de las cosas. Pero no puedo evitar sentirme bien en este laberinto. Lo imagino, a ratos, como aquel antiguo día en el que descubrí la existencia moral de los libros, su belleza oculta. No los libros como el objeto físico, sino la hondura de sus letras, todo ese milagro que tutelan y que se revela cuando los abrimos y les pedimos respuestas. 


Es curioso que al correr de los tiempos, yo prefiera las preguntas. Quiero muchas dudas. Que me escolten por la realidad y me lleven de los blogs a los libros, de los amigos a los parques, de las barras de los bares al aula en donde sigo aprendiendo cosas.

25.4.24

Cándido, simposio, cadmio

 Lo primero debería ser anotar cándido, anotar simposio, anotar cadmio. Luego el día podría hacer sus atropellos acostumbrados, pero ya se tendría algo desde donde arrancar, un inicio de la aventura o posiblemente un precipitarse menos angustioso, como si contase ser precavido y las tres palabras (cándido, simposio, cadmio) congraciasen la entera forja de un pétalo desde la nada y hacia la nada misma. Porque los asuntos de la materia son indistinguibles de los de la fabulación y una mujer se desmaya por segunda vez al ver la tarde abierta en un haz de luz que la predispone al pudor o a la mera especulación dramática, a ese turbio danzar de batracios que antecede al plebiscito de las damas de alcurnia, a la comparecencia de los poetas nuevamente zarandeados y colgados de los pies para que no les quede nada en los bolsillos y los campanarios que cuestionan la niebla y las muchachas convencidas del furor de su sangre caigan al suelo y hagan un ruido pequeñito que apenas pueda oírse, uno de esos ruidos como de estómago de hormiga agradecida al ingerir una brizna infinitesimal y telúrica de pipa de girasol antigua y precursora de luz y de grandes orquestas ocupadas en no hacer perder el ánimo a los escritores de piezas operísticas o a los arrendatarios de las habitaciones en las que la mujer del pelo más oscuro gime, la de la derecha, esa que ahora me mira y saluda, no sé quién es usted, yo estoy buscando una razón a la mañana, estoy determinado a que cándido, simposio y cadmio trencen un suéter de palmeras variadísimas en el pecho de una doncella nórdica o de una niña con tartamudeo, aunque todo grite que sí, que haremos algo bueno de esta vida nuestra sin empeño, saludable y propiciatoria de siestas y de grumos, de albaranes de muebles muy altos y de sudor de amantes de lo que cruje y se expande. Y era de ofrendas la noche del océano, era el aire una fatiga de columpio, un brocal para que hociquen cien arcángeles, pero la hormiga está avanzando, ha escrito en el fuego de la tarde altas cúpulas, ha fingido un temblor dulcísimo en el que el tiempo se cimbra como un pendón triste de no morir. 

En memoria de A.R.

Ayer incineraron a Antonio. Se murió en su casa. Vivía solo. Tenia la integral de Bach y era un sibarita en la restitución de esa música divina y la amaba con el corazón sensible que tenía. Hacia años que no oía bien y la voz casi se le fue. Hablaba con voz apagada las últimos años que lo traté. Fue maestro hasta que la edad le permitió dedicarse a sí mismo con absoluto arrobo. En la escuela en la que lo conocí teníamos la costumbre de hablar de jazz y de cine negro de los años dorados. Pese a ser casi treinta años mayor que yo, Antonio era de mi quinta. Lo de la edad va en el ánimo, no es una cifra que se escrute con afán matemático. Gustaba de su café a la caída de la tarde en las cafeterías de Lucena. Leía la prensa o revisaba con voluntariosa afición su móvil, más por domarlo que por estar al día en las redes sociales, de las acabó retirándose. Entraba en mi blog. Le asombraba que escribiera a diario. No puedes tener tantas cosas que decir, esa observación de perplejidad me entregaba. En cierta ocasión me solicitó que le echara a andar un aparato de una conocida plataforma de televisión. Aplaudía la eficiencia del cachivache, la posibilidad de ver su amado cine como nunca antes lo había visto. Iba a las salas en los estrenos. Salía entusiasmado o colérico, pero no rescindía su vocación de espectador agradecido. En las conversaciones que tuvimos, nunca compareció la muerte, no tenía intención alguna de malograr los dones de estar vivo con quebrantos metafísicos. No le vi jamás interesado en las efusiones cofrades tan en boga en su pueblo ni de su boca salió impedimento o sanción alguna a que otros se explayaran en las calles con sus advocaciones y con sus desvelos marianos. Fue un hombre educado, íntegro, gozosamente facultado para la belleza y para la quietud. Sé que viajó por Europa y que abandonó cuando anciano la ocupación de la lectura, salvo (decía) la dedicación a mis escritos. Hacía mucho que no lo veía. Cuando ayer miércoles encontré a un amigo suyo con el que solía entretener las tardes en los cafés y en los paseos y le pregunté que cómo andaba, me reveló la desgracia. Lo hizo con inédito desparpajo, como si aceptara sin mayor dolor que la mesa no le tuviera al otro lado. Qué solas se quedan a veces las mesas de los cafés. Qué solos nos quedamos cuando los amigos se desvanecen. En una visita que le hice, interrumpí La reina de África, la estupenda película de John Huston. Qué buena actriz era Katherine Hepburn, recuerdo que me dijo. Lo es todavía, añadí yo. Hoy he recordado esa charla nuestra sobre estar o no estar en el mundo. Echaré de menos escuchar en su casa los Conciertos de Brandeburgo. 



24.4.24

De todo lo visible y lo invisible

 No sabe uno nunca cómo lo miran los demás, cree tener una idea aproximada, maneja cierta información más o menos fiable, pero no hay forma de salir afuera y contemplarse desde esa distancia clarificadora. Se vive en esa soledad imprecisa.  De pronto reparo en la inconsistencia de lo que uno toma por cierto. Lo bueno (quizá) es no estar a salvo, no aliviarnos con la idea de que tenemos un refugio en el que cobijarnos. Se vive mejor en la intemperie. Hay más con lo que divertirnos en la incertidumbre. Hoy mismo pensé en lo fabuloso que es saber tan poco como sé. Lo que he ido atesorando (la cultura es un objeto valioso en estos tiempos de zozobra y precariedad) solo me sirve para hacer que los días sean más divertidos. Saber hace reír. Tal vez sea ese su propósito más noble. Somos insaciables en ese asunto. 

Se me levanta el corazón al pensar en todos los libros que no he leído. Se queda ahí, enhiesto y febril, con toda la maravillosa virilidad de la sangre, desafiante, un poco chulo. El corazón es una criatura que delinque a su antojo. Comete a diario los delitos que la cabeza no consiente. Por eso no hay que pensar en demasía. No tener una idea certera de las cosas grandes o de las pequeñas. Sobre todo, de lo que rehuyo es de la trascendencia, pero se está bien dentro de esa casa llena de espíritus. Yo, al menos yo, la disfruto a poco que me invitan a visitarla. Me doy un garbeo por las nubes, flipo con la metafísica, me arrebata la belleza inmarcesible de las grandes palabras. Luego las declino, busco con qué otras reemplazarlas y acabo admitiendo la posibilidad de organizar mi vida en base a ellas. 


Le tengo un especial afecto a la literatura de la fe, a cierta conversión de mi espíritu pagano y descreído en uno de férrea disposición teológica. De las cosas evangélicas me atrae la fastuosa inverosimilitud con la que se forjan. Poseen el mismo rango narrativo, se sostienen por el fulgor de la ficción, son la rama más distinguida de la literatura popular. De su cuerpo de metáforas y de épica sobrenatural, aprecio la fastuosa rendición de sus imágenes, su angustia feliz de castigos ejemplares, su fuego bastardo, su catedral de humo. 


Deseo lo que algunos de mis alumnos: historias. Es en la historia, en su relato moroso o acelerado, en su cuerpo engañoso y frágil y voluble, en donde está la sustancia de la vida. Fuera de las historias, no hay nada. No se conforman esos alumnos con aprender, hasta cuestionan que el aprendizaje carezca del apasionamiento que les dan los cuentos. Prefieren que aliñes la instrucción con narraciones extraordinarias. Somos lo que escuchamos. Incluso somos lo que no escuchamos, y sabemos que nos aguarda. 


De todo lo visible y lo invisible, me quedo con todo lo que me haga ser feliz, acuda de donde acuda, sea lo que sea. No soy particularmente delicado en la forma en que me alimento. Aprecio las viandas exquisitas, paladeo los sabores más delicados, me deshago en alegrías cuando advierto que tengo a mano el placer y que no hay forma de que se desvanezca, pero aprecio el arrullo de una historia bien contada. Nada que no sienta otro con idéntica o mayor enjundia que yo, nada a lo que no sepa renunciar cuando las cosas vengan en contra. Vendrán. Hay quien se obstina en arruinarte toda esta bendita fiesta de los sentidos. Quien, al menor descuido que ofrezcamos, nos convida al miedo.

El enamoramiento

  Hay una tendencia reciente a reducirlo todo y a escamotear los detalles, a no entrar en los matices. Debe ser una de las consecuencias de ...